Colombia, que se precia de respetar el Derecho Internacional Humanitario y de humanizar la guerra—al menos esa es la imagen que ha vendido en el escenario mundial—, no tiene el más mínimo inconveniente en realizar bombardeos, a costa de la vida de seres humanos a quienes, para justificar sus acciones, asocia inmediatamente con la insurgencia armada. Justifican el lanzamiento de bombas que destrozan a quienes se encuentran en su área de impacto. Lo que no se dice: han muerto civiles, ajenos al alzamiento en armas.
Esta vergonzosa situación que por años se ha mantenido en voz baja salió a la luz en el marco de un debate político al ministro de la Defensa, Guillermo Botero, quien —con la mayor desfachatez— dijo desconocer que en el bombardeo del pasado 30 de agosto en San Vicente del Caguán, en el oriente colombiano, habían perecido siete menores de edad.
Horas después tanto el presidente Iván Duque como el propio ministro Botero dieron parte del éxito de la operación militar donde dieron de baja al disidente de las Farc, Gildardo Cucho y otros trece combatientes, ocultando la otra cara de la moneda: murieron desmembrados los adolescentes.
Solo ahora, tras la sesión de moción de censura, propuesta por el senador, Roy Barreras, debieron admitirlo, aunque buscando uno y mil artilugios para explicar lo ocurrido.
Avanzar bajo la premisa de “tierra arrasada” con la descarga de poderosas bombas, ha sido la estrategia del gobierno nacional. Efectiva, en su criterio, porque no deja vestigios de nada. Los casos son muchos: con las Farc en varias oportunidades, y el ELN.
Con esta práctica militar dieron de baja al mono Jojoy, en la Macarena, en el 2010 y al entonces comandante de la guerrilla, Alfonso Cano, el 4 de noviembre del 2011.
Para nadie es desconocido que en las áreas donde se desarrollan estas operaciones con explosivos, hay campesinos y no necesariamente, por morar en zonas rurales, son alzados en armas. Pero también son blanco de muertes tan brutales. La situación ha sido denunciada, pero todo sigue igual.
Basta recordar entre otros casos emblemáticos, cuando en junio del 2002 murieron dos niños (civiles, por cierto) en un bombardeo de aviones de las Fuerza Aérea contra una columna de la Farc en área rural del caserío Palmor, en la Sierra Nevada de Santa Marta.
Como dirigente sindical no puedo menos que estar indignado. Y creo que quien tenga sentido humano también. Aun cuando, por supuesto, pensar diferente en Colombia es muy peligroso, no se necesita ser proclive a ningún movimiento armado para cuestionar esta forma atroz, asumida desde comienzos del 2000, para acabar con las expresiones insurgentes.
El presidente Duque quien calificó el bombardeo del 3 de noviembre como una labor "estratégica, meticulosa e impecable", no puede desconocer que el campesinado se encuentra inmerso en el conflicto en áreas que son blanco de las operaciones. No de otra forma se explican las oleadas de desplazamientos que concentran decenas de familias en las ciudades, donde engrosan los cinturones de miseria.
Y no podría pasar por alto el hecho de que el senador, Álvaro Uribe Vélez, principal impulsor de la política de “tierra arrasada”, haya justificado este tipo de acciones. Mucho más cuando se supo, inmediatamente se produjo el operativo, que los cuerpos quedaron irreconocibles. Siete de ellos, adolescentes. Uribe simplemente los rotuló como peligrosos narcoterroristas, la etiqueta con la que enarboló sus acciones en los ocho años que gobernó el país para justificar las numerosas muertes, muchas de cuyas víctimas eran líderes sociales, sindicales, campesinos, indígenas y estudiantiles, entre otros.
Lamentable, entonces, que Colombia vuelva a aparecer en el escenario internacional con un hecho tan vergonzoso que reafirma la necesidad de revisar la violación a los derechos humanos y la urgencia de que se vaya el ministro de la defensa, Guillermo Botero, quien vive en las nubes, ajeno a la realidad del país.