Esto ocurrió a principios de febrero de 1999. Atravesábamos un invierno especialmente frío, y yo me había acostado tarde, agotada como siempre. Entonces tuve un sueño muy extraño, confuso como la mayoría de los sueños, pero tal fue el sobresalto, que me levanté gritando y llamé de inmediato a mis padres: soñé que mi papá se estaba muriendo. “Cálmate hija, solo es una pesadilla”, me dijo mi mamá tratando en vano de consolarme. Pero yo sabía, muy dentro de mí, que era más que un sueño. Era una advertencia.
En efecto, mi mama cedió a mis súplicas y solicitó un chequeo de rutina. “Tal parece que todo está normal —me respondió feliz cuando la llame, ansiosa de conocer lo que les había dicho el médico— no encontraron nada”. Pero en lugar de alegrarme, sentí que me faltaba el aire, que me estaba sofocando mientras la escuchaba. “No, no, no!. Yo sé que algo anda mal, mamá, por Dios!”.
Mi insistencia era, por donde se le mirara, un acto desproporcionadamente irracional. Mi padre siempre había gozado de una salud magnífica, una energía arrolladora y un carácter de bestia con el que había vencido la adversidad más veces de las que puedo contar. Pero la inquietud que me atormentaba desde aquel sueño, no me dejaba en paz. Había trabajado cada hora disponible entre clases, y tenía un ahorro ínfimo que necesitaba para sacar adelante mi plan de estudios, pero, sin pensarlo dos veces, compré el tiquete, suspendí mis cursos de verano en cuanto terminó el semestre y viajé a Colombia.
Antes de llegar, ya teníamos establecida una cita particular con un médico internista. Al ver la copia de los exámenes que el seguro médico había dado por satisfactorios, leí en su rostro que mis presentimientos eran acertados. “Lo mejor es repetir estos análisis, y de paso le mandamos un par más para estar seguros”. Así fue. Una semana después, mi pesadilla se confirmaba: papá padecía un cáncer asintomático, supremamente agresivo, que ya se había salido de control y que empezaba a regarse por el sistema linfático.
“Mi recomendación es que no lo torturen con tratamientos. A esa velocidad, lo mejor que pueden hacer es tratar de darle una buena calidad de vida”, me contestó el médico cuando le pregunte por los tratamientos disponibles. “Que estupidez!, jamás nos vamos a rendir, jamás!”, le respondí. Tomé a mi papá de la mano, y nos marchamos. Durante los siguientes días procuramos una segunda, una tercera, una cuarta opinión. “Es último grado. No hay mucho que hacer”, nos confirmó una patóloga muy reconocida. Fue hasta entonces que estallé en un llanto sin contemplación. Gritaba de dolor porque sentía que me habían roto el alma en un millón de pedazos.
Mi padre fue la luz en las memorias de una niñez muy dolorosa. Recuerdo muy bien cuando nos dieron la noticia de que mi mamá tenía cáncer. En ese entonces, papá era un hombre joven y alucinantemente guapo, con los pies bien plantados sobre la tierra y unas ganas infinitas de tragarse el mundo él solo para el desayuno. Nos tenía a nosotros, sus tres hijitos pequeños, que lo amábamos como al sol. Durante los siguientes meses, sin embargo, mientras mi mamá daba la batalla en los quirófanos, él decayó a toda velocidad y su cabello se volvió blanco, perdió mucho peso y toda su alegría. Ellos son una de esas parejas que se ama de una manera profunda y misteriosa. Era tal la simbiosis, que en la medida en que ella decaía, él se apagaba por dentro.
En ese entonces el cáncer era una sentencia de muerte
y él no concebía la vida
sin esa mujer que amaba más que a sí mismo
En ese entonces el cáncer era una sentencia de muerte y él no concebía la vida sin esa mujer que amaba más que a sí mismo. Se levantaba de madrugada para prepararnos el desayuno y alistarse para ir a verla. Le llevaba a la clínica termos con el café como a ella le gusta, frutas, almendras y cartas, muchas cartas de amor. Pasaba las noches en vela, caminando por la casa. Sin ella, se convirtió en una sombra de sí mismo. Una madrugada lo escuche gritando y salimos de nuestro cuarto para verlo con mi mamá en los brazos. Se había desplomado sin vida por una falla cardíaca. “No me dejes!”, le gritaba mientras la sacudía con todas sus fuerzas para obligarla a regresar. Con ese amor la sostuvo durante años y años de duras batallas contra el cáncer.
Hoy entiendo cuánto mi padre fue excepcional. Habría podido dejarnos, habría podido cansarse. Fueron muchos años de sufrimiento, de agotamiento emocional y financiero, de trabajar sin descanso para sacarnos adelante. Pero no lo hizo. Ni siquiera lo recuerdo cediendo en un disgusto o ante la desilusión. Sencillamente se levantaba todos los días en silencio, con el único objetivo de mantenerla un día más con vida, hasta que se hizo el milagro y entro en remisión.
Es por eso que rendirse era impensable. Él nos había salvado la vida y había llegado el momento de arriesgarlo todo por él. Mientras nos confirmaban el diagnóstico, yo ya sabía que seríamos capaces de lo imposible. Para cuando salimos de la clínica, me hervía la cabeza pensando a toda marcha en cómo articular un plan de batalla. Esa era una guerra que ya habíamos ganado una vez. Si la muerte lo estaba buscando, esta vez tendría que entenderse con nosotros primero.
Me enfrento a estas memorias con mucho dolor. En principio, en el curso de una larga conversación con mi editora, discutimos sobre la importancia de traer de vuelta estos recuerdos para hablar de todo lo que está mal con nuestro sistema de salud, pero también de todo lo que vale la pena. Colombia cuenta con médicos oncólogos extraordinarios, que han hecho de su trabajo una vocación vital y que logran lo imposible porque se involucran con sus pacientes, arriesgándose a la pérdida, y que incurren a diario en innumerables sacrificios.
Sin embargo, no lo conseguí. Otra vez, me traicionó el corazón. Se acerca el día del padre y necesitaba recordar que hace 17 años el cáncer vino por mi papá. Necesitaba recordar su valentía, su entereza, su dignidad para enfrentar esa enfermedad canalla y ruinosa que alteró tanto nuestras vidas.
Esta es una carta que te debía, papito mío. Es una carta que debí escribirte hace mucho, para honrar tus manos, tu ternura, tu bondad, tus ojos, tu elegancia, y para contar cuánto me encanta salir a caminar contigo, tomados de la mano. Gracias por ser mi parcero, por haberme levantado en la adversidad, por darme tu bendición todas las mañanas, por sostenerme con tu fe. Gracias por haber luchado tanto por nuestra familia, por haber vencido, y por haberte quedado a nuestro lado. Gracias a Dios por tu vida, y a ti, por no faltarnos. Te amo, papá, te amaré con todas mis fuerzas hasta el fin de mi vida.