La trivialización de la muerte como herramienta política no cesa en este país. Así lo ha sido desde cuando nos volvimos república y las ambiciones de los antiguos dueños del poder colonial se chocaron contra el deseo criollo de imponer su punto de vista y no el de la Iglesia que había hecho, ladrillo a ladrillo, ley a ley, baculazo a baculazo, a este territorio llamado Nueva Granada. El manto de muerte lo seguirían construyendo por casi 210 de los 210 años que llevamos tratando de ser nación. Aquí se ha matado porque sí o porque no. Por limpiar el camino o por volverlo escalón para ascender. A nosotros ya parece no sorprendernos, pero a los ojos del mundo el asunto convierte a Colombia en un paria. Aquí, songo, sorongo en los últimos años han venido matando líderes sociales, primero poco a poco y masivamente desde cuando Duque llegó al poder y perdió públicamente el mando sobre las fuerzas uniformadas, (aunque me dicen que lo ejerce con dureza nunca antes vista desde la trastienda). El número de víctimas ha aumentado tan desproporcionadamente que ya no caben explicaciones personales. Por desgracia como han sido de a uno en uno, no hacen bulto en la brumosa conciencia que justifica cualquier muerte por cualquier razón más chísmica que inventada.
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Me explicó la explotación inmisericorde que hacían los compradores de oro de Medellín con los paupérrimos barequeros metiéndolos en líos con la Dian
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Todos los muertos son significativos, pero el del pasado martes en Zaragoza, Antioquia, me duele en el alma. El concejal de ese pueblo antioqueño Marion Chaverra Mosquera, quien me vino a buscar alguna vez para pedir claridad sobre el angustiado presente que vivía su acongojada zona aurífera, y después me explicó y consiguió todos los datos sobre la explotación inmisericorde que hacían los compradores de oro de Medellín con los paupérrimos barequeros metiéndolos en líos con la Dian para que yo pudiera hacer las denuncias, también fue asesinado.
Era un líder nato, hijo de una maestra que siempre aspiró verlo graduado en la universidad y que llegara a ser profesor de alguna más. Y como Chaverra lo logró y además ejercía de conservador y no le daba miedo decir en público lo que pensaba que en verdad sucedía en esa tempestuosa región, llegó al Concejo de Zaragoza y se convirtió en candidato a la muerte porque quería ser alcalde. En lejanía para los que viven en las ciudades, es apenas un muerto más. Para los suyos, para sus electores, para los que cada vez califican más atrozmente este cuatrenio, Chaverra es la repetición miserable de lo que los ambiciosos y los vengativos siempre nos han gritado en este país: “Matad, matad, matad”