Noam Chomsky es poco conocido por estos lados. En algunas universidades se leen varios de sus textos, aunque principalmente aquellos en los que desarrolla sus planteamientos sobre la gramática generativa transformacional, y esto en programas académicos que tienen que ver con lingüística y lenguas modernas, a veces con literatura y comunicación.
Poco se le conoce en su calidad de intelectual analítico y crítico que opina y escribe sobre temas políticos de los Estados Unidos e internacionales. En muchos medios masivos de su país se le considera "incómodo", tanto como lo sienten algunos académicos que antes de debatir sus propuestas teóricas le ponen etiquetas descalificadoras.
Sin embargo, valdría la pena que muchos en nuestras latitudes nos acercáramos a sus escritos, buena parte de los cuales se encuentran con facilidad en internet.
Chomsky es uno de los pocos intelectuales que se atrevió a denunciar las guerras y los golpes de estado que han promovido las grandes potencias del mundo en contra de países de Asia, Africa, América Latina y hasta del territorio europeo después del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Aquí no entraré en detalles sobre sus escritos, confiando en que quienes leen esta nota son personas inquietas y algo desconfiadas con respecto a las grandes empresas "informadoras" del planeta.
El tema que me mueve a compartir este texto es hacer una reflexión sobre el tan mentado por años concepto de terrorismo (que reaparece, además, en tiempos electorales).
Sabemos que los criollos que crearon la República se enfrascaron en luchas para dirimir sus ideas acerca de si la nueva nación de la esquina noroccidental de América del Sur se organizaba como una unión de estados o como un estado centralizado, o para establecer si el desarrollo de la joven república se resolvía con arreglo a una mentalidad feudal o incorporándose a las corrientes progresistas que nacieron con la Revolución Industrial en la Inglaterra de finales del siglo XVIII.
Sabemos que esas luchas no las libraron los ideólogos del federalismo o el centralismo, ni los impulsores de la industrialización o los terratenientes, ni los dirigentes de los partidos liberal o conservador: siempre la "carne de cañón" han sido aquellos en nombre de los cuales se plantearon los debates, jamás beneficiarios de los triunfos de uno u otro bando.
En Colombia se habla de muchas "violencias" pero no se tiene en cuenta que siempre ha habido violencia, la que han promovido quienes se han presentado como dirigentes, como gobernantes, como administradores, como dueños del país.
¿No fue un acto terrorista el intento de asesinato de Bolívar en septiembre de 1828? ¿No fue un acto de terrorismo el asesinato de Córdova, por el comandante irlandés Ruperto Hand, en octubre de 1929? ¿O el de Sucre, fraguado en Bogotá, en julio de 1830? ¿O la conspiración contra Santander en 1833? Las guerras civiles que "animaron" las discusiones sobre el destino del país, ¿no fueron acciones de terrorismo?
Del siglo XX se puede decir más. Pero, para comenzar, cito a Jorge Orlando Melo:
"El colombiano de hace cien años tenía al menos una razón para sentirse tranquilo: el fin de una larga guerra civil. Pero en general la vida de ese colombiano típico no era fácil: un campesino analfabeto, cuya esposa, que trabajaba sin descanso en el hogar y la parcelita familiar, había dado a luz seis hijos, que vivirían en promedio menos de 30 años.
Muy religioso, sabía del mundo exterior lo que oía decir al cura o a algún rico del pueblo, que hablaba del Papa y de los pecados de París. Los conflictos políticos podían haberlo convertido en un apasionado conservador que veía en los liberales a los promotores de la impiedad, o en un liberal que miraba con ironía y escepticismo el papel de la iglesia; en ambos casos la política era una especie de contrato de adhesión con los dirigentes locales, que no ofrecían a sus seguidores más que algo de protección y de amistad paternal.
Pocos impuestos pagaba y pocos servicios recibía: unas cuantas escuelas, caminos y ferrocarriles, eran todo lo que el Estado entregaba. Aunque hablar de un colombiano típico es abusivo: las diferencias regionales eran grandes, y sin las guerras civiles y algunos procesos de colonización, pocos colombianos habrían salido nunca de su departamento natal.
Las cifras son claras: en la primera década del siglo XX, de los cuatro millones de colombianos solo el 12% vivía en ciudades de más de 10.000 habitantes. El analfabetismo superaba el 75 % y solo uno de cada 6 niños iba a la escuela.
