Terminación del conflicto y construcción de una sociedad con justicia social

Terminación del conflicto y construcción de una sociedad con justicia social

Estos procesos no se pueden abordar como un elemento coyuntural que se contiene en los problemas fundamentales de la nación y que llegan al país como una obligación

Por: Consultora Pedagógica Vida, Paz, Educación (COVIPAE)
enero 22, 2019
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Terminación del conflicto y construcción de una sociedad con justicia social
Foto: Twitter @MisionONUCol

Un diagnóstico del devenir del acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera daría cuenta del estado de indiferencia y retraimiento que ha caracterizado a Colombia como una nación que no termina de identificarse consigo misma. Este aislamiento y recogimiento en sí, de la sociedad hacia un problema fundamental para el país, se explicaría por el estado efectivo de conciencia y de sensibilidad de la nación debido a:

1). La violencia estructural de distribución inequitativa de la riqueza y a la carencia de oportunidades para una vida digna.

2). Por la violencia política de la insurgencia, que con sus prácticas militares reprochables, descubrió el rostro popular de la barbarie.

3). Por la representación que se hace la sociedad del establecimiento y de la insurgencia como agentes agresores debido a las técnicas de sumisión y control, ejercidas en el conflicto, que socavaron en ambos el discurso moral que las caracterizaban.

Escribía Jorge Luis Borges, en el Pudor de la historia, que “los ojos ven lo que están habituados a ver” (pg. 251) y al leer algunos de los titulares informativos que circularon por los periódicos nacionales entre enero y abril del año pasado: “En una semana, ocho niños murieron en el país por causas asociadas a desnutrición”, “Preocupante radiografía: 4 de cada 10 jóvenes están sin empleo en Colombia”, “Escándalo de corrupción sacude a las Fuerzas Militares”, “En 2018 han sido asesinados 22 líderes sociales en Colombia”, “282 líderes sociales fueron asesinados en Colombia desde 2016”, “Implementación va en 18,3%, según el observatorio de seguimiento al acuerdo de paz”, “Enfrentamiento entre el ELN y el EPL tiene paralizado el Catatumbo”, “Las disidencias de las Farc tendrían entre 1000 y 1500 hombres”, se llega a una conclusión que no tiene intersticios para las conjeturas, Colombia todavía padece el ejercicio político de la violencia y no atraviesa ese período visualizado que advendría después de la firma definitiva del acuerdo general: el posconflicto.

Concebir la nación al margen de las relaciones sociales, políticas y jurídicas que emanaron del acuerdo general, que constituyen nuestra historicidad inmediata y le dan forma y significado al hecho histórico de intentar excluir la violencia política del sistema liberal colombiano, ha llevado a que la sociedad no experimente en este momento la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Pensar que el acuerdo general tiene una existencia propia; como un estado esencial en la relación entre los hombres y la nación, en vez de ser concebido como una función definible a través de las necesidades materiales que lo concretan y le dan sentido, es desconocer que son las condiciones prácticas que se corresponden con la ejecución y la aplicación del acuerdo general las que hacen que la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social, en su existencia independiente, se realicen como estructuras, es decir, como seres a la vez empíricos e inteligibles (Strauss, 1964).

La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social no se ubican en el orden de lo empírico y no tienen inteligibilidad en la nación debido a que como acto expresivo, que construye una trama de significación, carece de una serie de prácticas materiales que las constituyan como una experiencia común. Los signos silenciosos, que hacen pensar que las cosas tienen una realidad por sí mismas, de buscar preservar la vida, la convivencia social, la justicia y la paz no se corresponden con una serie de acontecimientos de base material que les confieran en sí el significado y la forma de una significación. La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social no se pueden reducir a una actividad que se restrinja a la decodificación de significados contenidos en el acuerdo general sino que, deben escenificar una función que se desplace entre una práctica social que hace que las cosas lleguen a la existencia en la medida en que pueden formar los elementos de un sistema significante (Foucault, 1982) y una estructura de producción de sentido que se dé por medio del reconocer y el recordar.

