El discurso de Santos en Cartagena se sale de los límites de la Política. Es una cuestión de siquiatría.
Vamos a suponer, tenemos que hacerlo, que estaba sobrio. Algunos sostienen que esa perorata es hija del licor. Que bebió más vino del que debía en una reunión social con los alcaldes, y más del que un Presidente debe tomar en cualquier circunstancia. Pero esa es una hipótesis demoledora, que por respeto no consideramos. Juanpa no estaba borracho. Sencillamente, es así.
El ataque al Procurador fue un acto patán y torpe. El Presidente le debe respeto al Ministerio Público, porque encarna los derechos de la sociedad. Pero cometió Juanpa equivocación imperdonable. Porque casi a gritos increpó a Ordoñez y lo conminó a que no se metiera en la famosa paz, porque es asunto suyo. Pero el asunto del Procurador es intervenir en todos los del Estado, y en el ejercicio de todas las funciones públicas. Porque tendrá que ocuparse, gústele o no al Presidente, en todas las facultades que le otorga el artículo 189 de la Constitución y todas las demás que las leyes le atribuyan en desarrollo de ese principio constitucional.
Lea el artículo 277 de la Carta, al lado de alguien que se lo explique, para que comprenda, querido Juanpa, por qué el grave tema de la Paz es del resorte del Procurador, tanto como el de las relaciones exteriores, o lo que concierna al orden público, o a la economía, o a la enseñanza o a la salud. Qué pena desilusionarlo. Pero nada de lo que usted haga o deje de hacer como Presidente de la República escapa al examen del Procurador.
El ataque a Plinio Apuleyo Mendoza es rastrero y vulgar. Trata usted, Juanpa, con el más importante de los escritores contemporáneos, y sin duda alguna con el crítico por excelencia de la Política moderna. Sus libros son un tesoro del idioma y del pensamiento nacional.
Si es que algún contrato firmó Plinio con su Gobierno, explique por qué resultó maldito, y tan de recibo los que por miles de millones de pesos firmaron RCN, Caracol, Semana, los jesuitas, Mockus y tantas instituciones de extrema izquierda que aparecen en la lista de los que suscribió Sergio Jaramillo para ambientar la paz.
Pues no hay un antes y un después en el acento crítico, en el examen profundo, en la seriedad con que este maravilloso escritor nos deleita y orienta en sus columnas y en sus libros. Y en ningún caso puede usted maltratar de ese modo a nadie, tanto menos a un hombre de las condiciones de Plinio, que está a la par de los Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, Carlos Alberto Montaner, de Castañeda o de Paz. Usted invita a Roberto Pombo para que eche, también a Plinio, del diario El Tiempo. Corto favor a ese periódico que ya tiene una lista larga de expulsados por pensar incorrectamente. Su disparate sobrepasa con mucho la agresión contra la libertad de conciencia y de expresión. Porque es, además, una estupidez que no encaja ni con los excesos de un Presidente ebrio o comido por el tedio o el vacío existencial.
Pero la corona del discurso llega con la arenga dirigida a los alcaldes. El Presidente se revuelve indignado contra la perspectiva de que no le alcance la mermelada para comprarlos, o lo que le parece peor, que habiéndola no pueda ser utilizada en vísperas electorales. Es que anda vigente por el mundo una Ley, llamada de Garantías, que prohíbe a los servidores públicos contratar en medio de un proceso electoral. Pues al diablo con la maldita Ley. A contratar, queridos alcaldes. A regarle a la tostada los 5.3 billones de pesos que les he conseguido de ahorros públicos, para que no se les quede un centavo pendiente de gastar cuando termine el año. Sobre todo cuando se cumplan las elecciones próximas, en las que toca barrer la oposición a punta de sobornos, contratos amañados, obras inútiles, favoritismos y componendas.
¿Y la Ley de Garantías? Pues al diablo con ella, proclama Juanpa enfurecido. No faltaba sino que una maldita Ley interfiriera en mi grandeza y me cortara los caminos hacia el uso total del poder. De modo que saldremos de la Ley. Se los promete el Presidente, que es tan dueño de las mayorías corruptas del Congreso, como de las mayorías corruptas de los poderes regionales. Y a contratar en época electoral, como Satanás manda. A sobornar contratistas. A pagar favores. A comprar conciencias hasta raspar la olla.
Nunca un Presidente cometió tan sucio delito. Tan ostensible. Tan desvergonzado. Tan grotesco. Los que delinquieron antes tuvieron una pizca de pudor. El Congreso de Alcaldes de Cartagena pasará a la Historia como aquel en que un Presidente juró en público delinquir. Y lo hizo.