Pregunté: -¿Quién es? ¿Qué paso?-
Me respondió: -“Mijo, acaba de tener otra crisis. ¡Vamos para el hospital! Su mamá está cerca”-.
Alejandro* no sobrepasa los 23 años de edad. Es estudiante de una profesión que debe ostentar un elevado estándar de ética y exige un alto nivel de disciplina y esfuerzo, más que físico, especialmente mental. La natación es su deporte favorito y desde que entró a estudiar la practicaba con menos frecuencia porque no le quedaba tiempo, o por pereza, como dice él mismo. A su corta edad su promedio de libros leídos oscila entre 45 a 67 por año. Considera que no es el estudiante más brillante ni el peor de su curso, es un estudiante promedio. Es irreverente al contestar algunas preguntas. Empieza hablando de un tema y salta a otro; se siente a una persona seria y tosca pero al final es muy cálida y amigable. También se considera perfeccionista. Sus chistes parecen ofensas. Alardea de sus aptitudes y se fija en los detalles hasta en la forma con la que cuenta alguna de las teorías filosóficas y sociojurídicas que han quedado grabadas en su mente. Este es su relato.
En mi cuarto. Abrí los ojos. Por fin reacciono. Con bastante dificultad pude ponerme de pie y mi jean estaba mojado, pues me había orinado en el. Mis oídos empezaron a ser testigos del bullicio, de la desesperación. A treinta centímetros de mi nariz estaba mi papá. Supe que era mi papá porque él mismo me lo dijo; si no me dice, nunca lo hubiera notado. A su lado, tampoco recordaba los rostros de las personas que lo acompañaban.
Con dificultad para respirar, vuelvo a preguntar lo mismo una y otra vez. Mi cerebro está sufriendo una desorientación y mi cuerpo no es estable, no coordina. Estoy ardiendo en fiebre y por mi boca no para de salir saliva y sangre. Minutos después, con la lengua lacerada, vuelvo a preguntarle a mi padre:
-¿Quiénes eran los que estaban hace un momento aquí?-
-“Su hermana y su hermano”-, me responde.
Mientras los últimos rayos de aquella fría tarde procuraban refugiarse en las oscuras nubes, la ventana de un apartamento en un séptimo piso lograba ahogarlos en su interior a través de las cortinas. Era 12 de mayo de 2014: creo que eran las 5 o las 6 de la tarde, o eso me dijeron. Tenía los mismos síntomas de una crisis que ya había dejado sus estragos, los mismos con los que el cuerpo reacciona ante una convulsión.
La primera se había producido el 28 de diciembre pasado y duró más de 6 o 7 minutos. Me acompañaba mi hermano y, según lo que me cuenta, era una mañana soleada de diciembre. Justo el día de inocentes.
Según algunos médicos, cuando se produce una convulsión lo más recomendable es dejar que suceda, permitiéndole al afectado la posibilidad de que esté en un sitio estable y plano, preferiblemente en el piso con tal que no se lastime. A a la persona se le debe tratar de poner de medio lado para evitar que se ahogue con la lengua y la saliva. Las convulsiones suelen ser comunes en niños. En adultos no es tan regular, pero si se llegan a producir pueden hacerlo dos o tres veces en la vida con no más de 4 minutos de tiempo cada una. Después no vuelven a ocurrir a no ser que sea verdaderamente porque, quien la padezca, esté en un estado de salud crónico o sufra de epilepsia. Para quien sea testigo de un episodio de estos, cuando se produzca es necesario tener mucha calma, pues ver el cuerpo en estado de convulsión puede ser muy extremo: el cuerpo se sacude involuntariamente de pies a cabeza, los ojos se ponen literalmente en blanco, la boca expulsa bastante saliva y sangre, a veces hay pérdida involuntaria de orina, entre otros síntomas. Pero, cuando sobrepasa el límite de tiempo (más de 5 minutos), el cuerpo no reacciona y se tiene pérdida del pulso y la respiración… ahí, hay que alarmarse.
La mayoría de personas les causa angustia, debido a que por lo general la han relacionado con la misma tenacidad como la padecen los bebés, o, porque también la relacionan con la fase final de un cuerpo al morir.
Aún no había salido del cuarto. Sin tener certeza del tiempo, no sé si habían pasado minutos, tal vez segundos, pero de repente llega una persona que se detiene a decirme que me cambie de ropa. Lo miro como a todo un extraño. Le pregunté a mi papá con algo de inseguridad:
-¿Quién es él?-
-“Es su hermano. Su hermano gemelo. ¿Acaso no se acuerda?”-
Es impresionante la cantidad de neuronas que puede quemar el cerebro en una crisis de convulsión. A veces se pierde el recuerdo de absolutamente todo.
La vergüenza y la impotencia ante la pregunta que le he hecho a mi padre me deja conmovido. Imagínese por un momento, que usted haya olvidado todo recuerdo de aquellos seres con los que ha crecido, con los que ha reído, con los que ha jugado tanto de niño como adulto. ¡Toda una vida! Más impresionante aún, cuando se ha borrado el recuerdo de un hermano gemelo.
