Todos queremos ser felices, deseamos encontrar en el mundo un lugar, queremos alcanzar una posición en la vida, anhelamos los buenos tiempos, añoramos el paraíso perdido y perseguimos la felicidad.
Tenemos grandes sueños, a veces nos guían las grandes ideas, los hermosos sueños de una vida feliz y bienaventurada, nos aferramos a nuestra idea de felicidad y de vez en cuando la perseguimos. ¿Pero, queremos ser felices o estar satisfechos?
De vez en cuando sería bueno, por no decir sabio, por no parecer pretensioso, examinar esa idea de felicidad, chequear nuestra lista de sueños y contrastarla con la forma en que vivimos, tenemos ideas tan grandes de nosotros mismos que a veces perdemos la perspectiva, nos hemos acostumbrado a pensar en grande e idiotamente descuidamos las cosas pequeñas.
Lugar común esa última frase, el valor de las cosas pequeñas radica en el hecho de que realmente podamos separarnos a través de ellas de todo lo demás, caminar, leer, dormir realmente, tener el tiempo suficiente como para perderlo haciendo realmente nada, aprender a estar solos. Somos prisioneros de las grandes ideas, somos realistas platónicos en palabras, mal citadas por cierto, de Marcuse.
El valor de las cosas pequeñas ha sido puesto por las grandes compañías, las corporaciones que venden hamburguesas con el valor de una sonrisa, gaseosas donde se destapa la felicidad, somos tan idiotas, que me disculpen los idiotas, que sentimos especial afecto por que la etiqueta de la gaseosa tiene nuestro nombre; en este punto me rio ¿qué es nuestro? si me doy a la tarea de buscar mi nombre con nombre y apellido, Alejandro Salgado, agréguenle el David y el Forero, es risible pensar que mi nombre es mío, es mi nombre, pero a la vez lo comparten millones de tipos como yo, habrá en algún lugar un Alejandro Salgado mucho mejor ser humano que yo, y otros peores, esos me dan consuelo, lo interesante es que esa es precisamente la estrategia de las pequeñas cosas, las pequeñas cosas corrompidas por las grandes ideas, quieren hacernos pensar que somos únicos, que somos especiales, nos adulan, le ponen “nuestro nombre” a su producto, nos estudian, escanean, nos siguen con sus cookies en nuestros navegadores, estudian nuestros patrones y la forma en que nos comportamos en la red para individualizarnos, para personalizar nuestra experiencia como usuarios, para que compremos la idea de que somos únicos, maravillosos e independientes y nos atrapan, la afirmación de nuestra individualidad como seres humanos, nuestro valor como personas se reduce a la calidad de nuestra interacción y nuestro poder adquisitivo. Somos individuos en la medida en que podemos elegir qué queremos adquirir, en el que podemos escoger nuestro modelo de felicidad.
Y volvemos a donde iniciamos ¿queremos ser felices o estar satisfechos? La felicidad requiere demorar, diferir la gratificación, la felicidad es sinónimo de la alegría, y la alegría es ese sentimiento que queda después de realizar un trabajo significativo y bien hecho. Estar satisfechos se reduce a la capacidad de satisfacer nuestros deseos en el menor tiempo posible, es comer una hamburguesa, por aprovechar el estereotipo de la fast food, aun a sabiendas que a largo plazo no va a ser nada más que mierda, y que en últimas volveremos a tener hambre, y que valga el contraste, la felicidad requiere equilibrio, la satisfacción polariza nuestros deseos, nos convierte en seres de todo o nada, en neuróticos competitivos, alienados, enajenados.
La realidad material del mundo sería mejor sin todas esas grandes ideas cayendo como buitres sobre el valor de las cosas, pequeñas, la depredación a la que sometemos nuestro planeta, el daño irreparable que le hacemos al ecosistema planetario, la gravedad real, tangible, sentida, del cambio climático, tanto problema y riña idiota entre vecinos, naciones e inclusive esposos se aliviarían si dejáramos ser a las cosas simples, si empezáramos a desaprender la historia de nuestra individualidad inamovible.