Quienes vivimos las dos últimas décadas del siglo pasado asistimos a la entronización de Teresa de Calcuta como modelo de bondad y desprendimiento. Su imagen minúscula y encorvada fue divinizada por los medios de comunicación y se convirtió en ícono incuestionable de humildad y entrega a los pobres. Pero con el paso de los años y gracias en parte al escepticismo inquisitivo de figuras como Christopher Hitchens, Michael Parenti o Martín Caparrós, la figura de Agnes Bojaxhiu se ha revelado como lo que realmente fue: sí una eficiente recaudadora de fondos para la causa de la evangelización cristina, sí una enérgica promotora del más ortodoxo mensaje católico, sí una hábil promotora del lobby ultraconservador de la iglesia, pero nunca una figura interesada en la erradicación del dolor y el sufrimiento de los pobres.
Por estos días retoma notoriedad la figura de la Madre Teresa luego de que el papa Francisco firmara el pasado 16 de diciembre el decreto que da vía libre a su canonización. La noticia, aún a los más críticos, no debería preocuparnos: la Iglesia católica está en todo su derecho de nombrar como modelo a quien se le antoje y sus fieles en el de abrazar los ejemplos que sus jerarcas les vendan. A mí, como ateo que soy, no solo me debe tener sin cuidado lo que los creyentes decidan asumir como verdadero, sino que considero mi deber el exigir que se preserve su derecho a creerlo. Con una salvedad, eso sí: que lo hagan muros adentro de su comunidad, en su templo, en sus casas, y que no pretendan extender sus creencias al resto de la sociedad o permear con ellas las instancias laicas.
Que los creyentes decidan tener una nueva santa
me resulta intrascendente.
De hecho me alegra por los vendedores de velas y estampitas
Que los creyentes decidan tener una nueva santa me resulta intrascendente. De hecho me alegra por los vendedores de velas y estampitas. Lo que me aterra es que mientras se aproxima la canonización de Teresa de Calcuta, muchos de nuestros medios masivos de comunicación, con su fervorosa y ya reconocida vocación de entretener mucho e investigar nada, estén comenzando de nuevo a venderle a la sociedad entera la imagen de la monja albanesa como espejo de bondad.
No se sabe cuánto dinero recaudó Teresa de Calcuta en su fértil labor propagandística. Su organización jamás ha rendido cuentas completas. Se sabe, eso sí, que apenas la cifra de donaciones oficiales se mide en decenas de millones de dólares y que muchas de ellas han provenido de estafadores como Charles Keating, a quien ella, aún en conocimiento de su robo a cientos de pequeños ahorradores, definía como “un buen hombre, que ha hecho mucho por los pobres”, o de genocidas como el exdictador haitiano Baby Doc Duvalier.
Pero ¿por qué criticar el origen de los dineros que recaudó la Madre Teresa si luego sirvieron para aliviar el dolor de los más desvalidos? Precisamente por eso: porque nunca se destinaron a aliviar el dolor de nadie.
Los albergues fundados por Teresa en Calcuta, los moritorios como los llamó Martín Caparrós, no son otra cosa que lugares donde se lleva a los moribundos para que abracen el dolor de Jesucristo y entreguen su alma a él. A los enfermos, allí, ni se les brinda atención médica, ni se les da manejo de sus dolencias. Ni siquiera se les administra elementales analgésicos orales. Solo se les invita a sufrir y a ver en ello su salvación. La misma Teresa pregonaba con descaro su éxtasis ante el padecimiento de los demás: “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento".
En los albergues de su comunidad se encuentra a la entrada un tablero que reza “Hoy me voy al cielo” y en el que se enumeran a diario los pacientes, los ingresos y las muertes, no los egresos, porque no los hay. Tal vez por eso cada vez que enfermó de gravedad, en lugar de abrazar el dolor, la Madre Teresa eligió para su tratamiento los más modernos hospitales norteamericanos.
Que la comunidad católica (la misma que desde hace siglos venera al inquisidor Domingo de Guzmán o al delirante Tomás de Aquino) elija como su arquetipo a quien decida hacerlo, lo repito, me tiene sin cuidado. Pero que los medios y la Iglesia misma pasen a vendernos a la sociedad entera el modelo sádico e infame de Teresa de Calcuta como algo digno de imitarse, resulta intolerable.
Para quienes desconocen el caso o para quienes, aún creyendo, conciben la humana posibilidad de la vacilación, les recomiendo el revelador documental de Christopher Hitchens, Hell’s Angel. Basta mirarlo con detenimiento para entender una vez más (¡como si hicieran falta ejemplos!) por qué los retorcidos modelos que la Iglesia nos ha vendido por siglos, deben estar cada vez más confinados al interior de la comunidad de los creyentes y cada vez más lejos de la sociedad laica.