Te digo qué se siente: crónica de un entusiasmo

Te digo qué se siente: crónica de un entusiasmo

Testimonio de cuando Alemania se enfrentó a Argentina en Brasil 2014

Por: G Jaramillo Rojas
julio 22, 2015
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Te digo qué se siente: crónica de un entusiasmo
Foto: tomada de depor.pe

A poco más de un año de la final de la copa del mundo de Brasil 2014, que enfrentó a los seleccionados de Alemania y Argentina, reproduzco este testimonio del gran entusiasmo que se levantó por aquellos días en Buenos Aires.

I

En todas las callecitas de Buenos Aires que, como sus tardecitas, también “tienen ese qué se yo”, y sin importar la hora, ni el día de la semana, se fabricaba una soledad impensable, surgía de la nada un desierto, digamos cardinal, cada vez que la selección saltaba al campo de juego a disputar algún partido del mundial de Brasil. Y no era circunstancial ese extático recogimiento que sabe sufrir desde muy adentro hacia más adentro, con la naturalidad de los argentinos que, acostumbrados a hablar en voz alta cuando se trata de su pasión más grande, cerraron sus puertas y sus ventanas –como quien cierra distancias- para hablar a solas con la comunión que cada cuatro años los invoca a sí mismos.

II

El miércoles 9 de julio de 2014, Día de la Independencia argentina, salí a caminar plácidamente –como siempre- buscando un locro o un mondongo a la española para almorzar. Las calles permanecían extremadamente solitarias, y de vez en cuando, asomaban por alguna esquina un viejito muy elegante y bien abrigado, un pequeño grupo de turistas o simplemente transeúntes y habitantes de calle ampliamente desprevenidos y campantes. Estaba bueno salir a disfrutar de un paseo por la infinidad de gracias que guardan las calles de Buenos Aires. Incluso para el más perezoso y menos social de los mortales fue un día atravesado en la mitad de la semana en el cual, además de poder descansar de los ya acostumbrados barullos y sobresaltos que despliega cotidianamente la ciudad, pudo experimentar una tensión que no tenía nada que ver con el feriado nacional, y que se resumía en la doble lectura que se podía hacer de las banderas albicelestes, que colgaban en muchos de los balcones afrancesados que proliferan en la ecléctica Capital Federal. A la tarde jugaba la selección Argentina la segunda semifinal de la copa del mundo.

El organizador del certamen, Brasil, además de ser un país vecino y el rival histórico en numerosos asuntos -entre ellos, el fútbol-, había quedado fuera del mundial humillado, por una imponente Alemania que ya estaba instalada en la final. La presión era doble para Argentina: ganarle a Holanda –que se podía-; y si se tenía que perder que fuera de una manera digna… porque el país entero desde el partido inaugural se sentía local en Brasil.

III

Increíble. A las 17 horas, salir a la calle provocaba temor. No había nada. Ni nadie. O bueno, sí: un fastuoso atardecer de invierno con el auténtico sol de los venados. Silencio sepulcral. Comenzaba el partido. Terminaría, apenas, dos horas más tarde. A las 19, aunque ya con el cielo oscuro, el panorama era el mismo. Salí al supermercado chino por un par de cervezas y me sentía caminando por las ruinas de una ciudad abandonada, que además se me presentaba a modo de memoria y me hacía preguntar ¿qué es una ciudad si no recuerdos?

Argentina y Holanda empataban, esto significaba un alargue y si la paridad persistía los penales serían inevitables. La paridad persistió. Parecía que los únicos que querían evitar la lotería eran los holandeses. Acá todo el mundo estaba nervioso: el silencio sabe contar sus historias. La quietud es un índice de inenarrable angustia. Por un lado pensaba que estaría bien que se acabara todo y que, de una buena vez, el país se fuera a la mierda festejando ¿no? concluyendo con toda esta tirantez que les roía el alma; pero por el otro, la duda… ¿y si Argentina pierde? El silencio se volvería amargura y bueno, para cualquier foráneo resulta más cómodo compartir con la casa las alegrías que las turbaciones. Eso sí, con cierta nostalgia de esas que lo embargan a uno sin que el objeto o la situación de nostalgia haya pasado, se me ocurría rumiar la idea de que en cualquier momento iba a extrañar la Buenos Aires de esas tres horas. Ojalá pase a la final del domingo porque esa día, me imaginaba, todo este profundo mutismo y recogimiento propios de fervores religiosos, tendría que elevarse a la potencia mil.
IV

Los penales bien cobrados y atajados apenas susurraban ciertos rugidos muy sutiles para lo que es cantar un gol de verdad. Era nerviosismo en su más pura presentación. De repente, todo estalla: “¡Goool, Goool, Goool!” Todo rasgado con grito de guerra, del que triunfa más con el corazón que con la cabeza. Vencedores volviendo a vencer. A media camisa y rasguñando las piedras, sin piernas los jugadores y sin voz la hinchada, asistí al resurgir de la ciudad, pero no a su normalidad. Ojo.