Las explicaciones que legitiman el retraimiento y la indiferencia desconocen que lo insoportable no se define por lo evidente, y que, la carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida (Kundera, 2000. pgn 13). Lo que hace que en la existencia colectiva de la nación no tenga presencia, definición y ubicación el acuerdo general es que, en los problemas materiales cotidianos de la sociedad no se incluye ni se escinde la temporalidad y el sentido de la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social. El acuerdo general se situó en el orden de lo otro y no del “sí mismo”, en la modalidad del tiempo que dispone el sentido en una escena simbólica donde la organización de las materialidades están marcadas por la fractura entre el presente y el pasado. El acuerdo general como un símbolo múltiple, un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles (Borges, 2000, pg. 109) no manifestó la capacidad de reflexión de la nación para nombrar esa materialidad que buscaba ser empírica e inteligible.

El acuerdo general no cumplió la función de dotar de sentido y temporalidad a las experiencias materiales de la nación que le daban positividad a la terminación del conflicto y a la construcción de una paz estable y duradera. No dispuso un sistema de significación que hiciera posible la correspondencia entre lo que se escribía y lo que se hacía; una correspondencia entre el ejercicio privado de la individualidad y el cuidado de si colectivo de la intimidad. Sin desconocer la validez del esfuerzo es justo señalar que; el conflicto armado es una confrontación que no ha cesado. Esto debido a los incumplimientos del establecimiento en materia de implementación y a la estigmatización y el odio que siguen reproduciendo los partidos políticos y los medios masivos de comunicación. El acuerdo general se está transformando en otra experiencia de humillación y sufrimiento, un signo más de que las huellas de la violencia política nunca desaparecerán: resentimiento y humillación; las dos van juntas. Ambos están ligados al traumatismo de la violencia, traumatismo que no ha podido encontrar expresión y que por lo tanto está siempre dispuesta a despertar (Pécaut, 2008, pg. 156).

Reconocer que las categorías son representaciones esencialmente colectivas debido a que, son necesarias para darle sentido a la experiencia de una comunidad (Durkheim, 1982), es advertir que la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera no constituyen una trama simbólica de representación que se correlacione con un modo específico de estar en el mundo de la sociedad colombiana. Esto debido a que el acuerdo general no se constituye como una serie de prácticas materiales que fundamenten una experiencia común en la nación y no se soporta sobre prácticas sociales que hagan emerger un sistema de significación. Los colombianos no escapan al juego de los espejos, así como los ven y los observan así se comportan, de cierto modo son la imagen de la violencia que se refleja en el espejo de la historia.

Una cuestión fundamental es identificar que el acuerdo general es un bien común de la nación, y que este, escapa a los sistemas de ideas, valores y creencias de la sociedad colombiana y se resguarda en la identidad política de la constitución, que al decir de Habermas (1989) es un logro de la historia de una nación. La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social no pueden pasar inadvertidas, en razón de los errores, las pasiones y los crímenes de los cuales somos consecuencia. La memoria y el olvido no pueden despejar el camino para que prevalezcan las costumbres y los rituales de la violencia. La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social deben ser significativas en la existencia cotidiana de la nación, así como que, deben colegirse con las formas sociales que se encuentran en los escenarios regionales y con sus distintas formas de inserción.

La terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera no van a ser una historia que pueda ser contada de muchas maneras, es necesario posibilitar las prácticas materiales que formen los elementos de un sistema significante para que estas sean inteligibles y experimentables. Es necesario, asimismo, para tal fin, facilitar una esfera pública y un saber público que ubiquen el acuerdo general en la topografía de lo simbólico, lo irreverente y lo lúdico, y no exclusivamente en la seriedad y autoridad gubernamental. Conmemorar respetuosamente el dolor del pasado es saber que comprender las causas, los significados y las huellas del conflicto armado es contribuir en la terminación del conflicto y en la construcción de una sociedad con justicia social desde las acciones cotidianas de reflexión para la toma de decisiones y para la transformación de las situaciones opuestas a tal fin.

