Ahora lo recuerdo. La última vez que sentí tan inusual silencio en las ruidosas calles del centro de El Cairo fue precisamente el día en que el candidato de los Hermanos Musulmanes Mohammed Morsi se posesionó como presidente. Las mismas calles vacías, los mismos negocios cerrados, la misma sensación de extrañeza. Sólo que hace un año el tenso silencio cargaba una nota de esperanza, de ingenua expectativa por ser el primer presidente elegido democráticamente en la historia del país, y de vigilante incertidumbre por ser la primera vez que un islamista llegaba al poder.
Recuerdo que el silencio duró poco, roto por las enérgicas celebraciones de nuevos y viejos simpatizantes, que meneaban las caderas bailando sobre los carros, agitaban banderas desde sus motos, tocaban la tabla en plena calle o componían improvisadas melodías con los pitos de sus vehículos. La mañana del pasado 30 de junio, cuando el mismo tenso silencio volvió a inundar las calles como una neblina espesa, la tímida esperanza volvió a aparecer, pero esta vez iba extrañamente acompañada de apocalíptico temor y cínico escepticismo.
Temor porque los arrebatos autoritarios del presidente y la incuestionable incompetencia de su gobierno llevaban al país a un seguro descalabro económico y político, y a la gente a un desplome de sus nervios y su moral. Entre las perlitas autoritarias de su gobierno, recuerdo especialmente un decreto que lo ubicaba por encima de la ley al darle un carácter inapelable a sus decisiones (algo que ni Mubarak se atrevió a hacer), o sus esfuerzos por redactar una constitución basada en la Sharia o ley islámica, contrariando la voluntad popular y de paso echándose encima al poder judicial. Escepticismo porque pocos imaginaron que la convocatoria hecha por los hasta ahora ineficaces grupos de oposición unidos en el NSF, el Frente de Salvación Nacional, y el entonces desconocido colectivo Tamarod -“Rebelde”- fuera a movilizar las mayores manifestaciones de la historia de Egipto, tras recoger unas 14 millones de firmas para derrocar al presidente.
Y es que es normal dejar de sorprenderse luego de dos años y medio de marchas semanales motivadas por cuanta reivindicación se le pueda ocurrir a uno. De periodistas exigiendo libertad de prensa a conductores de microbuses pidiendo rebajas en los precios del gas; de mujeres -y algunos hombres- protestando por el endémico acoso sexual, a policías peleando por su islámico derecho a dejarse la barba. Viviendo a pocas cuadras de la plaza Tahrir, las protestas se volvieron tan rutinarias y predecibles como los llamados a oración hechos desde las mezquitas cinco veces al día. Hasta el pasado 30 de junio, claro.
Ese día mi esposo y yo salimos temprano del centro hacia el más tranquilo barrio de Mohandiseen, al otro lado del Nilo. Yo en un autorecetado exilio en casa de amigos, él para alcanzar algunas de las marchas que salían desde allí hasta Tahrir. En los tiempos de la revolución del 2011 participé varias veces en estas masivas convocatorias, pues pese a los riesgos era irresistible la energía colectiva, el sentido de injusticia social, la curiosidad antropológica y, para qué negarlo, la pura y simple necesidad de caminar tras días y días de encierro revolucionario. Esta vez, sin embargo, los cada vez más frecuentes y aterradores ataques sexuales a mujeres durante las mil y una manifestaciones de los últimos meses me convencieron de no participar. Pero no fue solo eso. Un conocido tufillo de hipocresía flotaba por el aire (y por los medios) desde semanas y meses antes de la anticipada fecha. Mientras la Hermandad, luego de haber prometido un gobierno inclusivo calificaba de conspirador o incluso “apóstata que debía ser asesinado” a todo el que se le opusiera, los así llamados liberales democráticos tampoco eran muy diferentes, no desperdiciando oportunidad para atacarlos por todos los flancos, denunciando en tono apocalíptico la “Hermanización” del Estado al tiempo que le cerraban todas las puertas al diálogo y la colaboración con otros sectores políticos. Tal vez será mi cinismo “a la colombiana”, cultivado tras ocho años de maquiavelismo uribista, que me ha enseñado a desconfiar de esos apasionados discursos de buenos muy buenos y malos muy malos, vengan de donde vengan.