El aire dejó de llamarse aire y se convirtió en emoción, las palpitaciones de esas tres horas hallaron el final del túnel y se enceguecieron con la luz de la victoria. Ojo. Este 9 de julio de 2014, sería el día de la independencia de los días de la independencia, claramente después de aquél que sucediera en 1816 cuando el Congreso de Tucumán proclamó la independencia de España.

“Volveremos, volveremos, volveremos otra vez, volveremos a ser campeones como en el ‘86…”. Cornetas, pitos, algarabías: el sol de la bandera argentina salió a las 20 horas de una noche de invierno para hacer olvidar el frío y para iluminar la pasión de un pueblo. Maxi Rodríguez, el pibe que metió el golazo con el que Argentina sacó del mundial a México en 2006, había sellado la clasificación con un certero remate que quemó el guante del portero holandés que, por suerte, no era Tim Krul. Sin embargo, Maxi no era el héroe, o el gran héroe, mejor. El más ovacionado fue un argentino nacido en una de las zonas más olvidadas y pobres del país: el misionero Sergio Romero, “porque Argentina es muy grande carajo” decía el comentarista de fútbol para todos de la televisión pública. Romero era el llamado al púlpito del cariño de un país, el portero que había atajado dos, el portero que tantos y tantas habían criticado antes del mundial, el portero los había llevado a la final, de la mano de muchas estrellas que, francamente, y a hoy, un año después, han brillado y siguen brillando por su ausencia en la albiceleste y que, para ese entonces, supieron encontrar su resplandor en las manos del guardameta.
V

“Brasil decime que se siente, tener en casa a tu papá”, cantan por la calle a diestra y siniestra hombres y mujeres y niños de todas las edades y clases sociales. Van caminando, en moto o en carro, vestidos de blanco y celeste, algunos gritan “y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés”; otros “vení vení canta conmigo que un gran amigo vas a encontrar, que de la mano de Lio Messi todos la vuelta vamos a dar”. Todos se dirigen a la avenida 9 de julio en busca de la línea recta que los llevará al obelisco: un pilón de piedra blanca que puede estimarse fálicamente y que marca el centro neurálgico de la ciudad. Y del país.

En los canales C5N y Crónica dicen que puede haber cerca de 30 mil personas festejando en las inmediaciones del obelisco y que siguen llegando. Las imágenes no mienten, pero, por las dudas hay que ir a comprobarlo. Gentes disfrazadas del Papa Francisco dando bendiciones, copas del mundo de cartón dispuestas sobre automóviles, buses atiborrados de hinchas por dentro y por fuera y banderas de todos los tamaños ondeándose con devotas y desenfrenadas antífonas: “A Messi lo vas a ver, la copa nos va a traer, Maradona es más grande que Pelé”. Volví a casa de madrugada a dormir algunas pocas horas y salir a trabajar con la expectativa de lo que sería el ánimo de los porteños cuando, asomara la luz del sol.

VI

Me encontré con un día normal, como cualquier otro tan común y silvestre que me impresionaba. ¿Cómo pasan del cielo a la tierra? La discreción a propósito del triunfo era meteórica y apenas era rota por las interminables notas reproducidas por los noticieros y el inclemente bombardeo de todos los diarios expuestos en los kioscos. No encontré los afamados visos de arrogancia y omnipotencia que todo el mundo cree tan propios de los argentinos, no encontré más que miradas un poco más suaves y cierta amabilidad en el trato de los porteños, amabilidad auspiciada por la calma, calma de esas que se atesoran, porque se sabe que la borrasca para bien o para mal, volverá en cualquier momento.

VII

Final Italia 90: Argentina vs. Alemania. Alemania campeona del mundo.

Cuartos de final Alemania 2006: Alemania elimina por penales a la Argentina dirigida por José Néstor Pekerman.

Cuartos de final Sudáfrica 2010: Alemania golea a la Argentina de Maradona.

Final Brasil 2014… Vamos a ver qué pasa.

