Que un pueblo salte sin medir peligro sobre un camión cargado de gasolina, volteado a la vera del camino, en realidad dice bastante. Sin duda un ser humano tiene que pasar por muchos sucesos para valorar su vida en unos cuantos galones de combustible, y una nación debe estar muy podrida para permitir que le pasen.
Si interrogas a una comunidad que se acuesta en la noche después de ver robos, maltrato e indolencia, y se despierta saludando a una montaña de basura a la que circundan los mosquitos, seguramente no pocos dirán que están dispuestos a todo con tal de obtener algo de alivio. Sobre todo si la mañana viene con la tarea de ir a “torear” tractocamiones frente al peaje, de lo cual dependen los diez mil o quince mil pesos diarios que se ganan por vender innumerables gaseosas.
Esa promesa de alivio es lo que está detrás de esos pesos extras que trae el asalto a un camión volteado en la vía, los cuales llegan como un regalo tan solo unas pocas veces al año y requiere un relativo bajo esfuerzo. El problema esta vez fue que la carga era combustible, y nadie se percató de los cables que iban directo a la batería.
Todo el año, todos los años, esta es la tragedia de Tasajera y de todo el corredor vial que va desde la isla de Salamanca hasta Ciénaga, en el departamento del Magdalena. No me refiero a los asaltos a los vehículos averiados, sino a la miseria de una población a la que media Colombia ha visto padecer desde la ventana de un carro, y a la que se ha dejado inerme frente a todos los oprobios posibles. Porque la verdadera fatalidad es, en realidad, un pueblo que vive sometido a la mísera esperanza que ofrecen unos cuantos pesos rescatados de un siniestro.
De alguna manera Tasajera es un reflejo de nuestra incapacidad nacional. Una derrota que firmamos cada cuatro años cuando votamos por un cambio que siempre nos deja iguales. Tal vez ese es el propósito real del peaje de Tasajera: está ahí para que nos miremos en el rostro cansado de quien nos vende la gaseosa.