Nietzsche, en el escrito Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas (2000), habla de la regeneración de aquello que ha de renacer después de la muerte, ojala que para el caso de la violencia política no se de esta regeneración debido a la humillación y a el sufrimiento que está latente en la nación colombiana. Los fantasmas del país que hacen parte del libro de nuestra historia contienen oraciones que no quisiéramos leer, párrafos que quisiéramos borrar y páginas que preferiríamos saltar, sin embargo, es necesario que en Colombia las palabras; bien común, disenso, justicia, memoria, reconciliación y reparación, que constituyen ese libro, puedan disociarse de su uso tradicional y relacionarse con el conjunto de palabras que le dan expresión a nuestra época; la vida, la paz y la educación. No obstante, estas ¿Cómo van a posibilitar esas prácticas materiales y ese sistema significante para que la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social sean inteligibles y experimentables? ¿Cómo van a darle sentido y temporalidad al acuerdo general?

Se puede afirmar que el acuerdo general es un proyecto de sociedad que requiere de acciones concretas de participación y proyección comunitaria acordes con las necesidades, los conocimientos y los valores territoriales, regionales y nacionales, y que como tal, deben estar contenidas en los principios y concepciones, explícitos o implícitos, del discurso jurídico que normativiza la forma y el contenido de la República en la constitución. La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social deben ser tratadas como entidades axiológicas más que gnoseológicas, por lo tanto, la ubicación de la vida, la paz y la educación debe darse a través de las inconsecuencias jurídicas de la nación, no para situarse más allá de ellas, sino para hacer comprender que en ellas ya estaban presentes pero sin un desarrollo consecuente. Considerar que la odisea de la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social tendería a concretarse únicamente por la incorporación de contenidos alusivos es insuficiente, aunque necesario, el cumplimiento de este objetivo hace imprescindible el desarrollo de una dimensión vivencial y cotidiana que posibilite el despliegue de comportamientos y de actitudes coherentes con esta finalidad perseguida.

Uno de los tratados internacionales ratificados por Colombia es la Declaración universal de los derechos humanos. En esta se expresa que la paz es un derecho fundamental que garantiza la libertad y la dignidad de los individuos, que es un deber promoverla mediante la enseñanza y la educación y que a través de ella todo miembro de la sociedad tiene derecho a un orden social que satisfaga sus necesidades económicas, sociales y culturales indispensables. Por tal motivo en su artículo 26 se estipula que: “la enseñanza tendrá por objetivo el pleno desarrollo de la personalidad humana y la promoción y mantenimiento de la paz”. No obstante, es preciso indicar que lo contenido en la Declaración se quedó en la dimensión cognitiva del saber y no se transportó a las dimensiones procedimentales, actitudinales y axiológicas del saber hacer, del saber ser y del ser de las normas y los valores en Colombia.

De esto es síntoma el hecho de que el país a través de las instituciones oficiales y privadas de educación formal, informal y no formal no hayan generado un movimiento social o de opinión cívica para fomentar las prácticas liberales y los valores de participación ciudadana que hicieran de los artículos constitucionales: “Defender y difundir los derechos humanos como fundamento de la convivencia pacífica” y “Propender al logro y mantenimiento de la paz” (art. 95), un deber y una obligación de cada ciudadano para frenar el conflicto social y armado que recorrió la historia de la nación por tanto tiempo. Y es que, el imperativo moral que se presentaba como una exigencia para la ciudadanía no se correspondió con la proyección de necesidades materiales que hicieran de esta acción una voluntad nacional: como sucedió en el periodo presidencial de Pedro Nel Ospina (1922-1926) en el cual la política educativa estuvo relacionada con el proceso de modernización económica e industrial que se colegia con los intereses de la clase burguesa de asumir la dirección del Estado por medio de la colaboración de una élite técnica y una mano de obra eficaz que no podía suministrar una población analfabeta (Jaramillo Uribe, 1978).

