El miércoles pasado asistí a un foro en el cual se discutían los proyectos de expansión en el norte de la ciudad de Bogotá, más específicamente aquellos que afectarían la integridad de la reserva Thomas van der Hammen. En defensa de la reserva hay bastantes argumentos, y yo estoy de acuerdo con muchos de ellos. Expertos de larga trayectoria como Julio Carrizosa y Manuel Rodríguez, sumados a otros tantos que en primera instancia sugirieron la creación de la reserva hace ya más de quince años, tienen todo el conocimiento y la reputación que se necesitan para soportarlos. Por otro lado, la administración tiene sus argumentos, muchos de ellos igual de válidos. Debo aclarar que no conozco el problema a fondo y fue por eso que asistí al foro en primera instancia: para comenzar a formarme una opinión informada, educada, objetiva.
No quiero sumarme a la polarización que tanto daño le hace a este país: o se es uribista o no, o se está del lado del proceso de paz o no, o se protege la reserva o no, etc., etc. Si a mí me preguntan, yo sería capaz de renunciar a muchas de las cosas que la modernidad nos ofrece. ¿Qué más quisiera yo que vivir en el paraíso del que supuestamente nos echaron para sufrir? Si nos vamos a lo más fundamental, considero que la última vez que nuestra actividad en este planeta fue cercana a ser sostenible fue cuando éramos nómadas, antes de desarrollar la agricultura, asentarnos en aldeas, esclavizar a los otros animales y modificar la naturaleza a nuestro antojo. Me duele aceptar que simplemente la arrogante especie a la que pertenezco ha tomado decisiones que la han alejado del resto de las especies, que la han hecho creer que no depende de ellas, que es la cúspide de la creación (los que me conocen saben que prefiero usar la palabra “evolución”, pero así alcanzo un público más amplio). Desafortunadamente, es la realidad. Creo que hace mucho perdimos la oportunidad de tomar el camino adecuado, por más que tantos se empeñen en negarlo. Lo responsable, creo yo, es hacer lo mejor que podamos, con lo que tenemos.
Muchos de quienes vivimos en las ciudades
soñamos con el día en el que podamos irnos a vivir a las afueras,
pero eso sí, con electricidad, gas, televisión, internet banda ancha…
Hay muchos puntos para tocar en este tema, pero yo me voy a enfocar en el crecimiento de las ciudades. Muchos de quienes vivimos en las ciudades soñamos con el día en el que podamos irnos a vivir a las afueras. Muchos no esperan y se van, no a vivir, sino a dormir allá y viajar todos los días a la ciudad a trabajar (yo sería miserable perdiendo tres horas todos los días, metido en un carro, pero allá ellos). Al campo, pero eso sí, con todas las comodidades de la ciudad: electricidad, gas, televisión, agua potable, alcantarillado, internet banda ancha, recolección y disposición de basuras, hospitales, universidades, bibliotecas, centros comerciales, policía, transporte público, etc. ¿Somos conscientes de los costos de esta expansión? Y además, ¿del dinero que vale hacerlo? Sumado a esto, ¿de la pérdida de cohesión social, de espacios en donde encontrarse, de la vieja y olvidada costumbre de caminar? Por eso se habla tanto de la densificación de las ciudades. Eso sí, bien hecha.
Yo quisiera que encontráramos –o por lo menos buscáramos– un punto medio, que ambos lados cedan (cedamos). Porque hoy las partes están (estamos) siendo muy rígidas. Es claro que la población seguirá creciendo, aun cuando la tasa de natalidad se haya estabilizado. Si no hay otro lugar mejor para acomodarla, ¿a dónde la vamos a meter hasta que cambie la tendencia? Digo esto, y creo que nadie que me conozca puede decir que no comprendo la importancia o que no me importan los servicios ambientales que prestan estos lugares, o las mariposas, anfibios, pájaros y mamíferos que pueden verse afectados: por alguna razón soy vegetariano (tirando hacia el veganismo). ¿No podremos encontrar una solución, apoyados por tantos estudios que hay, para causar el menor daño posible? Recuerdo que en el pueblito en el que vivía en Suecia se opusieron radicalmente a un proyecto de urbanización porque impactaba, entre otras cosas, una especie de escarabajos que transitaba por y se reproducía en la zona. Con estudios y rediseños se logró llegar a un acuerdo que dejaba dormir a las dos partes. Algo es claro, no se equivoquen: sea donde sea que se acomoden los nuevos bogotanos, habrá un impacto ambiental. ¿Cuál daño será menor? Como dice Hans Rosling, no hay que ser optimistas, ni pesimistas, sino “posibilistas”, dejando las emociones aparte y simplemente trabajando analíticamente con el mundo.
¡Ah! Y hay otra solución aún más justa e inteligente, resaltada por Julio Carrizosa en sus columnas: relevemos a Bogotá y a otras ciudades del enorme peso que cargan por culpa de la centralización y la polarización que tanto daño le ha hecho a Colombia. Repartamos mejor la carga del gobierno, de las oportunidades, de la seguridad, de la industria, de la academia y del entretenimiento. Así tal vez dejen de crecer al ritmo que lo están haciendo. ¿Será que la eventual paz por fin hará que el país repiense sus ciudades y su relación con la naturaleza?