Las audiencias de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) con el último secretariado de las antiguas Farc-EP que todo el país y el mundo pudo observar y donde se abordaron varios de los temas que durante décadas y seguramente en el curso de muchas otras serán polémicos, han sido motivos de distintas y variadas opiniones que van desde la vergüenza y el reconocimiento de responsabilidad que ello genera, hasta las críticas y reconocimiento por el valor que esto implica.
Hay dos elementos claves que demuestran la importancia de lo pactado en La Habana: uno, las víctimas son y seguirán siendo el centro del Acuerdo Final de Paz y en torno a ellas giran muchos esfuerzos desde distintos sectores de la sociedad colombiana, como desde la comunidad internacional, ligados a la necesidad de avanzar integralmente en la implementación de cada uno de los componentes que caracterizan el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de no Repetición. Dos, también se ha evidenciado el profundo compromiso de los firmantes del Acuerdo de Paz y la forma en la cual varios de los máximos dirigentes han venido asumiendo las responsabilidades por hechos de la guerra de la antigua guerrilla de las Farc-EP.
Ahora quiero llevar la atención a algunas reflexiones desde mi condición de firmante de la paz que son necesarias para poder entender, o al menos intentarlo, los tiempos que ya pasaron, el presente que vivimos y los tiempos por venir.
La vida guerrillera nos llegó a cada uno de los que por uno u otro motivo la integramos de diferente forma y en ella, nos desempeñamos con percepciones distintas como personas, a pesar de contar con un programa de carácter revolucionario encargado de moldear cada uno de nuestros actos individuales al interés colectivo, programático.
Pero también era claro que para la formación integral se diseñaron, alimentaron, inculcaron y fortalecieron los principios y valores farianos como parte de nuestra cualificación ideológica, que permitiera cimentar las bases éticas y morales sobre las cuales sostener el programa revolucionario, como un imperativo para cada persona que integrara las filas guerrilleras.
Las audiencias públicas ante la JEP por parte de varios de nuestros máximos dirigentes se convierten en la correspondiente autocrítica frente a la sociedad colombiana y la comunidad internacional que nos acompaña en la construcción de paz; en la catarsis necesaria para reordenar nuestros rumbos y hacer nuevas lecturas de los tiempos que pasaron, un paso necesario e ineludible para entender los tiempos que corren y los que correrán.
La guerra logró envolvernos con su manto, y no hay dudas que surge para nosotros en momentos determinados de la historia como un ejercicio legítimo de resistencia, pero al mismo tiempo como un terreno muy espinoso, donde más que cuidarnos de los golpes militares que nos pudiesen acertar, también teníamos que cuidarnos para no dejarnos consumir por ella, para no dejar mancillar o manosear en lo más mínimo nuestra humanidad, pues de lo contrario, entraríamos a negar la naturaleza de nuestro programa que es en esencia, profundamente humanista.
Las audiencias ante la JEP abre las puertas a un debate necesario para cualquier proyecto político y más aún, si es de carácter revolucionario, que haya hecho parte de la confrontación armada.
Cuando conocí a las antiguas Farc-EP, vi en la organización insurgente un ejército guerrillero con gran capacidad de acción, pero más allá de ello, que era lo nuevo para mí, vi en la organización, un proyecto político, político y revolucionario, desde el cual se planteaba una propuesta de país, una propuesta para humanizar la sociedad colombiana, eso fue lo que me atrapo.
Al llegar encontré que en su interior se contaba con una serie enorme de acciones concretas para moldear la conducta de cada uno de sus integrantes y colocarla en dirección a las necesidades colectivas, recurriendo a la estructuración jerárquica, orgánica y de un modelo educativo que permitiera inculcar cada uno de los principios y valores que deberían caracterizar dicha conducta bajo un concepto muy valioso llamado la integralidad.
¿Entonces, qué fue lo que pasó? En algunos momentos, sobre todo en aquellos de grandes éxitos, crecimientos y despliegues territoriales, dejamos de cabalgar sobre nuestro programa revolucionario y empezamos a hacerlo sobre nuestras victorias militares, rompiendo el equilibrio, el estricto equilibrio que el proyecto revolucionario exigía, para poder enfrentar la guerra, por medio de la acción militar de carácter revolucionaria.
Siempre era una constante el dilema que sobre estos aspectos se generaba, porque nunca faltaron los que vieron en la lucha guerrillera una forma de vida.
Las glorias militares que no fueron acompañadas de forma correcta por el modelo formativo en capacidad de afianzar los principios y valores que nos guían, terminaron convirtiéndose en catalizadoras de una contracultura cancerígena que afectaría seriamente nuestra apuesta revolucionaria.
Y los mandos que se fueron proyectando más desde la visión militar, sin una clara formación política, fungieron como oxidantes que poco a poco empezarían a degradar nuestra estructura partidaria, así ésta, por necesidades del conflicto, se viera obligada a adoptar formas militares.
Lo anterior desbordaba y contradecía todo lo que juiciosamente habían construido hombres como Manuel Marulanda y Jacobo Arenas en sus documentos, por ejemplo, en los llamados Don de Mando, donde cada uno, desde sus prácticas y saberes, trataron de ilustrar la figura del auténtico cuadro fariano.
Esta falta de acierto, que afortunadamente no era el común denominador de las antiguas Farc-EP, pero que si fueron suficientes para ir marcando el cansancio de algunos amigos y aliados claves para haber avanzado con ellos obteniendo mejores resultados en los objetivos de la lucha que nos habíamos propuesto.
Entonces, las actuales audiencias, la contribución juiciosa y consciente frente a cada uno de los componentes del Sistema Integral de verdad y justicia, que con gran esfuerzo también ayudamos a construir en el marco del proceso de paz, así como nuestra participación activa en pro de cada uno de los componentes de éste acuerdo, son una oportunidad, una gran oportunidad que tenemos como sociedad para resignificar cada una de nuestras apuestas, una oportunidad no solo para transformar las condiciones de desigualdad y de exclusión política que nos llevaron a vivir la guerra, sino también deberá ser visto como una gran oportunidad para reconstruir ética y moralmente nuestro proyecto de comunidad llamado Colombia.
Seguiremos teniendo el tiempo suficiente para evaluar cada una de nuestras conductas durante el conflicto, algunas de ellas con más argumentos que otras, pero en ninguna pretenderemos seguir justificando la guerra misma, pues se trata de ir a ella no para replicarla de forma incansable y menos para hacer de ella nuestro estandarte, se trata de superarla, obviamente abordando sus causas estructurales, de superar cualquier causa que amenace con llevarnos de nuevo a la confrontación armada, mejor dicho, como lo dijera Manuel Marulanda Vélez “la mejor forma de humanizar la guerra es terminarla” y para siempre.