La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social no han arraigado en nuestra conciencia histórica debido a que el acuerdo general no apareció como un desgarramiento de un periodo histórico concreto; el de la violencia política, así como, no aconteció como una conciencia que se ejerciera sobre la acción misma de llegar a ser para los otros, de existir con los otros; es decir, de estar-ahí en la existencia colectiva. Aunque el Estado colombiano, dadas las dificultades y las condiciones del país, no puede certificar en este momento que el Estado social de derecho asegura la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo, la protección a la vida de todo ciudadano (art. 2), el derecho a la vida como un inviolable e inalienable (art. 11) y que la paz debe ser un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento (art. 22), si puede facilitar que por medio de la planeación, la proyección y la ejecución de políticas públicas, sociales y comunitarias la vida, la paz y la educación configuren condiciones materiales que se correspondan con las necesidades territoriales y regionales del País, y que, se articulen en la organización interna de las comunidades y sus mecanismos de control y de solución de conflictos, para así, por ejemplo, poder garantizar que se protejan las riquezas culturales y naturales de la nación (art. 8) y que se proteja la diversidad e integridad de los ecosistemas y áreas de importancia ecológica (art. 79).

El artículo 67 de la Constitución Política de Colombia establece que la educación es “un derecho de la persona y un servicio público que tiene una función social; con ella se busca el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica y a los demás bienes y valores de la cultura”. Este hecho comunitario y colectivo, que como actividad es una acción motivada por un interés; una acción que trasciende el ámbito de la educación formal, informal y no formal para enmarcarse en la existencia cotidiana misma, no ha posibilitado en la nación la promoción del respeto hacia los derechos humanos, la protección de los ecosistemas naturales, el reconocimiento de la diferencia y de la reconciliación, y, de la participación política dentro del sistema liberal colombiano, debido a que al ser enmarcada dentro del discurso de los servicios públicos solo se reconoce su prestación eficiente, su utilidad eficaz (art 365) y su funcionalidad de reproducción social, y no, el carácter de ser un proceso de formación, de socialización y de politización que facilita los conceptos y categorías que le dan sentido a la experiencia y que como tal, devienen en sistemas de representación esencialmente colectivos correlacionados con las necesidades prácticas de la sociedad.

Ubicar a la educación en la discursividad de la formación del Hombre a través del significar y el obrar podría posibilitar un lenguaje y un pensamiento colegido al acuerdo general que facilitaría hacer experimentable e inteligible la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social. Esto debido a que, como experiencia existencial se presentaría como una acción racional con respecto a un fin que garantizaría el desarrollo armónico e integral de la vida, el desarrollo pleno de los derechos y la seguridad social de los niños (art. 44 de la ley 1098) y la defensa y difusión de los derechos humanos como fundamento de la convivencia pacífica (art. 95). Por medio de esta ubicación se le daría sentido al acuerdo general como goce de mirar al otro y reconocerlo; escuchar al otro y diferenciarlo en el uno y el todo: como conciencia del tiempo que se caracteriza por un horizonte de expectativas y por un espacio de experiencias (Habermas, 1989).

Si la educación como un proceso del decir y del hacer es comprensible y concebible como una condición de posibilidad para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, es debido a que esa experiencia existencial se da como identidad del sujeto consigo mismo como objeto, como vida; es decir, como conciencia de la experiencia de la existencia. Esta práctica de sí mismo que se define en la cotidianidad de nuestra nacionalidad, que expresa y contiene las manifestaciones diversas y particulares, geoambientales, socioeconómicas y culturales, de los territorios y las regiones, hace pensar que la prédica del acuerdo general no es solo una motivación política que justifica discursos sino que, como lo establece la Ley 1098 de 2006, es una materialidad que posibilita el pleno y armonioso desarrollo dentro de una comunidad que enseña la felicidad, el amor y la comprensión (artículo 1), que garantiza el derecho a la vida, a la calidad de vida, a un ambiente sano (artículo 17), que brinda protección de guerras y de conflictos armados internos (artículo 20) y que promueva la convivencia pacífica en el orden familiar y social (artículo 41).

