Lo único que me gusta del coronavirus es el valor que cobra el otro, los otros. Debo cuidarme por la salud del otro, pero el otro, a su vez, debe cuidarse por mi propia salud. Y no es que el otro sea más importante que yo, ni que yo sea más importante que el otro. Lo que pasa es que los dos cobramos importancia en la medida en la que somos multitud; y la multitud puede desestabilizar una nación o un continente. Ni yo ni el otro somos vitales como individuos en una isla desierta, pero acá, en la vía pública, en la llanura, en el altiplano, somos una pieza en la punta del engranaje, un hilo más en la poderosa colcha de retazos que es el país.
No somos conscientes de los otros como seres imprescindibles; los valoramos en la significación de peligro, de riesgo incontenido, de virus ambulante y altamente transmisible.
La sociedad no es otra cosa que la suma de otros, de aquellos que no nos importan, pero que ahora cobran valor en la medida en la que deben hacerse visibles. Por fin entendimos que la pobreza, la falta de oportunidades, el nulo acceso a la educación no son un problema solo de los olvidados, de los marginados, de aquellos, de esos que viven en la periferia, sino de la sociedad como órgano vivo.
Comprendimos entonces que un solo órgano, por muy insignificante que parezca, es una pieza trascendental en la totalidad del sistema nervioso, del aparato respiratorio: si le falta el aire a uno, es probable que al final nos falte el aire a todos.
Quizás el coronavirus nos ha recordado que un país, una cultura o un organismo no funcionan por inercia. Y que es mentira también que todo se maneje desde el corazón, desde el centro del cuerpo. Colombia, como todos los países del mundo, no marcha por una fuerza superior o hegemónica, no opera gracias a la experticia de un solo individuo. Ni siquiera desde la perspectiva de los más "poderosos".
La supraestructura es un mito. Si bien es cierto que no podemos cambiar como individuos el curso de un río, también es cierto que es la suma de otredades, de otros, es lo que impulsa los cambios más sustanciales y más revolucionarios. Los médicos, las enfermeras, los conductores de las ambulancias, los hombres y mujeres que cuecen el pan, el transportista de alimentos perecederos y no, el hombre y la mujer que llevan sus escobas por el mundo, que limpian la basura que nadie más ve porque nadie más quiere verla. Porque se niegan a verla.
En este plano los menos importantes cobran la vitalidad que antes nunca tuvieron. Y los famosos, los productos del mercado de las nuevas épocas (casi todos vinculados con ese mal virus llamado espectáculo) pasan absolutamente desapercibidos en la urgencia que clama una sociedad justa e incluyente.
Entonces en estos tiempos, por el santo y seña del coronavirus, todos somos el otro, todos somos aquellos, todos somos la suma de iguales, pese a la fortuna, el caché y el glamour que ostenten los demás. Y esa fortuna, ese glamour y ese caché se van al piso, no sirven para nada, no son canjeables ni negociables. Ahora solo importan los otros, porque si los otros no están bien, nosotros, los otros, tampoco vamos a estar bien.
Yo, otro.