Delgado pero imponente, con lentes de aviador, bigote poblado y sonrisa de dientes inmensos, Julio Henríquez Santamaría lideraba una reunión con miembros de esta comunidad cuando un grupo de paramilitares lo puso en la parte de atrás de una camioneta Toyota y lo secuestró.
Así desapareció para siempre el 4 de febrero de 2001.
Henríquez había estado organizando a los campesinos para que sustituyeran sus cultivos ilegales de coca por cultivos como el cacao, algo que el gobierno colombiano actual defiende como una de sus estrategia antidrogas al mismo tiempo que trata de acabar con una guerra civil que ha sido alimentada por el narcotráfico.
Pero a Hernán Giraldo Serna, o a sus hombres, no les gustaba esta estrategia. O no les gustaba Henríquez.
Ya muy lejos de aquellos tiempos en los que cultivaba marihuana a pequeña escala, Giraldo se había convertido en el Patrón, un capo de la droga y comandante paramilitar. Su misión ya había evolucionado de una lucha contra la guerrilla hasta convertirse en una empresa criminal y asesina que controlaba gran parte de la costa norte colombiana.
Henríquez no fue su única víctima; Giraldo, conocido como el Taladro por el apetito voraz que sentía por niñas menores de edad, tenía víctimas de todo tipo. Pero Henríquez fue su víctima emblemática. Y su familia fue lo suficientemente tenaz para perseguir a Giraldo incluso después de que, junto a otros 13 líderes paramilitares, se lo llevaran de Colombia a Estados Unidos el 13 de mayo de 2008 para afrontar acusaciones por narcotráfico.
Fue una extradición en medio de la noche que dejó al país atónito, que interrumpió de manera abrupta un proceso de Justicia y Paz en el que se acusaba a varios hombres de cometer una serie de atrocidades
Casi una década después de su extradición, Giraldo hace bolsos con envoltorios de papas y se los vende a los otros presos por “siete pollos”, es decir, siete porciones de pollo de la bodega de la prisión. Vestido con un holgado mono azul marino, el Patrón, que ahora tiene 68 años, parece una versión desmejorada de quien un día fue temible. Cabello gris, más delgado, de caminar lento. Pasa los días haciendo carteras con bolsas de papas fritas y vendiéndoselas a otros presos por “siete pollos”, es decir: siete raciones de pollo del economato de la cárcel.
“Mire”, dice con orgullo, tirando de una de las correas hechas con papel de aluminio. “Son de doble costura”.
Poco antes de la medianoche del 12 de mayo de 2008, a Giraldo lo despertaron bruscamente en una cárcel de Barranquilla, le dijeron que hiciera una maleta pequeña y lo subieron a un avión con destino a Bogotá. No le explicaron nada más.
Una vez allí, encadenado, con las manos atadas a la cintura y grilletes, lo subieron a un avión de Estados Unidos junto a una buena representación de los paramilitares colombianos. Volaron rodeados de un silencio aplastante, enfadados porque el presidente de la mano dura, con quien “compartían ideología” en palabras de Giraldo, había roto su promesa de no extraditarlos.
Tras años de negarse a entregarlos, el presidente Uribe había hecho una petición urgente a Estados Unidos: ¿esos líderes paramilitares? Llévenselos. Inmediatamente.
Giraldo era uno de ellos.
En una cárcel al norte de Virginia, los demás colombianos se ponían de pie cuando Giraldo entraba en la clase de inglés. Afilaban sus lápices y le daban papel, recuerda el director, Ted Hull.
Si no fuera por esos detalles, los funcionarios de la prisión no habrían sabido con quién trataban. Que ese prisionero de edad avanzada que sufría de ciática y hablaba con las manos porque nunca logró ser fluido en inglés, fue una vez líder de una organización paramilitar con unas 4000 víctimas en la memoria y unas 1800 violaciones serias de los derechos humanos. Dicen que ahora Giraldo es el tipo de reo dócil que cruza las manos a la espalda incluso cuando no está esposado.