VIII

No hay una confianza generalizada en el triunfo pero sí en el equipo. Para ser más exactos, en los huevos del equipo, porque se sobreentiende que Alemania es una tromba, pero “Argentina tiene identidad futbolística y venimos de menos a más”, me dice un señor que escucha mi tonada extranjera al hacer un pedido en una sucursal del Café Martínez, ubicada en la calle Arenales entre Riobamba y Ayacucho. Revanchas de la vida. Revanchas del fútbol. “Yo viví las glorias del ‘78 y del ‘86, la primera soltero y la segunda ya con Mariano -mi hijo mayor- no sabés lo que era. Ahora soy abuelo. Mi hijo ya es padre y bueno, es otro tiempo, pero todo esto ayuda a construir país. ¿Viste lo que significa para un niño ver a su selección campeona del mundo? Pasó con Mariano y ahora puede ser que suceda con mi nieto…”.

-¿Cómo se llama el chico? –pregunté-.
-Diego, como el más grande -respondió-.

IX

“El domingo más importante en los últimos 24 años” dice un reconocido periodista deportivo argentino, a propósito de la celebración de la final del mundial de fútbol de ese año. Y es que esto no es, para nada, una exageración, teniendo en cuenta que en general la pasión rioplatense –superlativamente histórica y atorrante- por este deporte, tiene su génesis en el hecho de que la gente entiende y vive el fútbol como una narración de dimensiones míticas y metafísicas, cuya prosa escolta -íntima y simbólicamente- las apologías y tradiciones más significativas de la identidad nacional. O identidades nacionales, porque tenemos que referirnos, de la misma manera y con la misma cadencia, tanto a argentos como a uruguayos.

X

Tal vez Jorge Luis Borges, un fustigador acérrimo y pedestre de la pasión futbolera, jamás haya logrado comprender las espectaculares dimensiones sociales y culturales que el fútbol tiene en un país forjado con el ímpetu de la migración, en el cual las nacionalidades de origen fueron lentamente superadas por la pujanza de nuevos procesos de caracterización locales atiborrados de éxitos políticos, deportivos, artísticos, etc. Así es, un país, o un sentimiento nacional -no los prosaicos patrioterismos ni los peligrosos nacionalismos- necesita de consagraciones y éxitos capaces de dotar de orgullo y sentimiento a los nativos o a los que de a poco, y con el tiempo, se van convirtiendo en connacionales de establecidas estanterías de rasgos comunes e idiosincrasias nacionales.

También están los que censuran a la FIFA, que aunque pueden llegar a ser muchos, no tienen tanta importancia como críticos debido a las flaquezas de sus argumentos antiburocráticos y anti marketing. “El mundo funciona así. Qué le vamos a hacer. Que todo está arreglado para tal equipo o tal jugador. Que hay protestas justas en Brasil. Que hay represión. Que todo es una ficción de la globalización.” “Y sí. Todo lo que aseguran no es que pueda llegar a ser cierto, simplemente lo es, como ya lo hemos comprobado este año con el estruendoso escándalo de esa mafia que involucró a medio mundo. Lo cierto es que muchos de estos detractores son o han sido los primeros en estar pegados a la pantalla siguiendo partido por partido e informe por informe”, afirmó Rodrigo, un asiduo cliente del que era mi lugar de trabajo hace un año, mientras me convidaba a un mate. Ahora bien, esta aserción me hace pensar en un aforismo medio desencajado: el mundo tal y como lo conocemos hoy tiene una clave interpretativa algo siniestra e intempestiva pero sumamente real: es como descubrir que Papá Noel no existe y seguir creyendo íntegramente en él, pero con la prerrogativa de no ignorar su no existencia. Que haya debate. Ya que eso acrecienta la importancia de cualquier evento. Y que también haya humor, claramente, porque el mundial tiene más afincadas las formalidades de un espectáculo y una contradicción, antes que de una verdadera y única competencia deportiva: es la masa que pasando por la masa se dirige a la masa.

XI

El domingo llegó. El diario Clarín dedica la mitad de su publicación a la trama finalista. Un domingo estándar hasta las 14 horas. De ahí en adelante era inevitable no sentir el hálito de la ceremonia futbolera. Ruido aquí y allá. Prisa y más prisa. Nerviosismo. Fue el despliegue logístico de la necesidad de todos los argentinos por hacerse parte del triunfo ajeno, como principal rasgo de todo lo que es absolutamente propio. Es la necesidad de distinguirse de otros que fueron invisibilizados por la derrota, pero que resultaron latentes gracias a la misma. Es la argentinidad al palo la que se viene en forma de marea desde todos los lugares y hacia ninguna parte y de ninguna parte hacia el mismo lugar: la historia, todos querían ser parte de la historia.