Las epidemias amenazaban a los menores, y el tifo, la viruela o las enfermedades gastrointestinales mataban a uno de cada seis niños antes de cumplir un año.
Los médicos solo existían para la minoría que podía pagarlos: para las enfermedades había que resignarse a infusiones de hierbas u otras formas de medicina alternativa y casera. Apenas uno de cada 50 colombianos terminaba secundaria, y uno de cada 200 la universidad: para ser campesino o peón urbano no era necesario saber leer y escribir.
El país tenía teléfonos en cuatro ciudades grandes, luz eléctrica, y una red de telégrafos que permitía mandar mensajes, en código Morse y ahorrando palabras, a 600 municipios.
Y para moverse, ahí estaban las mulas, pero sobre todo las piernas: los caballos eran de los ricos, y los trenes que salían de Bogotá o Medellín no llegaban todavía al río Magdalena. En el país había dos o tres automóviles, que no podían alejarse mucho: el viaje del general Rafael Reyes, presidente de la República, de Bogotá a Santa Rosa de Viterbo, su pueblo natal, en 1909, fue visto como una hazaña nacional.
Las mujeres estaban, en teoría, en el hogar: sin derechos políticos, debían someterse, según la ley, a la autoridad del marido, vivir donde este decidiera, entregar todos los bienes a su administración.
En la práctica muchas tenían pequeños negocios, hacían artesanías o sembraban la tierra, y vivían con independencia o lograban el respeto o el trato igualitario por parte su pareja.
Pero si recibían un salario, era casi con seguridad por trabajar en el servicio doméstico, que incluía con frecuencia obligaciones sexuales, y muchas tenían que someterse a las violencias y humillaciones que les propinaban sus compañeros o maridos.
Ninguna mujer estudiaba bachillerato, ninguna era profesional: lo más cercano a esto eran las maestras, que llevaban algo de educación a las zonas rurales, o las monjas, que atendían en orfanatos o asilos.
La vida sexual era más o menos libre en algunos sectores populares y regiones del país, aunque siempre sometida a la maldición del embarazo frecuente.
Pero las mujeres de clase alta o media, o las de regiones donde la iglesia había impuesto sus normas, que podían disfrutar de ciertos nichos de independencia en sus hogares o su vida social, estaban sometidas a obligaciones de fidelidad y ascetismo que no cobijaban a sus maridos".
Lo que puede establecerse a partir de esta caracterización de la sociedad colombiana de comienzos del siglo XX al compararla con la situación en los primeros años del XXI es que aquí poco ha cambiado.
Obviamente, no se habla de apariencias, que en ellas se suelen apoyar quienes reclaman para sí protagonismo por los "grandes avances" que el país ha experimentado.
La mayoría de nuestra población sigue careciendo de lo elemental (educación, vivienda, salud, servicios básicos, buenos empleos), y seguramente tiene derecho a esperar más.
Sin embargo, los terroristas no han sido jamás mayoría: antes bien, si se hiciera un cálculo sobre el porcentaje de terroristas que hay en Colombia estaríamos hablando de menos del 0.5 % de la población (estoy asumiendo que hay 50 millones de habitantes en el país, y que hay 20 mil terroristas, incluyendo las mafias de políticos, empresarios y terratenientes).
El terrorismo siempre será la expresión de una minoría. Si no lo fuera, entonces no tendría sentido ser terrorista, pues las mayorías podrían participar en debates electorales y crearse espacios propios para participar activa y decisoriamente en múltiples escenarios.
De hecho, no se necesita crear un frente contra el terrorismo [en caso de querer crearlo] pues es evidente, claro e incontrovertible que la mayoría de los colombianos condena todo tipo de acción terrorista. El frente existe sin que se cree.
En ese caso, si se quiere crear un frente "formal", con ropaje y estructura de partido político, entonces puede pensarse que quienes impulsan tal idea lo que hacen es darle importancia a la minoría terrorista, legitimarla, convertirla en antagonista político. Y eso huele mal. ¿Qué interés puede animar a un grupo de políticos para darle estatus político a los terroristas de todos los pelambres?
Obviamente, los terroristas razonan poco o lo hacen mal, igual que quienes crean frentes contra el terrorismo: aquellos se creen el cuento de que sus enemigos son quienes les hacen caso, y entonces terminan por hacerles el juego a éstos, igual que le hacen el juego al terrorismo quienes crean frentes o partidos anti-terroristas: por algo se dice que los extremos se encuentran, o que los polos opuestos se atraen.
(Continúa)