Mientras la crisis catalana parece consumir todas las energías políticas de nuestra clase dirigente, no parece vislumbrarse al día de hoy una salida razonable, negociada y consensuada al mayor desafío que tiene ante sí la joven democracia española. Cuarenta años de tranquilidad democrática se han visto turbados por la irrupción en escena de un nacionalismo radical, destructivo, ajeno al respeto a las más mínimas normas elementales de un Estado de Derecho y que, en su huida hacia adelante, ha sido capaz de destruir la institucionalidad catalana, aliarse con las fuerzas políticas más radicales del espectro europeo –la tardoestalinista CUP- y embarcarse en un proyecto ilegal sustentado en las más endebles bases, como la famosa y chapucera consulta del uno de octubre.
No les ha bastado con haber destruido la concordia y la convivencia pacífica en la que vivía Cataluña, sino que no han parado en mientes para llevar a cabo el actual proceso de dinamitar a conciencia el diálogo con aquellos que en Cataluña pensaban de otra forma con respecto al dichoso proceso independentista. En su huida hacia adelante, rumbo hacia ninguna parte, fueron capaces de dar rienda suelta a un discurso racista, etnicista, supremacista y burdo, en que los españoles eran retratados como cerdos en sus demostraciones externas y catalogados –sin excepción- como fascistas. Olíamos a pescado, a mierda literalmente, llegó a decir esa gran pensadora de la ignominia y la infamia que es la periodista Pilar Rahola, a la sazón una suerte de Joseph Goebbels femenino del nacionalismo catalán.
Pero, a pesar del ruido mediático y que la actual controversia será larga, virulenta y no exenta de riesgos de caer en una espiral violenta, España se está jugando mucho en Cataluña. Si el próximo 21 de diciembre, fecha en que están convocadas unas nuevas elecciones cruciales en esta parte de España, ganan otra vez los independentistas y se reinicia de nuevo el proceso, esta vez el ejecutivo de Madrid lo tendrá realmente difícil para invocar el artículo 155 de la Constitución española y disolver las instituciones catalanas. La comunidad internacional y la Unión Europea (UE) quizá también podrían reconsiderar su actual posición de cerrar filas en defensa de una España unida y podrían demandar en un futuro no lejano un diálogo con los secesionistas que, inevitablemente, llevaría a la aceptación por las dos partes de una consulta independentista al estilo Quebec para decidir el futuro de Cataluña, por mucho que ahora esa idea se antoje como absolutamente impensable para las autoridades españolas.
En caso de producirse dicha consulta, un resultado afirmativo en la misma implicaría de inmediato la independencia de Cataluña y el comienzo de la “salida” de España, una idea nada descabellada y descartable a tenor del nivel de radicalización política de la sociedad catalana tras décadas de adoctrinamiento y propaganda rastrera a cargo del nacionalsocialismo catalán. Haber dejado en manos del nacionalismo catalán las competencias en educación en Cataluña de miles de niños y jóvenes fue un gravísimo error perpetrado en las postrimerías de la Transición democrática y las consecuencias de tan nefanda política a la vista están.
Revertir décadas y décadas de zafia propaganda en contra de España será una tarea ardua y quizá destinada al fracaso; el discurso de que “España nos roba” ha calado con fuerza y poco se puede hacer ante el lavado de cerebro masivo efectuado por los nuevos apóstoles de la supremacía étnica. La izquierda española, que siempre despreció la idea de España por “reaccionaria” y “fascista”, tiene una gran responsabilidad en la difusión de este discurso simplista, manipulador y victimista. De aquellos barros vienen estos lodo; tanto silencio compasivo hacia el nacionalismo sólo podía desembocar en este auténtico choque de trenes.
LAS CONSECUENCIAS FINALES DE LA CRISIS
Si cae Cataluña, obviamente, caerá después Euskadi. El nacionalismo vasco, que en los últimos tiempos se ha ido moderando y mostrando un mayor pragmatismo, nunca ha ocultado que su objetivo final es la independencia del País Vasco. Por ahora, una vez conseguidos un mayor autogobierno y un suerte de entente cordiale con el gobierno de Madrid, ha revelado un gran pragmatismo y ha sido capaz de forjar acuerdos, contribuir a la gobernabilidad de España y poner freno a los sectores más radicales del nacionalismo vasco que apoyaron en su momento a ETA y que nunca abandonaron la defensa numantina del derecho a la autodeterrminación de los vascos. Sin embargo, cabe preguntarse, ¿una vez fuera de España Cataluña seguirán defendiendo el mismo discurso o el efecto dominó se hará sentir en el País Vasco y se “abonarán” a la hoja de ruta catalana?
Si ese escenario se diera, ya con Cataluña y el País Vasco fuera de España, la primera consecuencia subsiguiente a esas secesiones sería un menor peso en Europa y en el mundo de nuestro país. Nuestro impacto en las instituciones europeas sería menor –incluyendo el número de parlamentarios en el Parlamento Europeo por nuestro menor peso demográfico-, el descrédito en el exterior sería evidente y nuestra acción internacional se vería seriamente debilitada, en parte por el descrédito pero también por la salida de la carrera diplomática de decenas de funcionarios vascos y catalanes. Nada volverá a ser lo mismo para España en las relaciones internacionales.
El impacto económico de la crisis ya se ha comenzado a notar antes de su desenlace, bien sea porque en el horizonte final de la misma Cataluña finalmente se independice o porque quedará integrada en España con un (previsible) mayor autogobierno. Más de 2.000 empresas ya se han ido de Cataluña quizá para siempre, el turismo ha caído en Cataluña entre un 20 y un 30%, algunas empresas de cruceros ya han cancelado sus paradas en Barcelona, el crecimiento económico tanto en España como en Cataluña ya se estima en algunas décimas a la baja con respecto a si hubiera habido una situación de normalidad y la imagen país está por los suelos tras las imágenes de las hordas independentistas tomando las calles catalanas y bloqueando los accesos al tren y las carreteras, por señalar tan sólo algunas de las más inmediatas consecuencias de la deriva nacionalista catalana. Cuando no se sabe a ciencia cierta hacia donde se va se corre el riesgo de llegar al sitio menos pensado.
Finalmente, si se consuma el peor de los escenarios, España perdería el 19% de su Producto Interior Bruto (PIB) y el 7% de su territorio; sumando el País Vasco la pérdida en el PIB llegaría al 25% y al 9% territorial. Luego la crisis política en el Estado Español sería profunda, la herida que podría provocar la independencia de Cataluña podría tener un impacto parecido a la de la crisis de 1898, cuando España perdió sus últimas colonias –Filipinas, Puerto Rico y Cuba- en el siglo XIX. Pero esa es otra historia que dejamos para otra ocasión.