En cualquier caso, lo cierto es que ese día la gente salió a la calle como nunca antes lo había hecho. No sé si fueron los 33 millones que aseguraron el ejército y algunos medios, pero es indudable que muchos lo hicieron por primera vez, como los padres de mi amiga Inji, musulmanes de clase media que durante la revolución del 2011 sólo les faltó amarrarla a la pata de la mesa para que no saliera; o mi taxista Arian y su familia, cristianos coptos que nunca se habían metido en política pero que como tantos otros salieron a protestar ante la crisis económica y, especialmente en su caso, las recientes amenazas sectarias contra las minorías cristianas y chiitas hechas por miembros del mismo gobierno.
Todo normal, pensé mientras caminaba a casa de Inji al ver los grupos de gente que se congregaban en las esquinas. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños con banderas, carros pitando, ambiente de fiesta. Impresionante pero todo bien, pensé más tarde frente a la tele al ver las miles de personas atascadas en los puentes queriendo llegar hasta Tahrir. Un par de horas después alguien avisó a mi amiga que la gasolina había vuelto a la ciudad. Qué casualidad, pensé entonces, que justo hoy se hubiera acabado la crisis luego de semanas de escasez y largas filas en las estaciones de todo el país. Por cierto, lo mismo pasaría con los cortes de energía, que por meses –y casi a diario- habían alimentado el inconformismo de la gente, y que desde ese día desaparecieron milagrosamente. Si las cosas hubieran llegado hasta allí mis sospechas habrían sido infundadas, pero la siguiente imagen en la tele no daba lugar a dudas. Una larga y blanca fila de uniformados policías se abría paso entre los miles de manifestantes reunidos en la plaza, pero en vez de ser atacados eran aclamados como si fueran jugadores de beisbol que regresaban al país luego de haber ganado el campeonato de las Grandes Ligas. Antes de que me acusen de anarquista, debo aclarar que la policía fue sacada a la fuerza durante los días de la revolución y que por más de dos años había desaparecido casi por completo de las calles, salvo cuando salía a tirar gases lacrimógenos a los manifestantes y a veces hasta balas reales. Algo andaba mal, definitivamente.
Los eventos de los próximos días sólo confirmarían mis temores. Al día siguiente, cuando en Tahrir se prendía la fiesta “revolucionaria” con helicópteros militares que sobrevolaban la plaza, iluminados con frenéticas luces láser cual chica guapa en discoteca, el general y ministro de defensa Abdul Fattah Al-Sisi hizo el anuncio que cambiaría todo: el ejército daba 48 horas al presidente Morsi y sus oponentes para resolver la crisis o se vería obligado a intervenir. La euforia no se hizo esperar. De los helicópteros cayeron miles de banderas y los participantes, como adolescentes embriagados, terminaron declarando su amor a los militares gritando el ya trillado eslogan: “el ejército y el pueblo son una sola mano”. Cumplido el plazo, el general Al-Sisi, a quien por cierto solo conocíamos por su escandalosa defensa de los “test de virginidad” de militares a mujeres manifestantes durante las protestas del 2011, en un Orwelliano reverso de su imagen pública aparecía como el nuevo líder carismático que llevaría al país a la verdadera democracia al anunciar que Morsi no iba más y su polémica constitución quedaba suspendida. Pero como bien dijo un amigo mientras tomaba una cerveza en Lotus, el único bar abierto del centro esos días, el problema es que “entre más grande la fiesta, peor el guayabo…”
Y el guayabo no tardó en llegar. Ese mismo día 16 seguidores de Morsi fueron asesinados por “hombres armados desconocidos” en una manifestación de apoyo en El Cairo. Al día siguiente nos despertamos con la noticia de que el ejército había empezado a arrestar oficiales del gobierno sin justificación legal aparente. Después escuchamos que sus canales de televisión habían sido cancelados y varios periodistas encarcelados. Más tarde supimos que el mismo Morsi se hallaba detenido en una ubicación “no especificada”. Al mismo tiempo que todo esto ocurría, en un típico ejemplo del kitsch egipcio, veíamos desde el balcón cómo aviones militares F-16 adornaban el cielo con las estelas rojas, negras y blancas de la bandera nacional, trazando el contorno de un enorme corazón.
