Siempre he dicho que si había algo que resulta verdaderamente asombroso en el caso de Raúl Gómez Jattin es que logró construir una obra, y por lo tanto un estilo, una manera muy personal de tratar con el lenguaje, en el delgado y peligroso filo que separa la razón y la locura, a lo largo de un cuarto de siglo entrando y saliendo de clínicas mentales, de cárceles, de hoteluchos hostiles y del duro pavimento mismo de las calles.
Y sin embargo, si hay algo que conecta todas estas experiencias es una poesía absolutamente fiel a sí misma, a la circunstancia particular del poeta; pero, ante todo, a una sobriedad y pulcritud en el lenguaje, no importa si se trataba de lo sublime de un canto de amor, de la magnífica caracterización de una escena o un relato, o de uno de esos desopilantes eróticos suyos que a tantos espanta.
Y esa coherencia y corrección en el pensamiento y la palabra que lograba plasmar en la escritura, era evidente también en su conversación y su discurso oral. E inclusive en su conducta y su comportamiento. Salvo que estuviera en una crisis muy profunda, casos en los que en más de una ocasión fue agresivo e inmanejable ya fuera en la calle o en casa o cercanía de los amigos, a quienes algunas veces llegó a maltratar en su locura. Pero no era su signo general. Hay que decirlo.
Aun en medio de una crisis podía ser sosegado aunque su mirada desorbitada y su agitada respiración pudieran indicar lo contrario.
Su segunda visita a Barranquilla fue por los días en que regresó de Cuba en donde se había sometido a un tratamiento siquiátrico que lo devolvió al país recuperado en muchos sentidos. Esa vez, luego de su recital en el Amira de la Rosa, fuimos con él y otros amigos al apartamento de Rafa Salcedo y Sarita Harb en el edificio García, y había que verlo departiendo en medio de la alegría y el regocijo de todos esa noche, y tomando leche en dos o tres ocasiones mientras todos los demás brindábamos alborozados con whiskey, ron y vino, sin que él se incomodara siquiera. Y fue el primero aquella vez en pedir permiso para retirarse porque estaba cansado y se despidió y regresó sin novedad a su hotel.
Sin saber exactamente cuándo, pero muy seguramente luego de ese encuentro en Barranquilla, y aún bajo los efectos positivos de su tratamiento en Cuba, coincidimos de nuevo una noche en la Casa de Poesía Silva de Bogotá, luego de un recital de poetas del Caribe, del cual él no hacía parte, y de allí fuimos a una reunión de amigos en la casa del poeta y músico Fernando Linero, en donde tuve el privilegio de conversar largamente con él en compañía de la poeta Tallulah Flores, hasta que indispuesto por la conducta alicorada de otro amigo, quiso retirarse y le acompañamos entonces de regreso a su hotel en el centro de Bogotá.
Al día siguiente nos invitaría a desayunar en una cafetería del centro muy cerca de su hotel en donde seguiríamos la conversación inconclusa de la noche anterior que se prolongó hasta casi la hora del almuerzo.
Podía lucir una cierta elegancia espiritual, una decencia que nunca fue impostura,
unas finas maneras que cabían perfectamente
en su tosca y gigante humanidad
Así también era Raúl. Amable y generoso. Podía lucir una cierta elegancia espiritual, una decencia que nunca fue impostura, unas finas maneras que cabían perfectamente en su tosca y gigante humanidad.
Pero aquel equilibrio y lucidez fue definitivamente un episodio feliz, pero demasiado frágil y corto. Muy pronto volvió a recaer y su salud mental se debatía en medio de dolorosos momentos de abandono y soledad dando tumbos entre hoteluchos, clínicas siquiátricas y el dudoso cobijo de una calle peligrosa y cruel, y de vez en cuando otra vez la cárcel por alguna pelea o algún escándalo.
Fue entonces cuando fui a visitarle a Cartagena un día de domingo. Era uno de esos pequeños hoteles en las inmediaciones del centro de la ciudad, en donde desde la media mañana hasta las cinco de la tarde estuvimos hablando de poesía y comiendo diabolines y tomando guarapo cargado de limón que nos servíamos de una jarra de plástico enorme que una mujer del hotelito se encargaba muy amablemente de rellenar cada vez que Raúl se lo pedía llamándola a gritos por su nombre.
Y rociaba preocupado Menticol en el aire del cuarto cuando quería disimular el olor a marihuana de un cigarrillo que alternaba ansioso a cada rato con otra sustancia en medio de nuestra conversación. Pero aquello parecía no sacarlo de su quicio aunque a veces se quejaba amargamente de la vida y de la gente.
Pero retomaba la conversación con la misma intensidad, citaba a Pessoa, hablaba de teatro, leía para mí poemas de Los hijos del tiempo, el libro suyo que más admiro; y leyó otra vez en voz alta la carta profética de Jaime Jaramillo Escobar. E insultaba a la madre de aquel que había publicado en la revista de El Espectador una nota descalificando su poesía.
Antes de despedirme aquel día lo invité a que me acompañara a comer algo, después yo tomé un taxi que me llevaría a tomar un bus y él se quedó fumando a grandes bocanadas en un pretil de Getsemaní… Y ya no lo volví a ver.