Tinto Parado, en La Candelaria, el restaurante más pequeño de Bogotá

Tinto Parado, en La Candelaria, el restaurante más pequeño de Bogotá

En un nicho de un metro de frente por dos de fondo y a corrientazo limpio, doña Lorena hace proezas para ganarse la vida

Por: Ricardo Rondón Chamorro
mayo 03, 2019
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Tinto Parado, en La Candelaria, el restaurante más pequeño de Bogotá
Foto: Ricardo Rondón Chamorro

El 24 de diciembre de 2018 se cumplieron once años de la tragedia que sufrió doña Martha Lorena Ovalle Bohórquez, cuando la paila del aceite hirviendo donde freía los buñuelos navideños para la familia, se volteó sobre su cuerpo y le produjo quemaduras de tercer grado en pecho, brazos y estómago. Una de tantas desdichas que en sus cincuenta y tres años de trajinada vida, lleva a cuestas.

“Pero eso ya se superó y la vida continúa”, dice la señora con un esbozo de sonrisa, mientras despacha tintos, jugos, gaseosas y empanadas a media mañana, en el restaurante más pequeño de Colombia, un metro de frente por dos de fondo, ubicado en la Rotonda La Candelaria (Calle 12 #6-56/96), de Bogotá, sector tradicional de joyerías, en la misma cuadra del Novedades, el cine de películas triple X que resiste el paso del tiempo en el deteriorado edificio de siempre, de donde entran y salen, como en la Fiesta de Serrat, “gentes de cien mil raleas”.

El nicho de doña Lorena está ubicado a la entrada de este consorcio de dieciocho locales, adscrito al Instituto para la Economía Social (IPES), en donde funcionan ventas de artículos de ferretería, artesanías, accesorios para celulares, comestibles de paso, una cafetería y una relojería de viejo.

El de la señora Ovalle se llama Tinto Parado, y es el referente de encuentro de hace ocho años de su fiel clientela, la mayoría técnicos de joyería, talladores, comerciantes de gemas, vendedores ambulantes, pero también oficinistas, y gente del común que se proveen por $700 de un estimulante y generoso tinto de greca, o del pintadito, como le dicen al perico cachaco en el Valle o en el Eje Cafetero, acompañado de exquisitos pasteles de yuca, empanadas y otras viandas de medias nueves.

¡Y restaurante a la vez! Yo no podía creerlo hasta que me cercioré, y efectivamente: de ese reducido cubículo de un metro de frente por dos de fondo, van saliendo a primera mañana, como por arte de magia, sendos platos de caldo con costilla, huevos al gusto, chocolate, jugos de diferentes frutas; y al medio día, corrientazos a $5.000 y a $6.000, de los que vende treinta en promedio al día.

¿Y cómo lo hace doña Lorena? A puro tesón. Con el amor y la fortaleza de no dejarse vencer por la adversidad y poder llevar el sustento diario de su familia, pagar arriendo, y colaborarle en lo que pueda a la familia de su hijo mayor, capitán del Ejército, quien a los cuatro años de haber recibido con honores el grado de subteniente, perdió la pierna izquierda en Planadas (Huila) al pisar una mina antipersona. Esos compromisos, y la fe y la pasión por compartir y velar por los suyos, nunca han permitido que desista de su trabajo.

Al principio, en su local, preparaba desayunos y almuerzos en una estufa eléctrica de un solo puesto que ubicaba en el suelo, donde apenas cabe ella y sus trebejos de cocina. Ahora se siente más cómoda, luego de empotrar una cocineta de dos puestos, y un lavaplatos de aluminio. De modo que por más reducido que sea, el establecimiento es un restaurante.

Pero estos avances del emprendimiento no han calado nada bien en la competencia, es decir entre las propietarias de otros locales, cuando la ponzoña de la envidia se ha ensañado en el talante y el esfuerzo de doña Lorena para que su pequeño negocio sea el más apetecido y concurrido de la Rotonda, y en consecuencia las lenguas viperinas confabulen para denunciarla ante el IPES con el argumento de que ella está incumpliendo el reglamento al realizar modificaciones locativas a su antojo.

