Hasta minutos antes de sentarme a escribir estas líneas, tuve la tentación de escribir sobre el futuro.
A lo largo de esta semana de confinamiento rebotaban en mi cabeza ideas sobre los cambios enormes que habremos de vivir a partir de esta experiencia, tan inverosímil como cierta, que nos ha tocado vivir como vendaval y cuyo remanso aún no percibimos en el horizonte.
Tenía planeado escribir sobre las transformaciones profundas que se nos avecinan en cuanto a la ética del trabajo sobre la que hemos venido haciendo y deshaciendo desde hace casi seis siglos, cuando La Reforma instalada por Lutero inauguró el tránsito del trabajo, visto como castigo, hacia las búsquedas de conceptos encaminados a la dignificación humana.
Sin embargo, mientras ordenaba mis ideas para darle cuerpo al planteamiento, no dejaba de sentir esas extrañas campanitas, a duras penas perceptibles por el espíritu, que me llamaban la atención sobre la necesidad de escribir sobre el presente, mucho más que sobre el futuro.
Si bien es cierta la inclinación constante de querer anticiparnos a los acontecimientos, de querer estar preparados para aterrizar en el mañana de la mejor manera posible, también es cierto que la vida tiene momentos de inminencias que nos exigen ocuparnos del presente con el mayor esmero del que tengamos conciencia.
Tanto por carácter como por Fe, soy un optimista sobre nuestro futuro, de la misma manera que estoy convencido de que los tiempos que tardaremos en salir del túnel se acortarán o se alargarán dependiendo de la sabiduría o la insensatez con que asumamos este presente, más aún cuando se trata de un presente de pandemia que no nos admite el viejo adagio de que lo urgente nos distrae de lo importante, cuando nada tan importante como lo urgente.
Ahora pienso que nada tan urgente como alcanzar la calma, y no me refiero a recuperar la calma porque a lo largo de decenios hemos venido construyendo una sociedad de vértigos y ansiedades hasta el punto que no exagero cuando observo que las nuevas generaciones no conocen la calma, no tienen tan siquiera la noción de calma.
Basta con ver los niveles de desesperación a que hemos llegado con haber tenido que encerrarnos tan solo una semana, y eso que hemos podido hacerlo en el seno de nuestros hogares.
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Basta ver los niveles de desesperación a que hemos llegado con haber tenido que encerrarnos tan solo una semana en nuestros hogares
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No obstante, me atrevo a invitarlos a que reflexionemos sobre si la angustia que sentimos nos viene del encierro súbito o si es posible que provenga de otras causas que aún no percibimos.
A veces pienso que, más que el encierro, lo que nos está desquiciando es haber tenido que parar así, de un momento a otro, la velocidad delirante en que nos acostumbramos a vivir, y eso provoca tanto tormento como un síndrome de abstinencia. Estamos atravesando una especie de síndrome de abstinencia de estrés.
Y no lo digo con el ánimo de intentar una categoría social sino tratando de compartir lo único que tengo en estos momentos para dar, que es mi propia experiencia, que aunque sé que se trata de un caso extremo, creo que puede ayudarnos en estos momentos.
Recuerdo dos momentos de mi vida en los que tuve que parar en seco: cuando quedé gravemente herido en el atentado que nos hicieron en Cali con Navarro, Eduardo Chávez, María Eugenia Vásquez y Alberto Caycedo, y cuando llegué a la cárcel.
La primera vez tenía veinte años y venía del activismo incesante del M-19 y la segunda tenía treinta y cinco y venía de los años de vértigo de la política en el Congreso de la República.
En una y otra, en el hospital y en la cárcel, sentí angustias que no me dejaban vivir. Me dolía el solo hecho de pensar y llegué a perder por completo la capacidad de concentrarme en algo. La mente no me daba, tan siquiera, para comprender las notas de una revista cualquiera o la paciencia para disfrutar de las canciones que me habían puesto a cantar desde niño. Me molestaban hasta los cuidados de las enfermeras bonitas y repelía los mensajes de amor que mis seres queridos me hacían llegar a La Picota.
Padecí, las dos veces, eso que atiné definirme como síndrome de abstinencia de estrés.
Pero el tiempo tiene sabidurías que curan los desafueros del alma y al cabo de unas pocas semanas, una y otra vez, comencé a recuperar la capacidad de pensar y de leer, de conversar, reír y abrazar, y sobre todo de comprender con tranquilidad y frescura lo que estaba viviendo.
Siento que esta vez estamos viviendo algo parecido como individuos, como familias y como sociedad.
No puedo pedirles que no nos desesperemos porque de ese síndrome no se salva casi nadie, lo que si puedo es recomendarles que no vivamos la desesperación con desespero. Aunque suene contradictorio, vivamos esta desesperación con algo de frescura a sabiendas de que de esta saldremos y de que veremos, en unas pocas semanas, que todos comenzaremos a vivir este confinamiento pasajero con la calma que tristemente muchos desconocen.
Que Dios nos bendiga a todos.