Los poetas se reunieron para escuchar un concierto de música macondiana en las paredes, con partitura de colores botafuegos a la vez bailarines y estruendosos cuanto mudos y fantásticos, porque todo es posible en los reinos que salen de las manos creadoras de demiurgos y demiurgas, como Claudia Ruiz y Winston Morales Chavarro, dos poetas que no se conocen, pero que sí se identifican en la capacidad de vuelo que les permite llegar al límite donde la nada es todo, para desde allí crear aquellos universos con los que soñamos los hombres y mujeres que pensamos que lo único capaz de desarmar y desalmar a los violentos es la poesía.
Allí, en medio del silencio frenesí, otro poeta, Guillermo Martínez González —confeso declarante de amor a las ventanas y artífice de Trilce, el rincón de los bellos libros viejos— dio la otra excelente noticia: Winston Morales Chavarro fue ganador del Premio de Poesía Universidad de Antioquia, el primero del siglo XXI y el más importante de cuantos en su género se otorgan en el país y que, aunque la gente que no se interesa por la poesía no lo sepa, hace mucho más por la esperanza y la alegría de los hombres y las mujeres de Colombia, que los bastonazos de ciego y los insulsos diálogos que desdibujan y prostituyen la palabra paz.
El libro que le valió este premio, Memorias de Alexander de Brucco, es ave exótica y resplandeciente en un momento de oscuridad y oscurantismo en la poesía, y por eso, junto a otras pocas voces completamente nuevas como la de Juan Felipe Robledo, constituye a la vez luz y esperanza en la campaña por el rescate del valor de la palabra. Allí, con vuelos de alta maravilla y humanización de seres que vienen de lo sacro y de lo mítico a trasegar destinos contemporáneos, Winston tiene la iluminación de la humildad al dedicarlo “a Amparo Chavarro Chavarro, por sus oraciones y rogativas”. Y claves como esta son las que ya no utilizan, quizás porque no lo sean tanto. Y por partida doble abre el camino: De Regreso a Schuaima es otra pequeña joya que circula al tiempo.
Winston Morales Chavarro es un opita universal, creador de un país donde todos, empezando por los cargadores de toallas y fusiles al hombro, deberíamos irnos a vivir, porque allí, igual que en el mundo musical de Macondo, dan ganas de cantar “cuando las palabras toman conciencia de no-ser ante la presencia invisible de tantos espectros”. Allí en Schuaima, el planeta país del poeta neivano, se puede sorber con la nariz rizada por el viento el olor de “las faldas invadidas de geranios” de las muchachas que lo habitan y que, como todos sus pobladores, tienen “el corazón muy cerca de la nariz” y cuyo lenguaje hace posible “conversar con las alturas, con las bellotas, con el viento en su estado de pureza, con el cosmos en su armonía milenaria”.
En Schuaima vive La Dulce Aniquirona, una mujer de humo que tiene ebrio de amor y de pasión al poeta que trepa en las altas copas de los yarumos y los algarrobos y las ceibas para cantar en ella a todas las mujeres y contemplar “la desnudez de su sabiduría y lo pequeña que es la tierra frente a la magnitud inconmensurable de otros universos”.
Como si fuera poco, el bellísimo pequeño libro editado en Granada (su Granada, la de Lorca, la de todos los poetas) sale al tiempo con el muy merecido premio y tiene puerta fulgurante abierta por un poema prólogo de Matilde Espinosa (“maga perenne de los cantos”). Macondo y Schuaima, países desde donde nos llaman “tamtamistas y tamborileros” para hacernos escuchar la música de los colores “Como un volcán en su canción de fuego/ como una colina de nieve roja”.