Una de las grandes ausencias de la premiación de los Óscar en su edición 2022 fue la extraordinaria cinta del director estadounidense James Gray. Ambientada en 1980, la cinta describe, un aparte de la adolescencia del director en el New York de la guerra fría, escenario sobre el cual construye una historia en la que de manera sutil y precisa disecciona la sociedad norteamericana contemporánea, establece los linderos del profundo racismo que se arraiga en las familias liberales y demócratas, no obstante, predicar en público lo contrario, pero, sobre todo describe magistralmente el hálito del pensamiento más conservador y recalcitrante de la elite blanca estadounidense.
La feroz e inteligente crítica que hace Gray de la degradación de la vida y el sueño americano, es también una punzante reflexión sobre nuestra propia realidad, gracias a que los puntos de anclaje de la película están también insertos en el alma de nuestras propias realidades latinas. Gray desarrolla una puesta en escena que retrata la convención común de la familia tradicional, en la que el patriarca, un inmigrante judío ucraniano llegado a los Estados Unidos en plena segunda guerra mundial, es el farol moral, a la vez que la pieza de unidad de esta, no obstante, en la mesa todos coinciden en que el propósito de la vida es el éxito y la acumulación, el vertiginoso ascenso en la escala social, y, el desprenderse de su pasado europeo de persecución y genocidio, condición que, aun en Estados Unidos, permanece, aunque sutil y oculta, validada con el sólido ropaje de la corrección política.
Las oportunidades en las sociedades sometidas a la egida del neoliberalismo, que en ese momento marca su inicio con la elección de Ronald Reagan como presidente, y que en América Latina había tenido ya su sangriento laboratorio tras el golpe de Estado que se fraguó en contra de Salvador Allende en 1973 y el gobierno de la unidad nacional chilena, ha minado no solo los ámbitos de la economía y la educación, sino que ha insuflado un acervo ideológico individualista y competitivo que refuerza los peores y más negativos aspectos de la condición de las sociedades contemporáneas, el racismo, el clasismo, la violencia y el machismo, parecen en la cinta de Gray fenómenos asociados a la consolidación de un discurso nocivo en el que el éxito, la apariencia la acumulación son el propósito de la vida, por encima del arte o la ciencia.
Lo público y lo privado para describir las diferencias entre la educación a la que acceden los pobres y ricos en igual en Estados Unidos que en América Latina, y, así mismo, los esfuerzos sobrehumanos que hacen las familias para asegurar que sus hijos vayan a las escuelas más prestigiosas y por contera más onerosas económicamente, son una muestra de la destrucción paulatina del sistema educativo público y, por tanto, la posibilidad de ascenso social e igualdad que predicaba el modelo liberal de educación pública de la revolución industrial y francesa. Gray hace una película profunda, reflexiva e inteligente, pero no por ello menos contundente que otras obras de crítica social como “Don´t Look Up” de 2021 o “Borat” de 2020. Es una película recomendada para quienes aprecian en lo sutil lo profundamente contestatario.