La corrupción en Colombia es endémica y quizás con un componente genético, aún no demostrado por la ciencia. Existe en nuestra legislación un exceso de normas y leyes con las que se podrían combatir de manera eficaz el flagelo, pero, como decía mi sabia abuela Petrona Oliveros: "Hecha la ley, hecha la trampa".
La trampa, que nunca falta, siempre tendrá una respuesta oportuna para salir incólume y ante cualquier intento por avasallarla. En nuestro medio, la trampa casi siempre triunfa sobre lo legalmente constituido.
Así pues, doña corrupción siempre luce fuerte y vigorosa, no se detiene ante nada y todo esfuerzo por combatirla ha resultado inútil. Ella sigue ahí, emperifollada, bien posicionada y cimentada, participando activamente en ñeñecampañas electorales, y decidiendo y promoviendo la abstención, que es lo que más le conviene para mantenerse viva.
Doña corrupción va de jugadita en jugadita, compra conciencias, se campea por los más exclusivos ambientes sociales, y finalmente pone presidente. Sin lugar a dudas, así funciona la venalidad oficial, en contubernio con gran parte del sector privado, igualmente venal. Esta actividad básicamente es una simbiosis entre sector público y sector privado, además de una forma de vida similar a la del tiburón y la rémora: se necesitan mutuamente.
Sin claudicar en ningún momento, en la convicción de combatirla, siempre me ha causado curiosidad la desafortunada o afortunada frase de Julio Cesar Turbay Ayala, pronunciada en la campaña presidencial de 1978 y que quedó para la posteridad: "La corrupción es aceptable en su justa proporción". También, otro anatema creado por uno de los famosos Nule, contratista del Estado: "La corrupción es inherente a la condición humana".
No obstante, resulta más popular la pronunciada por Julio Cesar Turbay Ayala, que significaba procurar ingentes esfuerzos para combatirla hasta donde se pueda y así llevarla a un punto que evite su desbordamiento, o sea hasta donde fuera posible manejarla. La sentencia pronunciada, aplicada a nuestro medio, tiene algo de razonable. En el tiempo que Turbay la espetó no existían redes sociales que reprodujeran o replicaran el exabrupto, sin embargo quedó para la historia el lapidario pensamiento.
Recuerdo el gobierno de Julio Cesar Turbay Ayala (1978-1982) como uno muy controvertido. El estatuto de seguridad nos mantuvo viviendo en un asiduo estado de excepción, que conllevaba a aplicar permanentes medidas de orden público. Así las cosas, la protesta social era controlada por estas medidas y los espacios de expresión fueron limitados. ¿Cómo olvidar las llamadas "caballerizas de Usaquén", que la historia recuerda como centros oficiales de torturas? Así mismo, ¿cómo ignorar que el M-19 nació producto de un hecho de corrupción electoral (el fraude de 1970 a Gustavo Rojas Pinilla)?
Hablando del M-19, vale traer a colación que este se publicitó con grandes golpes mediáticos, uno de ellos en el gobierno de Turbay: el 27 de febrero de 1980, la inolvidable y espectacular toma de la Embajada de República Dominicana, que mantuvo en vilo el mundo entero por espacio de dos meses y que luego tuvo un desenlace cruento, con la liberación a cuenta gotas de los embajadores, entre ellos, el de los Estados Unidos (Diego Asencio), recientemente fallecido, y el posterior viaje de los miembros de esta agrupación a Cuba (Turbay rompió relaciones con Cuba, que años después se restablecieron).
Retomando, durante este gobierno floreció el narcotráfico, representado por los carteles de Cali y Medellín. Y no fue solo eso, vivimos una época de represión total de los movimientos obreros y estudiantiles, que manifestaban el ya tradicional inconformismo que hasta hoy se mantiene. De hecho, casi nada bueno se le reconoce al gobierno de Julio Cesar Turbay, solo se le recuerda por la publicitada y mordaz frase dicha en la campaña de 1978: "La corrupción debe reducirse a su justa proporción". La única opción normal posible es reducir a cero la corrupción, eso está claro, pero ante la imposibilidad de lograrlo el pragmatismo turbayista cobra vigencia, en el sentido de que reducirla de por sí ya es un éxito, sobre todo en un medio complacido con su sombra permanente.
La tácita complacencia de cohabitar con la corrupción en Colombia está más que demostrada. Para la muestra un botón, se planteó una consulta anticorrupción y una activa ñeñecampaña dio con el traste con los sanos propósitos, esta no fue votada masivamente y no logró el umbral requerido, ¡insólito! Para la muestra otro botón, innecesariamente (la ley no obligaba) se le consultó al constituyente primario la aceptación o rechazo a los históricos acuerdos de paz, nuevamente operó la sucia y mentirosa ñeñecampaña y se perdió el plebiscito por una pírrica diferencia.
Es tal nuestra inoperancia y fatalidad con el tema que tendríamos que resignarnos con reducirla a una justa proporción y seguir adelante hasta que las nuevas generaciones se eduquen en un ambiente diáfano, trasparente y honesto, hasta que con los años por fin se comprenda que la corrupción es el peor de los males.