Nunca un asesinato en masa había tenido la difusión, en tiempo real, que obtuvo la masacre de 50 fieles musulmanes en dos mezquitas en Christchurch, Nueva Zelandia.
La revolución digital rompió la forma en que nos relacionamos. Con las redes sociales y el internet móvil, el salto profundo se sintetiza en la ubicuidad: la posibilidad de comunicarnos dónde, cuándo y cómo lo deseemos. Cualquiera puede hacerlo, contando con la conectividad y el dispositivo, un teléfono inteligente. Las consecuencias, a través de plataformas, las conocemos con el nombre de Uber, Airbnb, los cursos masivos en línea en cualquier disciplina, las compras por internet en Amazon y Alibaba, entre muchas. También para presenciar atrocidades.
El crecimiento exponencial de la capacidad computacional, el ancho de banda que se multiplica anualmente, la afiliación a las redes de miles de millones de personas, hace de la ubicuidad un recurso de rendimientos sin par en nuestras comunicaciones.
La ubicuidad coloca el proselitismo político en dimensiones inimaginables diez años atrás. Campañas presenciales son sustituidas por el mensaje directo de los líderes con sus bases. Trump, con 59 millones de seguidores, no tiene que pedirle permiso a la prensa para que publiquen sus opiniones y decisiones; bastan, para él los tuiterazos. Obama, con 105 millones de seguidores en Twitter, jugará un papel de primera línea en orientando las huestes demócratas en 2020.
Al revés, también: los individuos pueden darse a conocer sin intermediarios y difundir sus ideas y actos, multiplicando el impacto de lo que podría ser apenas hechos de carácter local.
Es lo que ha hecho un asesino australiano de 28 años, supremacista blanco, en la ciudad neozelandesa de Christchurch, que significa iglesia de Cristo, en dos mezquitas. En vivo y en directo, con cámara adherida a su casco de cruzado criminal, mató a 50 musulmanes que asistían a sus oficios religiosos. El video, en Facebook, duró 17 minutos y, a pesar de que la red lo desmontó posteriormente, la viralidad en YouTube y Twitter fue tal que sigue disponible en redes; decenas de millones, si no centenares, lo han visto en todo el mundo. El acto fue precedido de la publicación de un manifiesto supremacista que, entre otras, considera a Trump como un líder que guía el camino de las reivindicaciones blancas.
Brutal el hecho como tal y espantosas las reacciones que configuran una tendencia global, particularmente en países de alto ingreso, tanto Estados Unidos como en Europa, aunque por estos lares, de alto mestizaje, hay ecos un tanto ridículos. Seguidores del supremacismo aplauden al asesino en contra de las comunidades que consideran advenedizas y peligrosas.
Espantosas las reacciones que configuran una tendencia global,
particularmente en países de alto ingreso
aunque por estos lares, de alto mestizaje, hay ecos un tanto ridículos
La pauta institucional del supremacismo después de la masacre de Christchurch la da un comunicado de un senador australiano de Queensland, Fraser Anning: a pesar de que, dice, la masacre no es justificable, la verdad es que la comunidad tiene miedo de la presencia de musulmanes en su territorio. La culpa del baño de sangre recae en las políticas de inmigración que permiten el ingreso de fanáticos musulmanes a Nueva Zelandia. El Islam, en su conjunto, según el honorable Anning, es una religión que promueve la violencia, fruto de un déspota del siglo VI. Remata la declaración con el soporte de San Mateo: “…los que empuñen la espada morirán por le espada”, la versión cristiana del ojo por ojo.
Antiinmigrantes complacientes con la masacre los hay en todo el mundo, con un denominador aterrador, viniendo de la llamada cultura occidental: la defensa de los valores cristianos.
A Trump le parece que los grupos del supremacismo blanco son minúsculos, inofensivos.
ISIS, extremismo musulmán que no representa los valores ni la historia del pueblo musulmán, explotó, como nunca antes nadie, las redes sociales y el mundo vio, estupefacto, los decapitamientos en Siria e Irak. La matanza de Nueva Zelandia es, de alguna manera, el espejo de ISIS tanto en la salvajada como en el ingrediente comunicacional: el acto fue planeado garantizando máxima viralidad.
En la línea del supremacismo caben, en potencia, víctimas de amplio espectro: musulmanes, judíos, población afro, hispanos, comunidades LGTB (estos, por supuesto, por no encajar en los llamados valores cristianos familiares) y los que se pueda considerar comunista.
El supremacismo, en cualquiera de sus expresiones, debe ser rechazado. Lo que ocurrió en NZ es terrorismo de derecha, tan salvaje como el de ISIS y tantas otras formas que siegan la vida de personas inocentes.