Es bastante común escuchar o leer aquella frase que dice que “la guerra en Colombia ha sido siempre por la tierra”. Para algunos el problema radica en que la propiedad de la tierra está demasiado concentrada: por ejemplo, en Quibdó (Chocó) menos del 1% de los propietarios privados es dueño del 94% del territorio rural. A nivel nacional, el 64% de hogares rurales no cuentan con acceso a la tierra. Según un estudio de 2016 del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, los campesinos encargados de labrar el suelo, son los que menos tierra tienen.
Una visión contraria representa José Félix Lafaurie, ganadero y presidente de FEDEGAN, quien habitualmente ha sostenido que cualquier cambio sobre la propiedad de la tierra generaría una “economía rural colapsada”. Por ejemplo, en una columna que escribiera el pasado 30 de abril en El Universal, Lafaurie señala que las alternativas a la propiedad de la tierra planteadas durante las conversaciones de La Habana entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el Secretariado de las FARC-EP, derivarán en expropiación y, oh sorpresa, convirtiendo al país en Venezuela. La columna termina con esta sentencia: “FEDEGÁN nació hace 64 años para defender el derecho a la propiedad de la tierra, y lo seguirá haciendo”.
De diversas maneras, la tierra, los discursos y prácticas que se ciernen en torno a ella son parte fundamental de la manera en que vemos y expresamos nuestra vida en sociedad. Uno de los recientes gobiernos de nuestro país, por ejemplo, se hizo muy popular por permitirles a los colombianos de las ciudades principales poder ir a sus fincas. Pese a lo anterior, pocas veces se habla o se escribe sobre la influencia que ese antagonismo en torno a la propiedad de la tierra ha ejercido sobre los comportamientos más diversos de los colombianos. Entre ellos, nuestra organización social.
Una hacienda es una finca agrícola, de gran tamaño, las más de las veces dedicada a la explotación de carácter latifundista, organizada por medio de un núcleo de viviendas. Este sistema de propiedad tiene origen español y fue exportado a América durante aquella época conocida como “colonial”. Recordarán ustedes la historia de María, escrita por Jorge Isaacs la cual ocurre en una típica hacienda cañera con sus esclavos y todo.
Para el historiador colombiano Medófilo Medina, la hacienda ha sido la más significativa matriz generadora de relaciones sociales en nuestro país, principalmente porque: “La concentración de la propiedad de la tierra condujo al monopolio de la fuerza de trabajo”, esto quiere decir que el dueño de la Hacienda no solo destaca por esa propiedad, sino también como la única alternativa de trabajo para muchos campesinos. Apelando a uno de nuestros dichos más populares: el que tiene tierra marranea.
Entre 1750 y 1854 se consolida, se amplía y se hace geográfica y socialmente dominante el sistema de la ‘hacienda’ como base fundamental de la producción económica y del trabajo. Así lo sostiene otro estudioso de la historia de Colombia, el ensayista Fernando Guillén Martínez: “su ‘estructura asociativa’ y su peculiar sistema de valores se proyecta sobre todas las relaciones de trabajo y a su modelo deben referirse en última instancia, las tendencias de la vida política y el sistema de partidos que en ella se engendra”.
Dicho en otras palabras, para entendernos hoy debemos echarle ojo a la manera en que empezamos a organizarnos como sociedad. Los partidos políticos tradicionales trasladaron al plano político el sistema de interacciones de la hacienda, caracterizado por pautas de relación altamente personificadas. Lo grave aquí, es que tal personificación lleva consigo una fuerte carga de autoritarismo. Por ejemplo, durante las guerras civiles, el hacendado se transformaba en general y en las contiendas electorales en gamonal o cacique político. A su vez, los peones, aparceros y vecinos se convertían en soldados y/o en votantes cautivos.
Claro, las cosas han cambiado (al menos de cierta manera). Sin embargo, aunque la fuerza de trabajo no esté necesariamente secuestrada en una hacienda o los terratenientes ya no (todos) monten caballos para mandar ejércitos de peones, es el clientelismo el que ha reproducido ese sistema de relaciones altamente personificado. Dice Medófilo Medina: “el autoritarismo tomó la forma de un intercambio paternalista asimétrico entre el gamonal o el líder político y su clientela” ¿Les suena de algo?
Sin embargo, lo que ha garantizado la permanencia de este modelo político personalizado y paternalista no es únicamente que su forma reciente, el clientelismo sirve como un intercambio de servicios por votos entre dos actores, uno de los cuales actúa desde posiciones de poder. Como señalaba al inicio, valdría la pena que nos fijáramos en las dimensiones simbólicas e incluso las afectivas de asuntos como este.
Sin duda, el clientelismo cumple funciones de integración al suministrar elementos de identificación. Nuevamente Medina: “Ese cometido lo realiza al costo de reproducir y recrear maneras de dependencia personal que conspiran contra la aclimatación de las formas más libres de socialización política”.
*Las citas de Medina y Guillem fueron tomadas de "Algunos elementos históricos de la cultura política de los colombianos", de Medófilo Medina el cual hace parte del libro Antonio Gramsci y la realidad colombiana (Foro Nacional por Colombia, 1991).