Foto: Ricardo Rondón Chamorro - Tinto Parado, en La Candelaria, el restaurante más pequeño de Bogotá

Foto: Ricardo Rondón Chamorro

Doña Lorena se sostiene en que no está cometiendo ninguna contravención, sino mejorando su instalación para hacer más cómodo y práctico su entorno, y de esta manera brindarle al cliente un mejor servicio en cuanto a calidad e higiene, y que está dispuesta a demostrarlo cuando a bien tengan sus arrendatarios distritales programar una visita de inspección.

“Lo que me quieren es sacar a como dé lugar, pero a mí eso me tiene sin cuidado porque estoy obrando correctamente. Esa mala leche es porque los clientes aprecian lo que les vendo y me prefieren. De ahí los infundios y las habladurías. Pero yo estoy con Dios, que me ha ayudado a librar batallas más duras que las que ahora estoy viviendo”, dice la dama que a esa hora alista peroles y calderos para preparar almuerzo.

Cuando se refiere a “librar batallas más duras”, la señora Ovalle Bohórquez se refiere a los obstáculos y dificultades que le ha tocado superar desde niña, ante la precariedad y las dificultades de una familia numerosa de Bogotá, de buena crianza y principios, pero con enormes retos y desafíos para luchar contra la adversidad y salir adelante.

Antes de recibirse como auxiliar de farmacia, título que le concedió el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), doña Lorena se rebuscaba la vida feriando ropa de cargazón en la plaza de San Victorino, hasta que logró un empleo formal en las bodegas de El Martillo, reconocido almacén de mercancía popular, de donde salía a las cinco y treinta de la tarde a cumplir con sus clases de farmacia.

Y en ese trote, repartidos sus horarios entre el día y la noche para ayudar en la casa, hasta que se graduó. Con ese nuevo orden de vida y abrigando ilusiones, vinieron el casorio, los hijos, y el febril entusiasmo de aplicar los conocimientos adquiridos en instituciones hospitalarias como La Samaritana, San Blas, Kennedy, San Ignacio, San Juan de Dios, y el Hospital Militar, que fue el último trabajo por contrato que tuvo como auxiliar farmaceuta, cuando empezó la mala racha con el accidente casero, hace once años, justo para estas fechas decembrinas.

La larga y extenuante convalecencia repercutió en gastar ahorros de muchos años para el sostenimiento del hogar, ya que el esposo se encontraba sin trabajo, y además estaba encargado de atenderla. No obstante, para que Iván Camilo León Ovalle, el hijo mayor, pudiera seguir cursando la carrera militar, acordaron vender la casa del barrio Santa Inés que habitaban y se fueron a vivir en arriendo.

Pero las esperanzas del joven subteniente que a posteriori se graduó como capitán, se esfumaron cuando perdió la pierna izquierda al pisar una mina antipersona, en Planadas, Huila, de tantas que la infame guerrilla sembraba en campos y provincia, dejando tragedia y dolor a civiles y uniformados.

Hoy, Iván Camilo, tiene treinta y tres años, es padre de dos hijos y está buscando trabajo, pero le ha sido difícil conseguirlo. El buen corazón de doña Lorena, su señora madre, no lo desampara ni a él ni a sus seres queridos. Lo mismo que a Alexandra, su otra hija, de veintisiete años, licenciada en hotelería y turismo, que también está cesante.

El día a día

Foto: Ricardo Rondón Chamorro - Tinto Parado, en La Candelaria, el restaurante más pequeño de Bogotá

Foto: Ricardo Rondón Chamorro

El trajín de doña Lorena Ovalle Bohórquez comienza de lunes a sábado a las tres y treinta de la madrugada. Después de la ducha se dispone a alistar los insumos de los productos que va a vender.

Sale de su domicilio en el sector de Villa Mayor (suroccidente de Bogotá) faltando veinte para las cinco de la mañana, antes de la congestión que en días hábiles significa tomar el M 47 de TransMilenio, en la estación de Centro Mayor, con destino a San Victorino, a donde arriba a las cinco y quince.