Pero incluso aquí, en territorio que controlaba Giraldo, desde el bullicioso mercado del puerto de Santa Marta hasta las colinas de la Sierra Nevada, pasando por la costa del Caribe, sigue siendo esa especie de padrino de sombrero y foulard al cuello cuya presencia aún se siente.
“Este señor desde que se desmovilizó dejó en la zona estructuras armadas protegiendo el territorio”, dijo Priscilla Zúñiga, asesora de seguridad del alcalde de Santa Marta. “No hemos dejado desde el 2006 hasta el 2016 de tener presencia armada ilegal en la zona. Ahora se llama el clan Giraldo”.
Zúñiga habla desde la oficina ubicada en el mercado, que cuenta con una estación policial para señalar que el gobierno trata de recuperar el control de la zona de manos de los hombres de Giraldo que aún tratan de cobrar extorsiones por protección en su nombre.
Esa fuerte presencia policial sorprende a los visitantes pero, en general, la región trata de esconder su historia manchada de sangre, la amenaza que aún sigue ahí, presente. Es casi imposible imaginar los cuerpos enterrados en fosas clandestinas tras este paisaje de postal en el que montañas con picos cubiertos de nieve se yerguen sobre playas con palmeras y flotan botes de pesca en aguas cubiertas de helechos mientras grupos de mujeres lavan la ropa.
Desde el principio, la historia de Giraldo, reconstruida a partir de entrevistas, registros judiciales, documentos del gobierno y su propia confesión, se cruza con la guerra civil colombiana. Nació en 1948, el año que dio inicio a la década del baño de sangre que se conoce hoy como La Violencia.
No parecía destinado al liderazgo. Estudió hasta la secundaria y dejó su casa para trabajar en fincas. Su abogado, a quien le gusta recalcar la frase, dice que incluso ahora Giraldo sigue siendo “un campesino de corazón, el tipo de persona que quiere levantarse de madrugada y trabajar la tierra bajo el sol”.
Pero en los años setenta, Giraldo comenzó a formar parte de “la bonanza marimbera”, el boom de la marihuana que precedió al de la cocaína. Organizó un sistema de transporte en mulas que recogía la marihuana en zonas aisladas y la llevaba hasta la costa.
La primera vez que tuvo que cometer un acto violento fue cuando su hermano menor fue asesinado durante un asalto en el mercado de Santa Marta. Para vengarlo, contrató a un grupo liderado por un tal Drácula y seis hombres murieron. Fue el principio de un largo proceso de limpieza social para eliminar “indeseables”. Ladrones, prostitutas, homosexuales, mujeres infieles, brujas e izquierdistas.
Cuando Drácula fue asesinado, Giraldo se quedó con su negocio. Heredó sus intereses en la naciente industria de la cocaína que controlaba entonces el Cartel de Medellín. Transformó su grupo de seguridad en una milicia cuando las Farc trataron de poner pie en su territorio e intentaron asesinarlo tres veces.
Un mercenario israelí entrenó a sus hombres y para practicar lo aprendido masacraron sindicalistas bananeros en fincas que se suponía eran bastiones guerrilleros.
Giraldo fue arrestado como responsable de las masacres. Y ahí cayó en el radar de Estados Unidos, identificado en un cable diplomático como un “asesino de alto nivel del Cartel de Medellín”, cuya detención “muestra que las autoridades colombianas no se hacen de la vista gorda respecto a los crímenes cometidos por la derecha”.
Fue condenado a 20 años de cárcel. Pero para ese momento se había exiliado en la remota Sierra Nevada. Desde allí gobernó sobre el territorio bajo su control durante más de dos décadas, protegido por un grupo de 200 hombres y por familias de la élite y sus dependientes, según las autoridades.
