Se han tornado repetitivas y llenas de lugares comunes las opiniones sobre presencialidad, infancia, educación y pandemia que circulan por los medios masivos. Lo curioso es que la gran mayoría de esos puntos de vista no pasan de ligeras y prejuiciosas percepciones de personas que no han puesto un pie en una facultad de educación, y mucho menos han estado al frente de una clase con más de 40 adolescentes en situación de vulnerabilidad que viven y resisten al invierno en las casas de cartón de Ciudad Bolívar, Siloé o la Comuna 13.
Esto no sorprende en Colombia, un país en el que los principales cargos de dirección del ministerio y secretarías de educación generalmente no son ocupados por pedagogos, psicólogos, trabajadores sociales, científicos, artistas o ambientalistas, sino por amigos del gobernante de turno.
En todos esos pseudoanálisis falta un elemento fundamental: la voz de los profesores que día tras día se enfrentan a las complejidades de las dinámicas escolares. La voz del docente ha sido sistemáticamente menospreciada, ignorada, silenciada… Y no me refiero a la voz de los sindicatos, que, si bien continúan siendo claves para defender los derechos de los trabajadores de la educación, también, por su propia naturaleza burocrática, son bastante limitados para proyectar mejores panoramas educativos.
En los ríos de tinta que circulan por distintos canales no se mencionan las cifras de disfonías, infartos, afectaciones auditivas y psiquiátricas que subterráneamente configuran dolorosas e incapacitantes pandemias en el gremio docente. Siendo a la vez síntomas expresivos de un sistema educativo y una sociedad en cuidados intensivos.
La algarabía mediática grita: ¡la presencialidad es urgente para los niños!, ¡hay que volver a la normalidad educativa!, ¡arre, profesores! Pero… ¿cuál normalidad? ¿La misma que había antes de 2020? ¿La normalidad de un sistema educativo que en gran parte ha contribuido a generar esta sociedad violenta, que en el ámbito mundial se destaca en los primeros lugares de corrupción e inequidad social? La sociedad de Los Victorinos y de La vendedora de rosas.
La pandemia nos brindó una oportunidad de oro para hacer una pausa, establecer un silencio reflexivo y generar una catarsis colectiva en torno a la educación. Sin embargo, por incapacidad técnica, sesgo ideológico y falta de voluntad política de las actuales directivas del ministerio y de las secretarías de educación, esa oportunidad se está escapando de las manos. Cuando el estallido social empezaba a debilitarse, los profesores fuimos arreados como ganado al son de ambiguas e inestables circulares para continuar en la rutina de formatos, planillas, informes y rituales de una escuela que ya no hacen sentido.
Proyectar una pospandemia escolar más humana y dignificante implica no solo multiplicar varias veces el presupuesto educativo. También significa, retomando a Freire en su centenario, escucharnos empáticamente, dialogar, especialmente con los profesores que día tras día caminan, sueñan y padecen las realidades escolares.
Esa conversación deberá empezar en las escuelas, con preguntas tan sencillas como: ¿quiénes somos?, ¿qué hacemos?, ¿por qué lo hacemos?, ¿cómo lo hacemos?, ¿para dónde vamos?, ¿qué sociedad tenemos?, ¿qué sociedad queremos?