Territorios de impunidad

Territorios de impunidad

En este país los más pobres y olvidados son empujados a seguir la ruta de ser víctimas o convertirse en victimarios

Por: Manuel Humberto Restrepo Dominguez
octubre 02, 2020
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Territorios de impunidad
Foto: PxHere

En los llamados territorios de impunidad, reconocibles por estar aislados de los centros urbanos, no contar con redes, carreteras, ni medios suficientes para suplir necesidades básicas, pero sí con retenes y movilización de tropas que con su sola presencia de ocupación propician temores sobre posibles castigos colectivos, se disputa la historia y la verdad. Hace tiempo el Estado da muestras de haber perdido el respeto por la vida de sus habitantes y, por ende, sus derechos. En ellos los despachos de justicia son precarios y débiles, y derechos como el de la memoria, la tranquilidad, la libre movilización, la intimidad, la asociación, la expresión o la reunión son vistos con sospecha y reprimidos.

Allí la tragedia de cuerpos destruidos, vínculos sociales rotos y esperanzas desgastadas se padece a diario. Sus nativos habitantes persisten, en contra de las acciones del Estado, en mantener cosmovisiones propias y asegurar la conexión entre naturaleza y cultura, acosada por el capital que quiere volverlo todo riqueza personal, con irreparables daños y víctimas. Además, en los territorios la justicia penal no pasa por tribunales independientes, sino por la autoridad de los determinadores del crimen, que acostumbraron a la gente a tener presente la muerte todo el tiempo, a enterrar a los muertos de la violencia sin alboroto y en silencio, a hacerles creer que hay un genocidio imparable del que nadie está exento, aunque se trate de escapar acudiendo —con total desigualdad de tratamiento jurídico— a tribunales. Saben que para ellos la ley es negada y que los pactos y acuerdos suscritos miles de veces seguirán siendo traicionados.

Como en ningún otro lugar del mundo, en los territorios de Colombia de manera sistemática ocurren masacres, convertidas en espectáculo, en asunto mediático y en broma de mal gusto —editada por el gobierno y los funcionarios que tergiversan las palabras y hacen trizas los sentidos, como lo hicieron con la letra del acuerdo de paz—. Al cambiar los sentidos, el beneficio es para los criminales en clara muestra de desprecio por las víctimas indefensas y revictimizadas en los territorios. Las vivencias, costumbres, derechos y culturas propias tejidas con solidaridad y luchas de vida y dignidad para los poderosos no existen y no tienen valor alguno. El Estado se niega a promover de manera efectiva el esclarecimiento de los repetidos hechos de violación masiva de derechos y la comisión de crímenes de lesa humanidad, también a sancionar a los responsables y reparar colectiva e individualmente justamente.

Los territorios son parte del imaginario de algo lejano y aislado. Chocó, Urabá, sur del país y demás lugares del país que cuentan electoralmente para las élites, pero no para atender sus demandas. Es por lo menos pensable que para las élites ellos son solo riquezas a explotar y depósitos de víctimas, en los que agentes del estado, civiles y armados, completan el desprecio, como siguiendo a la letra el proyecto de refundación de la patria, originado por el partido en el poder. La ley de víctimas (1448 de 2011), los pactos de derechos, las declaraciones, la constitución, la ética, los llamados de organismos internacionales, son letra muerta y voces en el viento, el estado actúa a través de unas fuerzas armadas que creen ciegamente que ellas son la ley, y que donde estén pueden aplicar a su arbitrio una justicia militar propia, por eso ejecutan extrajudicialmente, hacen alianzas, causan daño, se ponen por fuera de la ley al ser participes de violentar derechos colectivos y cometer violación grave y manifiesta de los derechos individuales de los miembros de los colectivos, lo que sumado al desinterés institucional fortalece la continuidad de la barbarie y favorece la sistemática impunidad.

Los hombres y mujeres comunes y corrientes de los territorios, habitantes ancestrales, indígenas originarios, afro y campesinos, no son reconocidos como sujetos políticos, son tratados como usurpadores, calificados de ignorantes o bandidos. Las imágenes son siempre las mismas: la gente se toma una finca para liberar la tierra o corta una carretera, el presidente o un ministro usa los medios para señalar, sin la prudencia del estadista, que detrás empujan las guerrillas, los narcotraficantes o los bandidos, enseguida llega la fuerza militar o policial de choque, después pasan los helicópteros lanzando bombas y panfletos y al final, solo al final, algún funcionario, por fuera de contexto, ofrece una entrevista para indicar que investigarán exhaustivamente los asesinatos allí cometidos, porque siempre quedan los muertos seleccionados de entre los habitantes de esos territorios. Es la historia que se repite con lógicas de discriminación que no cambian, aunque cambien los tiempos. Son víctimas fáciles de la espiral de violencia que el estado niega, para ocultar a los responsables políticos y a los determinadores del crimen, bajo la premisa de que todo ocurre como efecto de vendettas entre bandas de narcotraficantes que disputan rutas del negocio y cambia de tema.

La vida en el territorio se puede derrumbar en instantes, cada minuto es incierto. Las víctimas ganaron con el 98% la votación en contra de la guerra y en favor de implementar los acuerdos de paz, pero ese voto parece maldito. En lugar de traerles garantías y recursos efectivos de reparación y no repetición, todos consagrados en la mayoría de instrumentos de derechos universales y regionales de derechos humanos y reconocidos como principios del derecho internacional, ese voto fue su boleto de entrada a la revictimización, revitalizada con una sevicia aun mayor a la ya padecida. La anterior alentada por los ganadores del no, que prefirieron la guerra, hicieron caso omiso de las reglas y normas imperativas, se hicieron al gobierno y ejecutan el poder para traer de vuelta la violencia despiadada, que utiliza la tortura, la desaparición forzada, la violación, la desmembración y los tratos inhumanos y degradantes que empujan a los más pobres y olvidados a seguir la ruta de ser víctimas o convertirse en victimarios. Así es la barbarie provocada por las masacres negadas, que el Estado desprecia en beneficio de convertir todo a su paso en territorios de impunidad.

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