Según Zúñiga, “él no usaba un campamento como tal, como en la guerrilla. Su campamento era la comunidad porque él era parte de la comunidad, entonces las casas eran sus casas, las fincas eran sus fincas”.
“A pesar de ser, para nosotros como institución, un delincuente, para las comunidades siempre fue visto con mucho respeto, y no solamente respeto por miedo sino respeto por la organización que le dio al territorio, porque había mucha ausencia de Estado en la zona”, agregó.
‘Ya comenzaba a violar niñas’
Cuando la hija mayor de Henríquez, Nadiezhda se encontró por primera vez con Giraldo, lo que vio fue su mejor lado, casi benigno, el de una autoridad local. Entonces era profesora y apreciaba que Giraldo resolviera conflictos entre su pequeña escuela y los pescadores que la utilizaban para almacenar su material.
También se dio cuenta de su lado más siniestro. Perdió a sus tres alumnas cuando su madre las envió lejos para protegerlas de la voracidad del Patrón. “Ya comenzaba a violar niñas”, recuerda.
Como un señor feudal, Giraldo ejercía “una especie de derecho de pernada” sobre las niñas de la región, según un oficial de seguridad colombiano que no está autorizado a hablar con la prensa.
“Las personas buscaban acercarse a Hernán Giraldo y llevaban a sus hijas o le facilitaban que pudiera tener relaciones sexuales con sus hijas porque era la forma de salvaguardar su vida, porque mientras tengas vínculos con el jefe, te sientes protegido”, dijo el funcionario.
Cuando Giraldo dejó las armas, un fiscal le preguntó en una vista pública por qué le llamaban el Taladro. Se sonrojó, pero parecía orgulloso del apodo, dicen quienes estuvieron presentes. El fiscal le preguntó directamente si tenía que ver con su predilección por las vírgenes.
“Podría ser”, respondió.
Los fiscales colombianos comenzaron a examinar al detalle sus relaciones, comenzando por las madres de los 24 hijos que reconoce. Llegaron a llamar a Giraldo el “mayor depredador sexual del paramilitarismo”.
Durante el proceso de Justicia y Paz, aceptó la responsabilidad de 35 actos de violencia sexual, algunos cometidos por sus subordinados, incluida la violación de 11 menores de 14 años.
El sumario de los fiscales recoge los casos como una letanía de consentimiento no informado que formaba parte de una dinámica patológica.
Tras el análisis de certificados de nacimiento, Humanas Colombia, una organización feminista, calculó que al menos 13 menores de edad tuvieron hijos que fueron “producto de accesos carnales violentos” de Giraldo. Nueve de ellas tenían menos de 14 años cuando dieron a luz.
Algunas eran incluso demasiado jóvenes para quedarse embarazadas, como la hija de nueve años de sus cocineros. Adriana Benjumea, directora de Humanas, dijo que Giraldo le compró muñecas a la niña y le dijo que “no le diga nunca a su mamá porque la mato”.
Desde el mismo momento que inspectores de la policía llegaron a este lugar para investigar la desaparición de Julio Henríquez, se encontraron con un muro. “Desde el momento de nuestra llegada hasta la partida, se percibe la ley del silencio que impera allí”, dice un informe de la policía.
La mujer de Henríquez y su hija mayor se habían enfrentado a los mismos miedos cuando huyeron a toda velocidad hacia el pueblo después de recibir la llamada en la que se les informó que había sido secuestrado. “Déjalo ir”, les dijeron. Eso enfureció a Nadiezhda Henríquez, quien ahora es abogada de derechos humanos.
“Bueno, me matarán algún día, pero no es por miedo”, dijo durante una entrevista en Bogotá.
Su padre tampoco tenía miedo, explica, era un defensor de la naturaleza, decidido a trabajar junto a los campesinos y pescadores para retomar el control de la región de manos de los traficantes. En su propia finca, muy extensa, estaba creando una reserva natural, plantando árboles indígenas y arrancando la marihuana y coca que plantaban sin su consentimiento. No era moralista ni estaba contra las drogas, pero le preocupaba la deforestación que causaba el cultivo de coca, según recuerda su hija.
