Llegó mayo cargado de lluvias, pero también de protestas, de descontento popular. Mientras tanto, nuestra clase dirigente y los grandes medios andan pendientes de lo que pasa en Venezuela.
Lo que ocurre hoy no es sino apenas la punta del iceberg de las consecuencias de la implantación del neoliberalismo en el país. La década de los noventa fue el tiempo de ascenso del neoliberalismo en Colombia. A finales del gobierno de Virgilio Barco se comenzó a imponer en el país recetario neoliberal. A los dueños de Colombia les urgía achicar el Estado. Nada para ese monstruo frío y de mil cabezas. En la tarea de abrir el camino al modelo económico fue fundamental el suertudo de César Gaviria, presidente de 1990 a 1994, quien ya había fungido como ministro de Hacienda y de Gobierno de Barco.
A finales del siglo XX se nos describía lo privado como más eficiente que lo público, por lo tanto, todo lo que se pudiera había que privatizarlo. No se salvaron los bancos, la salud, los parques, las carreteras, las pensiones y ni siquiera la educación. Los colombianos nos creímos el cuento al ver cómo se construían grandes y equipadas clínicas, carreteras, megacolegios, parques y un largo etcétera. Se nos olvidó que en una economía neoliberal todo se convierte en mercancía.
A su vez, los trabajadores vieron arrebatados sus derechos: menos plata para pensión, más horas de trabajo, inestabilidad, pérdida de pagos de horas extras y dominicales. Por supuesto, el neoliberalismo resultaba bueno, pero no para los trabajadores, sino para sus patrones que, exultantes, vieron cómo el día laboral ya no terminaba a las 6:00 de la tarde, sino que se ampliaba hasta las 10:00 de la noche.
De otro lado, los servicios de salud desmejoraron. El “mejor presidente de la historia” promovió y defendió a capa y espada la Ley 100 que se inventó los “copagos” y la “cuota moderadora” y obliga con frecuencia a los pobres a llevar al enfermo de clínica en clínica a ver quién lo atiende si es que antes no muere en el intento.
La catástrofe social es la mayor muestra de que el modelo fracasó. Ni siquiera las privatizaciones garantizan hoy el excelente servicio que se prometió, no hay ejemplo más fehaciente que el de Electricaribe en la Costa Atlántica o el de la Triple AAA. Ejemplos que también ratifican que el neoliberalismo exacerba la corrupción que caracteriza al Estado colombiano, porque la corrupción no ataca el sistema, ella es el sistema.
El mismo TLC con Estados Unidos muestra las falsedades en torno a la apertura económica. Después de 5 años de firmado, las exportaciones no han aumentado significativamente. Según el diario El Colombiano “... la balanza comercial del país con Estados Unidos pasó de un superávit de 8.244 millones de dólares en 2012 a un déficit de 1.413 millones en 2016. En este resultado fue determinante la fuerte contracción (51,4 por ciento) de las exportaciones colombianas”.
No se trata de que antes de César Gaviria el país fuera un paraíso. Sin embargo, lo cierto es que la posibilidad de construir un mejor país que se vislumbraba en la Constitución del 91 quedó hecha trizas en la misma al dar vía libre a los cambios económicos que en lugar de contribuir al mejoramiento del nivel de vida de los colombianos, aumentó la brecha entre ricos y pobres. De allí que no sea extraño ver hoy a los maestros y demás trabajadores estatales, taxistas y ciudadanos del Chocó y Buenaventura protestar y parar por una vida mejor, más digna, más justa.
Mientras tanto, nuestros dirigentes miran para otro lado. No se distraigan: la tormenta es aquí