Entre más pasaban los días, mayor era la sensación de pesadilla surrealista. Mi autoexilio se prolongaba en tanto las rutas para volver a casa se hallaban bloqueadas por enfrentamientos armados entre manifestantes de ambos bandos. En la madrugada del 8 de julio, un día antes del inicio del Ramadán, el mes sagrado musulmán, 51 seguidores de Morsi asentados frente al cuartel general de la Guardia Republicana fueron asesinados por fuerzas de seguridad mientras hacían el fayr, la primera oración del día. Pero ni siquiera eso logró amilanarlos, y los seguidores del ex presidente continuaron sus protestas envalentonados con su autodestructiva retórica de mártires. Era el mundo al revés. Mientras los islamistas exigían respeto a la democracia (aún cuando por democracia sólo entiendan legitimidad electoral), los liberales (llámense revolucionarios, demócratas, socialistas, nasseristas -añada aquí orientación política de su predilección-) manifestaban abiertamente su apoyo a la intervención armada del ejército en plena plaza Tahrir, el mismo lugar donde cientos de ellos dieron la vida confrontándolos hace dos años y medio.
Recuerdo una ocasión durante la revolución en que estando la plaza a tope, Mubarak mandó sus aviones cazadores a volar bajito sobre los edificios que la rodean, en un obvio esfuerzo por amedrentar a los manifestantes. Sin pensarlo me tiré al piso y temblando de pavor levanté la vista para ver a los valientes egipcios, de pie, chiflando a los aviones mientras les enseñaban las suelas de sus zapatos (lo que en lenguaje verbal árabe significa “vete al carajo”). No pude evitar hacer la comparación cuando esta vez, durante una de las multitudinarias manifestaciones de los “revolucionarios” en Tahrir, el ensordecedor vuelo de los F-16 se confundía con la histeria colectiva que despertaban, volando tan bajo que parecían estar en una competencia por los mayores aplausos. Simultáneamente, a pocos metros de allí, la banda de vientos del ejército tocaba canciones nacionalistas en un improvisado escenario ubicado a la entrada de la calle Mohammed Mahmoud, la misma calle donde tantos jóvenes perdieron la vida a manos de fuerzas de seguridad en noviembre de 2011, precisamente durante el primer período de transición liderado por los militares.
Tales manipulaciones, digo, manifestaciones revolucionarias no serían tan graves si no estuvieran acompañadas por una progresiva retórica terrorista, que empezó con discusiones semánticas y logos en las pantallas de canales privados de televisión y la prensa “independiente” que aseguraban insistentemente que lo del 30 de junio no había sido un golpe militar sino una revolución popular. De allí se pasó a la paulatina deshumanización de los miembros y seguidores de la Hermandad Musulmana, presentados ya no sólo como lunáticos miembros de una secta religiosa, sino como terroristas asociados a intereses de Hamas y de otros peligrosos grupos foráneos. Entre estos extranjeros estaban incluso Obama y su gobierno, por no apoyar abiertamente su causa revolucionaria. Una vez vimos a un grupo de manifestantes sosteniendo una pancarta en la que exigían a un Obama de look hitleriano dejar de apoyar a terroristas, y luego cantar la consigna “Obama, cobarde, cliente de los americanos”. Divertidas teorías de conspiración aparte, estas estrategias han sido muy eficientes para crear un “otro” separado del resto de la población que debe ser temido y odiado. Una vez construido el enemigo, al ejército le fue fácil pedirle a la gente salir a las calles para autorizarlos a “combatir el terrorismo”. No es casualidad, entonces, que un día después del famoso discurso de Al-Sisi, una nueva masacre a seguidores de Morsi por fuerzas de seguridad dejara al menos 120 muertos y salvo contadas excepciones nadie se mosqueara.
Cuando familiares y conocidos me preguntan en qué creo que va a parar todo esto, no es mucho lo que puedo decir. Probablemente las medidas represivas contra los seguidores de Morsi continuarán, en el mejor de los casos sin demasiados muertos y con un trato final entre los líderes de la Hermandad y el ejército. La “democracia” egipcia avanzará, con Al-Sisi como presidente o algún civil puesto por él. No sé qué pasará, pero cuando pienso en el futuro de Egipto, irremediablemente me viene a la mente esa frase de George Orwell: “no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución, se hace una revolución para establecer una dictadura”.