El pasado de Henríquez lo convertía en objetivo, según los documentos de la justicia colombiana. Giraldo defendió ante el tribunal que no tuvo nada que ver con el crimen, pero que había dado órdenes a sus hombres de que “todo lo que oliera a subversión fuera eliminado en esa zona”.
Henríquez había sido miembro de la guerrilla del M-19 aunque se había beneficiado de una amnistía concedida 17 años antes de su muerte. Su nuevo activismo (acababa de crear una organización no gubernamental llamada Madre Tierra) era una amenaza real, de aquí y ahora, según el testimonio del exparamilitar Carmelo Sierra.
‘La mafia no perdona’
“Es obvio que el señor Hernán no compartía eso, lo que el señor le estaba planteando a los campesinos, porque él es cultivador de coca y porque al invadir sus terrenos es motivo suficiente para matar a alguien”, dijo Sierra ante el juez. “La mafia no perdona”.
Sierra dijo que Giraldo envío a uno de sus hijos, el Grillo, para entregar un aviso: “Deja la ciudad o atente a las consecuencias”. Pero Henríquez no lo hizo. Así que siete de los hombres de Giraldo se alistaron una mañana, se vistieron de civiles y se encaminaron a la montaña para “hacer desaparecer al señor de la ONG”.
“Sinceramente, no sé qué pasó con él”, testificó Sierra. “Yo no sé si lo degollaron o lo descuartizaron. No sé cómo sería la muerte de él ni dónde lo enterraron”.
Ocho meses más tarde, agentes de la lucha antidrogas que investigaban las actividades de Giraldo fueron asesinados junto con un grupo de turistas y un empleado del hotel en el que se alojaban en la playa. Eso provocó una importante operación antinarcóticos y una guerra entre los paramilitares en la que el “Frente de la resistencia” de Giraldo fue derrotado por otro señor de la guerra, Rodrigo Tovar-Pupo.
En 2005, Giraldo y Tover-Pupo fueron acusados en Washington de conspirar para fabricar cocaína y enviarla a Estados Unidos. Según los fiscales, ellos y sus aliados estaban implicados en el envío de miles de kilos de cocaína que dejaron el norte de Colombia en lanchas rápidas con motores y combustible adicionales.
Un año más tarde, Giraldo —de mala gana, según las autoridades locales— dejó las armas en el proceso de paz con los paramilitares; 597 de sus hombres entregaron 73.000 cajas de munición.
En 2007, su abogado entregó las coordenadas que llevaron a las autoridades hasta los restos de Henríquez en una fosa común. Su hija Nadiezha asistió a la exhumación con su madre. Fue un momento esperado tras años de incertidumbre.
“Nunca pensé en que lo encontraría como lo encontramos: en una tumba del monte, todo tan verde, bajo un árbol, cerca de arroyos que se vuelven ríos, con el musgo y la piedra de la Sierra Nevada”, declaró Nadiezha como parte de su testimonio el jueves. “Con las manos amarradas atrás y dos tiros de gracia en la cabeza, con una ropa que no era de él, sin un zapato, sin un pie, sin parte de su boca. Solo huesitos”.
La familia de Henríquez no creía en el proceso de Justicia y Paz y presionó para que Giraldo fuera juzgado por la desaparición forzada ante una corte ordinaria. En 2009, después de su extradición, se le condenó en ausencia a 38 años y medio en prisión y a pagar una reparación de mil gramos de oro, unos 43.000 dólares.
Pero eso está fuera del alcance de la justicia colombiana. Así que la familia decidió viajar a Estados Unidos para pedir justicia.