Asimismo, el Código de la Infancia y la Adolescencia expone que, las instituciones educativas oficiales y privadas deben brindar una educación pertinente y de calidad que permita y propicie la democracia en la comunidad educativa (artículo 42) y forme a la infancia y a los adolescentes en los valores fundamentales de la dignidad humana, los derechos humanos y la tolerancia hacia las diferencias (artículo 43). Claro está que, la educación no comienza, se agota o diluye en la infancia y la adolescencia o en las instituciones oficiales y privadas que prestan un servicio educativo. La educación como lo establece la Ley 115 de 1994: es un proceso de formación permanente, personal, social y cultural que fundamenta un sujeto integral (artículo 1) en sintonía con la conciencia histórica de su tiempo. Por tal motivo, la educación debe responder a las problemáticas existenciales inmediatas y fundamentales de la nación a través del diagnóstico, la definición, las posibles respuestas y las probables soluciones a los problemas decisivos de nuestra época.

De igual manera en el artículo primero de la Ley General de Educación se especifica que la educación formal, no formal e informal debe cumplir una función social acorde con las necesidades e intereses de la sociedad. Es decir, los procedimientos, mecanismos, dispositivos y fines de la educación deben definirse en relación a las funciones y determinaciones concretas de la nación. Por tal motivo la característica del proceso educativo actual debe centrarse en: “la formación en el respeto a la vida y a los demás derechos humanos, a la paz, a los principios democráticos, de convivencia, pluralismo, justicia, solidaridad y equidad” (artículo 3), a la adquisición de una conciencia para la conservación, protección y mejoramiento del medio ambiente y del uso racional de los recursos naturales (artículo 3), a la educación para la justicia, la paz, la democracia, la solidaridad, la confraternidad y el cooperativismo (artículo 14) y a la “formación de los valores fundamentales para la convivencia en una sociedad democrática, participativa y pluralista” (artículo 21).

La vida, la paz y la educación son materialidades fundamentales que posibilitarían cristalizar el proyecto de modernidad contenido en la Constitución Política de Colombia, así como, las condiciones de posibilidad de las prácticas materiales que producirían un lenguaje y un pensamiento para la experimentación e inteligibilidad de la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social. Reconocer que las acciones educativas, comunitarias, sociales e institucionales, se deben corresponderse con la ruptura y el cambio social que acontece en Colombia, es saber que la vida, la paz y la educación no solo deben incorporarse en el currículo escolar, sino que, deben desarrollarse como un plan de existencia nacional que forme ciudadanos, no para sí; si no en, el saber convivir, el saber relacionarse, el saber dialogar y el ser más sociables, con el fin de construir tejido social y aplicar conocimientos esenciales a los problemas de la existencia cotidiana.

La terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera no puede ser un tiempo que transcurre y un espacio que recorremos a tiendas. Estos procesos no se pueden abordar como un elemento coyuntural que se contiene en los problemas fundamentales de la nación y que llegan al país como una obligación o una resolución ministerial. Como paso con la prescripción de la Cátedra de la Paz, mediante la ley 1732 de 2014 y el decreto 1038 de 2015 que buscan “fomentar el proceso de apropiación de conocimientos y competencias relacionadas con el territorio, la cultura, el contexto económico y social y la memoria histórica, con el propósito de reconstruir el tejido social y promover la prosperidad general” (artículo 2) y el Plan Decenal de Educación (2016-2026): El camino hacia la calidad y la equidad, en donde el gobierno nacional plantea que es un desafío de la educación “construir una sociedad en paz sobre una base de equidad, inclusión, respeto a la ética y equidad de género”, así como, consolidar la formación de ciudadanos que resuelvan los conflictos de forma pacífica, mediante la reflexión, el diálogo y la sana convivencia.

La Cátedra de la Paz como el Plan Decenal de Educación buscan ayudar en el proceso de la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera mediante la edificación de una cultura ciudadana que en la dimensión individual y colectiva contribuya a las transformaciones sociales, políticas y económicas que el país necesita. Sin embargo, sin ánimo de desconocer estos esfuerzos es preciso indicar que la política educativa de la nación adolece de la estructuración y articulación de esta con las necesidades territoriales y regionales del País, con la organización interna de las comunidades y con sus mecanismos de resolución de conflictos. Asimismo, la Cátedra de la Paz y el Plan Decenal de Educación no están correlacionados con unas prácticas materiales que posibiliten un lenguaje y un pensamiento de la paz que hagan experimentable e inteligible la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social. La proyección de una nación en paz debe darse en la articulación del saber (conocimiento), del saber ser (actitudes) y del saber hacer (habilidades) a las problemáticas cotidianas de nuestra existencia.

