Para el mundo es un sábado cualquiera, para mí no lo es. La noche se siente distinta, tiene aroma a fútbol. Hoy hay fecha futbolística, hoy se juega una final. En mi apartamento, con las luces apagadas y todo en un total silencio, aprovecho mi soledad. Con todo preparado, enciendo mi consola y televisor. La única luz que se refleja es la de la pantalla anunciándome que todo está listo: hoy no se pasa un tiempo de ocio cualquiera, no es un simple cotejo y ya. No, hoy se juega una final.
Frente a mí se refleja un mundo, ese que muchos hombres conocemos, ese que nos distrae de la realidad, específicamente de esa futbolística; llena de alegrías, frustraciones, sinsabores e injusticias. Hablo del mundo de los videojuegos futbolísticos, pero específicamente de un submundo llamado modo carrera: ese modo que nos permite simular de manera muy satisfactoria todas las emociones del fútbol. Allí somos los directores técnicos, a quienes en la vida real les exigiríamos resultados y acciones, pero que aquí, como protagonistas, si lo hacemos bien, podemos obtener las respuestas merecidas. Allí nos preparamos para afrontar cada partido como la realidad misma: sin vuelta atrás. Claro, si se juega como debe jugarse: sin repetir partidos, con una dificultad digna de reto y disfrutando este modo como el fútbol mismo... goles, victorias y más goles.
Con las ansias a flor de piel, agarro mi mando. La final que juego es importante: Copa Libertadores. Me ha sido esquiva durante mucho tiempo, sin importar los equipos y los tiempos, pero hoy siento que por fin conquistaré. Le he dedicado esfuerzo y concentración a cada partido, cada estrategia, cada compra o venta de jugadores que integran mi plantilla y a cada gestión de mi equipo en general. Muchas veces en distintos escenarios el titulo me ha sido esquivo. He llegado a octavos, cuartos, semifinales e incluso he perdido finales, que han dejado un sinsabor, que, aunque con un impacto moderado, igual se vive con pasión. He tenido también temporadas en que las cosas no han salido bien y no he podido ni siquiera clasificarme en la disputa de este título.
Esperando que esta vez sea diferente, el Once Caldas es el equipo con el que llego a la final. Llevo varias temporadas con este equipo. Con él he ganado la Liga una que otra temporada, la Copa Sudamericana y uno que otro torneo. Todos estos triunfos me han servido para sincronizar el equipo y hacerlo más competitivo, precisamente para este torneo y sobre todo para esta instancia. Mi plantilla está lista. Como un crisol de razas, mis jugadores provienen de ligas exóticas y de países lejanos. Todos han sido adquiridos por montos aceptables para un club de finanzas moderadas. Todos tienen potencial de integrar un gran equipo.
Mi alineación será un 4-5-1 que me permitirá imponer mi fútbol vertical, lanzando balones al área en busca de la contundencia de García, mi delantero estrella. Frente a mí, un gran rival: River Plate (que por temas de derechos tiene un seudónimo en este juego, pero que cuyo nivel competitivamente es igual). Este es un equipo muy competitivo, con un ataque y una defensa bien equilibradas. Por un lado, está Borré, un atacante conocido, que puede cambiar el destino del partido solo con una oportunidad. Por otro lado, una computadora, que es capaz de anticipar todos mis movimientos y utilizarlos en mi contra casi instantáneamente.
El juego inicia bajo una concentración férrea del balón. El ambiente de las gradas está bien diseñado, me transporta y me hace sentir uno con la fanaticada. Cada tiro y cada pase están bien ambientados. Los minutos del partido, que realmente son pocos, se viven con mucha intensidad. Transcurre el juego y abro el marcador con García: un pelotazo cruzado por mi extremo, Camacho, al segundo palo da sus frutos. Un cabezazo bien ejecutado me hace olvidar de mis problemas y cantar el gol. 1-0, River Plate arremete. Sufro en la defensa. Mi alineación permite abrir el campo y River lo aprovecha con sus pases rápidos y jugadores de calidad.
Me filtran un balón y anotan el tanto del empate. 1-1. No me desespero, mantengo la fidelidad a mi juego: pases largos, buscando los extremos para lanzar centros al área o para desequilibrar las marcas y penetrar por adentro en busca de filtrar algún balón. Nuevamente da resultados. Estamos arriba en el marcador, 2-1. En minutos, empiezan a caer goles de lado y lado. Nos empatan, 2-2, y luego de unos minutos se ponen arriba en el mercador, 3-2. Nos vamos al entretiempo. Reviso mi alineación y analizo mi estrategia. La energía de los jugadores está bien, mantengo mi formación 4-5-1, reconociendo que mi enfoque sigue siendo el ataque y no el equilibrio. No me interesa si me anota 1 o 2 goles más, si al final puedo anotarle 3 o 4.
Regresamos, al final no hay cambios en ningún bando. Con las ansias y la emoción, empieza la danza de mis dedos con los botones. Estoy nervioso, pero a la vez concentrado. En segundos, mi mente empieza a decirme que si pierdo es solo un juego y ya, pero debato: no ha sido fácil llegar hasta aquí. Mi juego fiel en las bandas permite a mi extremo, Carreazo, desequilibrar hacia dentro, buscando el pase de la vida. Mi medio ofensivo, Pardo, entiende la jugada. Entra al área, recibe el balón y gooooool. Estamos empatados, 3-3. Ha servido el debate. Con el resultado igualado, continúo alargando la cancha y sufriendo cada vez que River se rearma.
Cada perdida de balón me hace sufrir. En una recuperación, a los 75 minutos, logro ver a García corriendo, tratándose de quitar la marca. Mi central, Remedi, lanza un pase a ¾ de cancha, rebotando el balón. García, picándolo de cabeza, siendo más rápido y un 9 puro, pierde la marca. Está solo contra el arquero y de un derechazo al palo contrario anota el descuento, 4-3. El alma me regresa, me siento campeón. Pero me desconcentro un poco por la emoción, me confio. A los 85, en un error de salida y con un centro bien colocado, River logra empatarme, 4-4. Todo parece más real, me mantengo en calma.
Llegando al minuto 90 y dando por sentados los penales, me aferro a no cometer errores y fiarme en la suerte, pero se me da la última jugada. Por la misma banda del primer gol, mi lateral, Ruan, triangula para pasar y obtener nuevamente el balón por la banda. Pica el balón varias veces para ganar velocidad, logrando dejar las marcas para arrojar el ultimo centro del partido. El centro sale perfecto. Instantáneamente, la ilusión, proporcional al balón, se eleva. Entrando al área se ve García, tratando de superar su marca y poder arrebatar el título de una vez por todas.
El balón choca su cabeza y rebota con fuerza hacia el arco rival. El arquero, por más esfuerzo, no alcanza a atajar el balón. Mi grito de gol me recuerda a Leónidas el espartano, 5-4. Por todo el apartamento grito mi gol, impregnándolo de alegría. Luego de disfrutar el gol, reanudo el partido. Dos o tres jugadas después suena el pitido final. Soy campeón, lo he logrado. Me lleno de alegría. Es un triunfo en solitario, sin fanaticada, pero que me genera una gran emoción, esa que los amantes del fútbol sabemos sentir. Observo la celebración, me lleno de orgullo y saboreo mi triunfo. Finalizada la premiación, todo vuelve a la calma, la tarea de varios meses ha sido cumplida. Quedo consolado y satisfecho, sabiendo que siempre podré vivir el fútbol, aun en los momentos en que por cualquier razón esté ausente.