Pocos meses después de que Giraldo llegara a Estados Unidos, fue transferido a la prisión de Northern Deck, donde cumplen condena traficantes mexicanos, pandilleros centroamericanos, yihadistas y combatientes colombianos de bandos enfrentados. Según Hull, el director del penal, se llevan bien.
Casi todos tenían abogados defensores. Pero Giraldo decía que su familia era pobre y que “un amigo” era quien asumía el coste de su defensa en Estados Unidos. Las tarifas pueden ser altas: un documento del caso de Tovar-Pupo revela que pagó a su abogado 390.000 dólares.
“Los únicos que ganan en todo esto de la extradición son los abogados”, dijo Feitel, el abogado de Giraldo.
En la defensa de estos hombres, sus abogados estadounidenses hacían hincapié en el contexto político de los crímenes y los presentaban como luchadores por la libertad cuyo movimiento se corrompió por culpa del tráfico de drogas. Uno de los abogados de la defensa, en referencia al apoyo de Estados Unidos al Ejército de Colombia, llegó a decirle al juez que un famoso líder paramilitar llamado Carlos Jiménez Naranjo “fue inicialmente, y podemos decirlo abiertamente, financiado por nuestro propio gobierno”.
En una ocasión, un juez de Florida obstaculizó la idea de una segunda reducción de condena a un jefe paramilitar. Así se llega a una situación, según el juez William Terrel Hidged, en la que cualquier reducción de condena “tiende a denigrar la seriedad del comportamiento del sujeto acusado y amenaza con provocar que el público le pierda respeto a la administración de la justicia criminal”.
Los restos de Henríquez se encuentran en el mausoleo de la familia. En 2007, el abogado de Giraldo entregó las coordenadas que llevaron a las autoridades hasta sus restos en una fosa común. Su hija, Nadiezha, asistió a la exhumación con su madre. Credit Tomás Munita para The New York Times
.A principios de este año, dos mujeres jóvenes se aproximaron con cautela a las autoridades de Santa Marta. Habían decidido revelar que habían sido víctimas de la violencia sexual de Giraldo incluso después de su rendición y promesa de no volver a cometer crímenes. Tenían menos de 14 años y las habían llevado con Giraldo como visitas conyugales primero en una zona de detención especial de paramilitares y luego en una cárcel.
Sus acusaciones eran tan sensibles que ahora están bajo protección. “Este año, me tocó la protección inicial de las dos chicas que denunciaron y las sacamos de la zona debido a que los hijos de Giraldo iban a matarlas”, dijo Zúñiga, la jefa de seguridad de Santa Marta.
“Ahora aparecen montones de víctimas en Colombia porque les dan dinero”, dijo en referencia a las reparaciones, que pocas víctimas han obtenido.
Si se prueban, esas acusaciones serían la base que serviría para denegar a Giraldo la sentencia de ocho años que obtendría bajo el amparo del proceso de Justicia y Paz. Afrontaría el resto de su vida en prisión. Si Estados Unidos decide enviarlo de vuelta.
Y eso es en lo que se apoyan los Henríquez.
Les llevó casi ocho años conseguir que Estados Unidos las aceptara como víctimas para poder participar en el caso de Giraldo. Sus abogados adoptaron un enfoque nuevo al argumentar que la ley de derechos de las víctimas de 2004 es aplicable. Explicaron que aunque Henríquez era una víctima extranjera de un crimen cometido en el extranjero, su crimen fue consecuencia de la trama de narcotráfico en la que participaba y de la que se declaró culpable.
El Departamento de Justicia no estuvo de acuerdo y no intercambió opiniones con los Henríquez sobre las decisiones del caso ni les informó de los pasos del procedimiento.
Bela Henríquez Chacín, a la izquierda, y su hermana, Nadiezdha, ven fotos de su padre en el Centro Nacional de Memoria Histórica de Bogotá. Bela dará una declaración cuando sentencien a Giraldo en Washington el mes que viene. Credit Tomás Munita para The New York Times
La familia permaneció en la más completa oscuridad porque el Departamento de Justicia hizo que el juez sellara los archivos del caso, así como la moción en la que solicitaba esa restricción de información. No fue hasta que un comité de periodistas por la libertad de prensa presentó una demanda el año pasado, que se abrió el legajo del caso Giraldo.