A las cinco y media de la mañana ya está instalada en su negocio para poner a funcionar la greca con el tinto mañanero que a diario demanda su clientela, elaborar los comestibles de vitrina, arepas y pasteles de yuca. Las empanadas es lo único que compra a un proveedor de confianza. Luego viene la preparación del caldo con costilla, la changua, el jugo de naranja, los huevos al gusto, el café, el milo y el chocolate, y lo que pidan los comensales en el transcurso del día.

En el día despacha un promedio de 300 tintos, a $600. El perico o pintado, tiene un costo de $1.200.

A las diez y treinta de la mañana, luego de dejar limpio y en orden el menaje y los trebejos del desayuno, llega Tatiana Barrera, la buena mujer que le ayuda en parte con la preparación del almuerzo, pero sobre todo con el envío de los pedidos a domicilio de los corrientazos: a $6.000, con sopa, y a $5.000, bandeja con jugo.

Hay clientes que prefieren almorzar directamente en el puesto. Y para ello hay butacas disponibles.

Hoy, por ejemplo, el menú cantado es pechuga a la plancha, arroz, papa, guacamole, y jugo de maracuyá. Pero ese menú varía entre antojos caseros como fríjoles con carne frita, pollo con verduras, puré de papa con albóndigas, entre otras opciones, para rematar el sábado con el especial de la semana, el de mayor demanda, representado en la parrillada con costilla de cerdo, longaniza, morcilla, papa salada, guacamole y limonada de panela. Y para una buena digestión: infusión de frutas y hierbas aromáticas.

Su esposo, Alberto Efraín León Álvarez, de 58 años, ex funcionario de la Notaría 31, aún desempleado, le ayuda con el trasteo de los implementos de cocina, ya que doña Lorena no puede hacer fuerza porque está operada del túnel del carpo en ambas manos.

A las seis y media de la tarde, una vez el negocio queda aseado y en orden, se dispone a cerrar, y a emprender el retorno a casa, compartir la cena con su marido y su hija Alexandra, comprar lo que haga falta para el día siguiente, alistar ropa, y buscar almohada a eso de las diez de la noche, para recomenzar una rutina de casi diez años, con los primeros destellos del alba.

El domingo es para el descanso absoluto, algo de televisión, y reparar todas las horas de sueño que invierte madrugando entre semana, porque la jornada es fatigosa y larga, y todo el tiempo permanece parada.

Al IPES, doña Lorena le paga de arriendo $70.000 mensuales, más el alquiler de la vivienda, que son $700.000, esto agregado a la ayuda económica que no rebaja para su hijo, el militar, y una cuota fija concertada con sus seis hermanos, destinada a la manutención, la salud y los medicamentos de su señora madre.

“Se trabaja para sobrevivir y se sobrevive para trabajar”, es el eslogan de doña Martha Lorena Ovalle Bohórquez, dependiente del restaurante más reducido que se conozca en Bogotá: un metro de frente por dos de fondo, donde solo cabe ella y sus utensilios de cocina, y más estrecha cuando ingresa Tatiana, su colaboradora, a ayudarle a lavar la losa, porque en caso de mojarse, el calor concentrado en el cubículo le hace daño para sus manos vulnerables.

A once años de su accidente casero, doña Lorena, al abrigo familiar, compartiendo la cena navideña con los seres que más ama en la vida, elevó un acción de gracias por los favores recibidos, y le pidió como obsequio al Altísimo, en su orden, salud, “porque es el gran tesoro de la existencia”, amor, “que es el motor que nos mueve a realizar los proyectos personales y laborales”, templanza, “para no dejarse vencer por las adversidades, y sobre todo por las habladurías de la gente malintencionada y envidiosa”, y una fe inquebrantable como en la que ha persistido la noble dama “para solucionar los problemas y redimir los males que nos aquejan, y en lo posible, aunando esfuerzos, recuperar el techo propio para mi familia”.

Cuando vayan al centro de Bogotá y crucen por el frente de la Rotonda de la Candelaria (Calle 12#6-56-96), no duden en visitar Tinto parado, un restaurante como para el libro de los Guinness Récords, un metro de frente por dos de fondo, y de paso degustar las delicias de medias nuevas, el tinto y el pintadito de doña Lorena Ovalle, que siempre tiene una amable sonrisa para sus clientes, y un honrosa lección de amor por la vida.

 

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