En México nadie lo conocía así que decidieron cruzar la frontera. Joan Volmer lo ayudaba en todo, en esos cuatro años que estuvieron juntos le dio toda la seguridad que un escritor necesita para realizar su trabajo. Se ubicaron en los suburbios de Ciudad de México donde la marihuana y la ayahuasca se consiguen más fácil y son más baratas. El tenía en la cabeza una sola palabra: ¡PUNK! William Shakespeare ya la había usado en La tempestad refiriéndose a un desadaptado. Él, William Burroughs, quería crear una raza de hombres a partir de esa palabra. Poseía la técnica para el conjuro, cortar y pegar y grabarlo todo, combinar la escritura con la misma técnica de la música y de pronto del cine. En México los acreedores perderían su pista y plácidamente podría escribir todas esas palabras que desde el cielo bajaban en tobogán hasta su cabeza.
Pero a Bill le apasionaban dos cosas aparte de la literatura: las drogas y las armas de fuego. Juntas pueden ser una combinación letal. Estuvo con Joan todo el día en un bazar donde se atiborraron de cerveza y de tacos. Si fuera por él estaría mejor con Allen Ginsberg, su amor y compañero de toda la vida, pero en ese momento la relación vivía una especie de crisis y él empezaba a descubrir que la fidelidad de una mujer enamorada es bastante parecida a la que tienen los perros con sus amos. Cuenta Lewis Adelbert Mayer, testigo presencial del hecho, que la pareja llegó a la casa de dos plantas donde vivía. Bill todo el día estuvo muy raro perdiéndose en un extraño desvarío que le provocaba un llanto incontrolable, toda la tarde vaciando coronas, comiendo tacos, snifando cocaína y llorando. Después compró un cuchillo y dijo que quería sacarle filo con su yugular. Cuando llegaron a esa casa los tres estaban borrachos. Para impresionar a la visita, Burroughs le propuso a Joan que hicieran el número de Guillermo Tell. Por la seguridad con lo que lo había dicho parecía que lo hacían seguido, que él tenía todo bajo control. Le puso una manzana en su cabeza y él se alejó unos dos metros. “Fue un accidente —le cuenta Bill a Victor Bockris muchos años después— en fin, si se va a hacer responsable a todo el mundo de todo lo que hace, hay que ampliar la responsabilidad más allá del nivel de la intención consciente. Yo estaba apuntando al borde del vaso. Pero aquella pistola era muy imprecisa”.
Después del fogonazo y del eco despiadado del disparo, vino un silencio atronador. Ella se quedó quieta por un momento y después empezó a caer lentamente, como una hoja seca. Bill se quedó mirando unos segundos y después se puso pálido mientras Lewis tocaba a Joan con un palo para ver si se movía. Había pedacitos de cráneo incrustados en las escaleras. Burroughs trató de serenarse y llamó a su abogado, la casa se había llenado de gente y todo el mundo lloraba como si conocieran de toda la vida a la mujer. El abogado tomó de los hombros a William y lo tranquilizó:
—Bueno, mira las cosas por el lado positivo, tu mujer ya no sufre, está muerta. Pero no te preocupes, yo, el señor abogado, te defenderé.
Le prometió que no iría a la cárcel pero igual fue. Incluso le tuvo que pedir a Jack Keroac y a sus muchachos dinero para pagarle al alcaide de la cárcel para que lo ubicara lejos de los violadores. Así vivió un año hasta que salió y pudo seguir herrando por el mundo.
Sus palabras se cocinaron en hoteles miserables de Tanger, Nueva York o París. Muchos creyeron que estaba muerto, pero en 1974 durante un concierto Patti Smith proclamó la vuelta de Burroughs a Nueva York: sus hijos los punks ya estaban dominando la escena artística, un reinado que duraría pocos años pero que aún hoy se puede ver su impronta.
Burroughs fue mucho más que el hombre que asesinó a su esposa. Fue sin duda uno de los más grandes escritores del siglo XX.