Aunque el juez denegó en un principio que los Henríquez fueran víctimas, cambió de opinión después de que una corte de apelaciones le pidiera que lo reconsiderara: “Creo que los peticionarios han establecido que su argumento de que si no fuera por la implicación del acusado, el fallecido no habría sido asesinado”.
Feitel, que considera que los Henríquez son “falsas víctimas molestas que ladran a espaldas de mi cliente”, se enfadó. Visto con perspectiva, Paul Cassell, quien fue juez federal y es experto en derechos de las víctimas, dijo que los casos de narcotráfico suelen tratarse como casos sin víctimas. “Esto crea un precedente real”, dijo. Podría tener consecuencias para capos violentos como Joaquín Guzmán, el Chapo, cuya extradición ya ha sido aprobada por México.
Después de la vista judicial de marzo, Altholz llamó a las hijas de Henríquez a un aparte fuera del edificio de los tribunales. “Ganamos”, dijo. “Ganamos”.
A la familia Henríquez no le gusta hablar de los avances en el caso porque despierta de nuevo una sensación de dolor. “Somos como esos muñequitos de goma de un botoncito y se desbaratan”, dijo Bela Henríquez. “Pero fui contenta”. Nadiezhda fue más cauta.
“Los derechos son meramente procesales”, dijo. “Tiene su sentido pero también es bastante limitado en lo que está internacionalmente reconocido a las víctimas como su derecho: verdad, justicia y reparación”.
Dijo que durante la persecución de estos paramilitares, el gobierno de Estados Unidos se implicó en “negociaciones sobre justicia, y eso no es justicia”. Se centraron en el daño causado a Estados Unidos y no “en lo que nos hicieron”.
¿Qué tipo de sentencia quieren los Henríquez para Giraldo? “Queremos el tiempo suficiente para que esto se desmantele, para que en mi tierra haya paz”, dijo Nadiezhda.
Si se desmanteló en realidad a los paramilitares y qué papel jugaron las extradiciones, es un asunto a debate en Colombia. Pero las bandas criminales —bacrim, en la abreviatura que se usa habitualmente, que nacieron después de que los paramilitares se diluyesen— son consideradas sucesoras formales de los paramilitares en el acuerdo de paz actual.
Cerca de Santa Marta, el estallido más reciente de violencia neoparamilitar sucedió a finales de 2013. Cientos de civiles tuvieron que dejar sus pueblos durante un enfrentamiento entre el Clan Giraldo y un grupo rival que duró cuatro meses y dejó cientos de muertos. Desde entonces, los parientes de Giraldo luchan entre ellos por el control.
“Si Giraldo estuviera en la cárcel aquí y no en Virginia, no veríamos esta disputa territorial”, dijo Zúñiga. Y añadió: “No creo que Santa Marta esté preparada para su regreso”.
Bela Henríquez, que espera su visa para ir a Estados Unidos, espera poder mirar a la cara en una sala de audiencias al hombre condenado en rebeldía por la desaparición de su padre.
“Yo no sé qué estará pensando Hernán Giraldo, pero por lo menos que tenga que ver con los crímenes que cometió en Colombia, que no quede en el olvido”, dijo. “Que tenga que reconocer que su negocio cobró vidas y no solamente una vida de un líder o una vida de una comunidad, sino que influencia la vida de todo el país. Afectará no solo a las familias que tenían que cargar con el peso de la violencia, sino que influencia la vida de todo el país, la historia de todo el país, de generaciones en adelante”.
Publicado originalmente en NY Times con el título: Justicia interrumpida: Paramilitares en Colombia, presos privilegiados en Estados Unidos