Es imposible pensar en los trágicos sucesos de este pasado viernes en París sin que se nos haga un nudo en la garganta. Debemos confesar ante el lector que en París quedaron los primeros recuerdos de la infancia y que son esos sentimientos irrenunciables. Tenemos por eso una carga emocional que puede ser mayor que la de cualquier transeúnte por estos espantables acontecimientos. Pero sea como fuere, lo de París no puede pasar en ningún lugar, por ningún motivo en ninguna hora de la historia. Es más de lo que el alma puede soportar.
Se entenderá nuestro acuerdo, que ha de ser universal, con las manifestaciones de condena y repugnancia ante semejante barbaridad. Y nuestro aplauso por cualquier cosa que se haga para que algo parecido no se repita, en ningún lugar del mundo. Contra el terror no puede haber medias tintas, ni concesiones ni contemplaciones.
Advertido lo dicho, no podemos dejar de censurar cierta condescendencia europea con el terror que ha sufrido Colombia. Lo de París fue horrendo, pero no peor que Bojayá, o que Tumaco o que tantos lugares de esta Patria azotados por la maldad sin orillas de estos dementes de las Farc. ¿Por qué nuestro dolor no ha merecido la solidaridad que merece el dolor de los franceses, o el que sentimos cuando en Londres pasó lo que no olvidaremos o el del mundo entero ante las bombas que estallaron en el tren de Atocha, en pleno Madrid? ¿Por qué?
Europa ha sido laxa cuando de juzgar la barbarie de las Farc o del ELN se trata. No tiene una medida común para nuestras penas ni las suyas. Ni similares mecanismos sicológicos de condena. Es lo que jamás comprenderemos. Que haya una especie de rango en el dolor, una distinta medida de la barbarie terrorista.
Europa ha sido laxa al juzgar
la barbarie de las Farc o el ELN.
No tiene medida común para nuestras penas y las suyas
París, hoy martirizada, alberga sin repugnancia, al parecer con mucha complacencia, a los asesinos de Gloria Lara. Es imposible que ignore el calvario que ella padeció en manos de esos salvajes. Así que nos preguntaremos, otra vez, lo que siempre nos preguntamos. ¿Cómo la Nación que declaró los Derechos del Hombre y del Ciudadano puede mostrar esa permisividad ante barbaridades de ese estilo? ¿Cómo puede ser Suecia refugio de los narcoterroristas de las Farc que se lo demandan? ¿Cómo es Noruega tan amistosa con esos salvajes y pedir para ellos perdón, olvido y poder sobre sus víctimas, los colombianos?
Esa clase de anestesia moral la usan con el argumento de que el terrorismo de acá tiene hondas razones en la desigualdad social, en la pobreza de muchos, en formas inexplicadas de injusticia vigente. Nuestra réplica es demoledora. Si el terrorismo que ellos toleran tiene raíces sociales, el de allá las tiene religiosas. Puestos a escoger en ese inaceptable dilema, diríamos que el terrorismo contra París, Londres y Madrid tiene mejores razones que el que nosotros padecemos. Y jamás se nos ocurriría pedir curules en la Asamblea Francesa o en las Cortes de España o en la Cámara de los Comunes para los de ISIS, a condición de que se arrepientan. Eso no se nos ocurriría. ¿Por qué se le puede ocurrir semejante atrocidad ética y política a una fracción de la opinión europea respecto al terrorismo que nos aflige? Habremos de decir que el de las Farc es peor, en la medida en que está transido hasta los tuétanos del repugnante negocio de la cocaína.
Si tuviéramos un Presidente que pensara a derechas y que compartiera con nosotros un Código Moral, el que juzgamos universal, estaría haciendo estas reflexiones y proponiendo estas dudas. ¡Pero tenemos al tal Juanpa!
Con el terrorismo no se negocia, le oímos decir una vez y otra al Presidente Aznar, a propósito de la ETA. Y esa frase debe convertirse ahora en un principio indiscutible. Si Europa se arrodilla ante estos salvajes, está perdida. Como si nosotros lo hiciéramos ante los que nos ha tocada en suerte padecer.
La Historia se escribe a veces por líneas que parecen torcidas. Se nos ocurre que los terroristas llegaron demasiado lejos en los ataques de París. Y que despertaron la aletargada conciencia moral del mundo frente al terror. Y que acaso por ello estemos ahora en un ambiente espiritual que permita condenar el terrorismo sin distinguir sus argumentos, sin diferenciarlo por sus justificaciones, sin separar el terrorismo malo, malísimo siempre, del que ha de perdonarse según el lugar y la hora en que se lo practique.
Llevando a cuestas la inmensa pesadumbre que cargamos por la tragedia de París, nos preguntamos si tanto dolor y tanta infamia podrá servir para que triunfe en el mundo la idea de que no puede haber tregua en la lucha contra el terrorismo. Venga de ISIS o venga de las Farc. Y que no hay terrorismos de distinta especie.