XII

Vería el partido entre argentinos en pleno centro de la ciudad a una cuadra del obelisco y en una confitería situada en Suipacha y Corrientes. Al llegar, un cartel en la puerta decía “No hay lugar” y todo, hacia dentro, parecía exánime. El flujo de gente era incesante en el microcentro. Miles de personas desfilaban hacia plaza San Martín a uno de los escenarios con pantalla gigante dispuestos por el gobierno de la ciudad para ver todos y cada uno de los partidos del certamen.

De la nada, y en medio del invierno, surgía una tarde primaveral enmarcada por el celeste del firmamento, el blanco de algunas nubes y un escrupuloso pero contundente sol. Escucho a alguien decir que era la bandera Argentina la que se desplegaba allá arriba. Y bueno, ese día cualquier cosa podía ser. Entre tantas cosas, escuché a periodistas deportivos agradecer al papa Francisco por ayudar al seleccionado con su divina influencia terrenal allá en el cielo para vencer a los holandeses. Los cánticos podían elevar la emoción de cualquiera. Argentina entera avanzaba a la gloria. Entré a la confitería por la dichosa reserva que los porteños acaudalados siempre traen debajo de la manga. La escena era así: una enorme sala repleta de gente cabalmente sentada con una pantalla gigante al fondo y un silencio fúnebre.

El partido ya había empezado y la gente se limitaba a mirarlo emitiendo simples ruidos de aprobación por jugadas favorables o de desaprobación por jugadas desfavorables. Punto. No hacían nada más, además de putear una que otra vez con cierta excitación temiblemente visceral. Pedí una cerveza al minuto 10 y tuve que esperar hasta el entretiempo porque el mozo estaba rotundamente ocupado viendo el partido. Empezó el segundo tiempo y la tensión se había multiplicado de forma apremiante. Alemania atacaba. Argentina bloqueaba y bloqueada. Fin del segundo tiempo. Inicio del primer tiempo extra. Nada pasaba más que las caras atrincheradas de los espectadores y algunos vítores aislados de los más aficionados. Fin del primer tiempo extra. Inicio del segundo. Los teutones son más físicamente, pero futbolísticamente no. “Argentina no está mal, pero no hay ideas, ni claridad en el juego. Hay que aguantar y confiar en la genialidad de Messi, una sola, parecida a la del partido contra Suiza cuando asistió magistralmente a Di María para que sacara ese zurdazo que mató a los suizos al minuto 115” comenta la pareja a la que doy la espalda. Paradójicamente ese sería el mismo minuto en el que Alemania metería el gol con el que se llevaría el campeonato mundial…

XII

Para los alemanes el triunfo y la derrota no son más que conceptos. Para los argentinos son, íntegramente, pasiones. Lágrimas y lágrimas y lágrimas y un poco más de silencio. Olvídenlo. “Hoy es el futuro” arguye un padre de familia mientras consola a sus dos hijitas. “Elogios para los muchachos” dice el mozo al que yo le rogaba que me trajera la cuenta.

“Han representado bien al país” escuché decenas de veces y de diferentes voces entre la inacabable multitud que abandonaba la confitería en mutismo repetido. Al salir, entré involuntariamente a otra multitud –tan gigantesca como dantesca- poseída por sentimientos encontrados. Pólvora. Vivas. Canciones. Euforia. Abatimiento. Regodeo. Júbilo. Desilusión. 45 mil personas aglomeradas en el obelisco. Nadie aplaudía un subcampeonato. La gente celebraba que Argentina nunca fue derrotada. Sólo fue un tanto impugnada por la soberbia procacidad de la suerte, que ese día jugó mezquinamente en contra de la pasión, pero extrañamente a favor del orgullo. Después algunos quemaron cosas y rompieron adoquines y estaciones de buses. Otros saquearon comercios y pelearon contra la policía. Pero la gran mayoría partió a sus casas en busca del recogimiento que les permitiera, al día siguiente, sentirse más grandes y más argentinos que el insípido y arisco día anterior, que les había negado la posibilidad de encanto y perfección y que, por medio del aparente naufragio, los había acercado más a sí mismos como los verdaderos protagonistas de ese gran meta relato que para ellos, y para el mundo se llama Argentina.

XIII

  • ¿Qué se siente?–Le grité a una de las miles de hinchas atrincheradas en el obelisco la noche del domingo 13 de julio-
  • ¿Te digo qué se siente? No sé, soy argentina, no brasilera. –Respondió estallándose de risa y convidándome a un fernet-

Esta pasión no tiene punto final, pensé, en fútbol y algunas otras cosas, esta es la tierra de los puntos suspensivos…

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