¿Tiene que ser el doctorado una historia de terror?

¿Tiene que ser el doctorado una historia de terror?

"Oí todo tipo de historias de locura, fracasos y hasta suicidios; nadie había enloquecido o se había suicidado por pasión hacia lo que estaba investigando"

Por: Alejandra Hurtado Tarazona
enero 11, 2018
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¿Tiene que ser el doctorado una historia de terror?

Hace año y medio vine a México a hacer un doctorado. Llegué con muchas expectativas y todas las ganas de conocer un nuevo contexto académico, pues solo había estudiado en Colombia. Sabía que me enfrentaba a un gran reto, no solo por lo que implica irse del país donde uno siempre ha vivido, sino porque, como es sabido, el proyecto doctoral es largo y complejo. Pero energía no faltaba: no en vano llevaba dos años haciendo averiguaciones, exámenes, papeles y solicitudes. Luego de dos semanas de llegar e instalarme, entré a la inducción.

Fue grande mi sorpresa cuando en varias ocasiones, inmediatamente después del “bienvenidos”, los profesores dedicaban varios minutos a hablar sobre la cantidad de personas que no resistían este camino, o que se separaban de sus parejas, o que caían en fuertes episodios de depresión, porque el trabajo era demasiado y el tiempo poco. En el momento solo me parecieron bienvenidas fuera de tono, pero poco después me daría cuenta de los verdaderos efectos que esas palabras, que se siguieron repitiendo a lo largo del semestre, tendrían en mí. Comencé a preguntar sobre esto a otras personas que hicieron o estaban haciendo doctorados en diferentes partes del mundo, ¿de verdad era tan terrible?, ¿por qué venía a saberlo hasta ahora? El panorama no parecía muy diferente. Oí todo tipo de historias de locura, fracasos y hasta suicidios; nadie había enloquecido o se había suicidado por pasión hacia lo que estaba investigando, sino por presión, que bien ejercida tiene el poder de convertir al objeto de estudio en un martirizante compañero que no desaparece en las noches, ni domingos, ni festivos.

Mientras más oía, más entraba en un profundo estado de ansiedad y me iba convirtiendo en perfecta presa del síndrome del impostor: “si esto es así no voy a a ser capaz de hacerlo, cometí un grave error y ya estoy comprometida por cuatro años, esto será muy difícil y yo no soy lo suficientemente buena, esto no es para mí, no podré con estas exigencias, no quiero perder mi salud ni a mi pareja”. El hecho de tener antecedentes de episodios de ansiedad y de estar comenzando a adaptarme a una ciudad en donde no conocía absolutamente a nadie no ayudaba. Todo fue empeorando muy rápidamente. No podía relacionarme con mis compañeros porque tenía un constante nudo en la garganta; me despertaba con la sensación de estar lidiando un grave problema; sufría ataques de pánico; estaba tan estresada que en más de una ocasión olvidé leer (todo lo que veía en la página era ϢϠ/&(%&(Ϭϗϼ"). Tres semanas después estaba luchando contra el mareo y la somnolencia, producto de haber tenido que comenzar un tratamiento con duloxetina.

Estoy segura de que ni los profesores ni quienes me contaban otras historias de terror sabían el efecto de sus palabras y tal vez contaban con que estas me motivarían a esforzarme más o a sentir más orgullo al momento de lograr el gran reto; no dudo que también hay personas que sienten que se gradúan mejor si lo hacen con una vida destruida y han hecho de esto una bandera de su prestigio. Lejos de responsabilizar a alguien o hacer alguna acusación particular, con esta historia quiero resaltar que es realmente peligroso el hecho de que en muchos ámbitos doctorales esté tan arraigada, y de cierto modo naturalizada, la concepción de que el costo de lograr un grado académico es sacrificar el resto de la vida y, especialmente, la salud mental. Ya varios estudios han demostrado la correlación entre trastornos psicológicos y estudios doctorales [1], entonces ¿por qué en vez de tomarlo en serio y actuar al respecto esto se refuerza dentro de algunas universidades como si fuera un indicador de la excelencia académica de los programas?

Yo conté con la suerte de tener una gran red de apoyo constituida por mi pareja, familia y amigos, que no me soltaron nunca y me ayudaron a tomar distancia y poder ver el doctorado como lo que es: un programa de estudios que implica mucha dedicación y trabajo; no el fin del mundo. Conté con la suerte de no tener la presión de haberme endeudado con ninguna entidad, lo que me permitía considerar la opción de retirarme (la sola idea reducía mi ansiedad). Conté con la suerte de tener apoyo psicológico y, ya que en su momento no hubo de otra, de encontrar una medicina que me funcionó muy bien, me permitió salir de la crisis, estudiar y estar saludable al escribir esto. Pero no siempre es así, y las instituciones deben tomar parte de su responsabilidad en el asunto, pues no es solo cuestión de disciplina, autocontrol, o de ser buen estudiante.

Las instituciones deberían considerar como algo fundamental el bienestar psicológico de sus estudiantes, dando herramientas para afrontar la carga académica y el estilo de vida que implica un programa de este tipo, pero también, y como punto clave, dejando de replicar la lógica de “a mayor presión y sufrimiento personal, más calidad académica”. Hay a quienes dicha lógica parece no afectarles en absoluto; hay quienes —aceptando la lógica del neoliberalismo académico— están dispuestos a, literalmente, dar la vida por ser los profesores estrella de una prestigiosa universidad; hay quienes a partir de esto comienzan a sentirse estresados sin mayores consecuencias; pero hay otros que, si de plano tienen una tendencia a la ansiedad o a la depresión, cosa bastante común, esto los puede llevar a situaciones de sufrimiento extremo que el yoga, la buena alimentación, el buen dormir y la socialización no terminan de solucionar.

De aquel episodio aprendí que se puede vivir perfectamente sin doctorado, pero no sin salud mental; que sí se puede hacer un doctorado sin estar ansioso o deprimido; que a la gente le encanta asustar, y yo pagué la novatada y me enfermé del susto; que no asustar es otra forma de ayudar a quienes están vulnerables o ya están psicológicamente afectados por esa destructiva lógica académica; que sí ayuda hacer ejercicio, comer y dormir bien y verse con amigos, pero que algo más tiene que cambiar desde lo institucional; que cierto grado de escepticismo siempre viene bien; que nada es suficientemente bueno o importante para aceptar vivir entre la ansiedad y el llanto.

A veces esas sensaciones de angustia se asoman de nuevo. Guardo el archivo para hacer una pausa y tranquilizarme. Cierro el computador, y al bajar la tapa aparece mi polo a tierra. Never let schooling interfere with your education. Sabio, Twain.

[1] A continuación, algunos enlaces de artículos de investigación y divulgación al respecto. Sería de esperar que estos datos lleven a las universidades –precisamente los lugares donde este tipo de estudios se adelantan— a percatarse de la importancia de la situación:

 

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