El sujeto a quien creí extraño, me ayuda a cambiar de ropa porque no tengo equilibrio para sostenerme, y porque no tengo la capacidad para ponerme las medias y la sudadera que él me prestó. Casi me pongo la sudadera en la cabeza en lugar de empezar por los pies…
Prefiero no preguntar, no decir una sola palabra. A medida que pasa el tiempo, aparentemente, para mi fortuna, la memoria y mi cuerpo empiezan a recobrar nuevamente su lucidez. Con la ayuda de mi hermano camino y salgo rumbo al hospital donde me esperaría una travesía de diligencias y de paciencia con mi seguro médico. Un viacrucis sin fin.
Después de tres meses tuve el primer control serio con el seguro, porque lo demás han sido diligencias y aprobaciones. Al final, lo mejor de todo: me han dado cita con un neurólogo. Lo que me pudo decir el médico especialista es que no hay que tener una postura de relajado pero tampoco de gravedad. ¡Estar alerta!, pensaba yo.
Tengo que hacerme a la idea que no tengo nada malo. Que es a lo que puede aferrarse un ser humano en estas condiciones.
El día de la cita médica llevé conmigo un sobre del examen que hacía un mes me habían practicado: contiene una hoja y un CD. La lectura del papel, del examen que está dentro del sobre trae una breve descripción de lo que se ve en el CD. Trato de leerlo y mi intuición me dice que nada tiene sentido, es en exceso mediocre. Cualquiera habría podido inventarse esa barbaridad que digitan en la mayoría de clínicas que concesionan con las EPS para practicar esos exámenes, o mejor, para hacer de sus pacientes ratones de laboratorio.
Sobre el consultorio del neurólogo se encuentra un portátil negro, de esos que aun tienen la ranura para leer CD´s. El examen muestra una anomalía en el lóbulo derecho del cerebro y que en nada se parece a la lectura de la hoja, y que el médico rechaza con asombro y algo de enfado. La falencia es demasiado clara, pero la incógnita queda en tres pronósticos. Tres juicios posibles que tocará revelar con otros exámenes más avanzados.
-“Así es este negocio de la salud… ¡Negocio!”. - Susurraba.
El próximo control será en tres meses y cuando llegue ese día tengo la esperanza de llegar al consultorio con los exámenes practicados y con la certeza de que no tenga algo más grave. Mientras tanto, tengo que estar consumiendo indefinidamente un medicamento que me tiene atado cada 12 horas, poniendo a prueba mi disciplina. Según eso, es una de las dosis mínimas y suaves. Unas personas lo aceptan levemente otras no. Pero de todas formas: o se toma o se toma, no hay salida. De lo contrario las convulsiones volverán.
Afortunadamente mi cuerpo no ha tenido una reacción tan fuerte.
Hasta ahora comienzo con la rutina de tomar el medicamento y, en una pequeña hoja de fórmulas, el médico me ha anotado el procedimiento. Unos días me levanto con mareo y agotado como cuando uno corre todo un día y se cansa; Otros días sin apetito; Otros días el insomnio me parece eterno. Lo bueno es que he tenido algunas horas de descanso. Aunque ayer duré vomitando todo el día. Hasta llegué a vomitar algo verde, supongo que es la bilis. Los desmayos y los salpullidos en la piel tampoco se hacen esperar. Me toca así, hasta que mi cuerpo deje de rechazarla. Y si tengo que cambiar de medicamento me toca hacerlo hasta que mi cuerpo por fin lo acepte.
Lo mejor de todo es que así viviré, porque el dichoso medicamento evita las crisis en un 90%. Lo mejor que he escuchado, es que como joven, debo vivir y hacer las actividades normales de un muchacho de mi edad… ¿Normales?
Lo peor, es que he tenido que cancelar para casi toda la vida mi deporte favorito. Con el tiempo he notado que mi memoria ya no es la misma de antes. Cuando hablo con mi hermano sobre algún evento que hayamos vivido hace un par de meses solo asiento con la cabeza fingiendo que sí lo recuerdo. De mi ritmo de lectura es mejor no hablar: llevaba 3 años orgulloso y egocéntrico por los textos leídos, pero de eso ya no queda nada. Mi fluidez en el hablar se ha perdido y hoy con mucho esfuerzo logro concentrarme en lo que hablo, porque en ocasiones pareciera que tartamudeo, al son que me den las ideas.
Alejandro se sienta a reflexionar, a tratar de recuperar el tiempo perdido. Manifiesta que lo difícil no es aceptar todo lo que su mente no recuerda, porque tiene la esperanza de que vuelva. Cuenta que su aflicción es tan grande porque tiene lapsos de su vida que se han borrado, aquellos eventos que a cualquiera le pueden parecer insignificantes. Cuando puede, consigue quedarse a solas, conversando con su conciencia para sobrellevar la preocupación de sus padres, sus hermanos y amigos. Pero es la hora que ellos no saben que a veces tiene que fingir para no parecer un “desmemoriado”.
*[El personaje de esta historia pidió no revelar su verdadera identidad. Así que lo hemos llamado Alejandro].
Twitter: @Alonrop