Construir un país en el cual sea menos difícil experimentar la paz es identificar que el componente socioemocional y conductual: aprender a ser, aprender a hacer y aprender a convivir, debe ser una práctica existencial constante de los ciudadanos. El ejercicio pedagógico de la paz buscaría que las acciones concretas en la educación formal, no formal e informal, al igual que, en la operatividad de las políticas públicas, comunitarias, sociales e institucionales, cambien las vivencias acumuladas en la experiencia inmediata y se establezcan nuevas estructuras discursivas coherentes que se correspondan con la visión de terminación del conflicto social y la construcción de una paz estable y duradera. Para tal fin la paz se integra y se hace operativa al artículo 36, 39 y 14 del decreto 1860 de 1994 por el cual se reglamenta parcialmente la ley 115 en los aspectos pedagógicos y organizativos generales.

La terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social se realizaran a sí mismos como condición de la experiencia temporal de la nación en la medida en que: 1). Se establecen como unas actividades que correlacionan e integran los conocimientos, habilidades, actitudes y valores en la solución de problemas cotidianos que tienen relación con el entorno social y cultural (art. 36), 2). Se integran a la comunidad para contribuir a su mejoramiento social, cultural y económico, colaborando en los proyectos y trabajos que lleva a cabo para desarrollar valores de solidaridad y conocimientos de la persona respecto a su entorno social (art. 39) y 3). Se instituyen como la práctica pedagógica relacionada con la educación para el ejercicio de la democracia, para el aprovechamiento y conservación del ambiente y para los valores humanos teniendo en cuenta las condiciones sociales, económicas y culturales de su contexto (art. 14).

La paz como acto de reflexión, identidad y disolución de la acción y la palabra, articularía las demandas del acuerdo general con las súplicas comunitarias, territoriales y regionales, mediante estrategias y dispositivos activos y vivenciales que cumplan con las necesidades y las expectativas de la terminación del conflicto y la construcción de una sociedad con justicia social. En Colombia el interés privado deberá ceder al interés social de buscar la implementación completa de lo acordado entre el Estado y la Insurgencia, la expresión y manifestación concreta de esta realidad se constituirá mediante la producción de una realidad alterna, de una esencia alterna al de la violencia política. Respecto a si mismo el país debe situarse frente y contra sí para destruir, superar y apropiar su ser y así, hacer plenamente comprensible su objetivación práctica, social e histórica. Contemplar la nación que hemos construido es saber que “estamos lejos de muchas cosas, pero de nada estamos más lejos que de nosotros mismos” (Cortázar, 1984).

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. (2000). Otras inquisiciones. Editorial Alianza. Buenos Aires, Argentina.

Cortázar Julio. (1984). Nicaragua tan violentamente dulce. Nueva Nicaragua. Managua, Nicaragua.

Durkheim, Emile. (1982). Las formas elementales de la vida religiosa (el sistema totémico en Australia). Akal Ediciones. Madrid, España.

Foucault, Michel. (1982): Las palabras y las cosas; una arqueología de las ciencias humanas. Siglo Veintiuno. México.

Habermas, Jürgen. (1989). Identidades nacionales y posnacionales. Editorial Tecnos. Madrid, España.

Habermas, Jürgen. (1989). La modernidad: su conciencia del tiempo y su necesidad de autocercioramiento; en El discurso filosófico de la modernidad. Taurus Humanidades. Madrid, España.

Jaramillo Uribe, Jaime. (1978). El proceso de la educación; del virreinato a la época contemporánea. En Manual de historia Colombiana (03). Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá, Colombia.

Kundera, Milan. (2000). La insoportable levedad del ser. Fabula Tusquets Editores. España.

Lévi-Strauss Claude. (1964). El pensamiento salvaje. Fondo de cultura económica. México.

Nietzsche, Friedrich. (2000). Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas. Tusquets Editores. Barcelona, España.

Pécaut, Daniel. (2008). Las Farc: ¿Una guerrilla sin fin o sin fines? Grupo editorial Norma. Bogotá, D.C., Colombia.

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