En todas las listas de lugares que hay que procurar conocer en esta vida antes de pasar a la siguiente aparece este exclusivo y peculiar camposanto hindú, una de las 7 maravillas del mundo moderno. Probablemente es una de las estampas más majestuosas que se pueda uno encontrar por los caminos de Asia. Lo que tal vez mucha gente no sabe es que detrás de la belleza arquitectónica del Taj Mahal hay una historia de amor no menos apasionante y estremecedora que lo ha convertido en un destino pleno de romanticismo. En el recorrido por este patrimonio de la humanidad, reconocido como tal por la UNESCO en 1983, la fuerza sentimental se palpa en el ambiente. El mármol, el agua, los jardines, las flores de loto, el cielo, el jaspe, el lapislázuli, las malaquitas, las turquesas, las cornalinas y los tonos de los rayos del sol, de un ámbar mágico al caer la tarde, crean una atmósfera que envuelve al visitante en la emotividad de una hermosa leyenda que se forjó hace más de 600 años.
Todo se remonta al lejano siglo XVII. Un día Sha Jahan, hijo del emperador musulmán Jehangir, perteneciente a la dinastía mogol, curioseaba las diferentes mercancías que se exponían en un bazar de una ciudad al norte de la actual India, cuando se detuvo en un puesto donde se vendían cristales. No fueron precisamente las piezas de cristal las que llamaron su atención, sino la belleza de una bella muchacha que regentaba el negocio y que respondía al nombre de Arjumand Bano Begum. El flechazo fue tan certero que lo dejó sin palabra. No fue capaz tan siquiera de preguntarle por su nombre. Al poco tiempo comenzó una relación presidida por un intenso sentimiento que siempre prevaleció ante la adversidad. Después de cinco años de persecuciones e impedimentos de su progenitor, que se oponía a la pareja, los enamorados se unieron en matrimonio y Arjumand se convirtió en la princesa Mumtaz Mahal, lo que traducido al español viene a ser algo así como ‘la elegida de palacio’.
Pasaron los años y ambos vivían en una felicidad permanente e idílica en pleno esplendor del imperio mogol. Un romanticismo perpetuo donde no se separaban, ni siquiera en el desarrollo de las campañas que el futuro emperador debía realizar. Ella siempre vivía colmada de atenciones, no había día sin flores y sin detalles y no había descanso para traer descendencia al mundo. Imposible imaginar que en el empeño de dar vida se hallaría la muerte. El viejo emperador Jehangir murió y Sha heredó la corona, convirtiendo a su princesa en la más bella emperatriz de la India y el mundo entero. La vida era de color de rosa, ajenos a que los negros nubarrones se vislumbraban no muy lejos en el horizonte.
Corría el año 1630 cuando en el transcurso de una de las campañas militares que tenía lugar en Burhanpur, el nuevo emperador recibió un aviso inquietante. El parto número 13 de la adorada esposa y madre, fatalidad de la cifra, se había complicado. Sumido en angustia y desesperación, marchó a toda prisa a la no muy lejana tienda donde se mascaba la tragedia. Llegó apenas con el tiempo justo de poder estrechar en sus brazos a su moribunda amada.
El emperador viudo no halló refugio ni consuelo. Su llanto incesante y su profunda languidez lo llevaron a encerrarse en una fortificación a la orilla del río Yamuna, en la ciudad de Agra, en el estado hindú de Uttar Pradesh, de donde no se movería jamás y donde pasaría los últimos años de su vida sumido en un dolor infinito y abandonando su imperio a las manos de los que estaban llamados a ser sus sucesores. Tan solo una cosa lo mantuvo vivo, el anhelo de ver terminada la joya funeraria que su corazón inspiró en memoria de Mumtaz.
Con la vista perdida en aquel remoto rincón del lejano oriente, guiado por ese amor eterno, se dio a la tarea de levantar el más bello mausoleo que la humanidad pudiera imaginar. Para ello no reparó en gastos y mandó reclutar a los más ilustres arquitectos, los constructores más reputados, los obreros más cualificados y los materiales más sofisticados y lujosos. Tal fue la ambición, que el propio río Yamuna fue desviado a fin de que sus aguas pudieran hacer de espejo del edificio. El Mahal debía ser un digno y secular lugar de reposo y de permanente recuerdo de una intensa historia de amor que vivía en su corazón, así su otra mitad hubiera muerto.
La construcción se demoró más de veinte años hasta que pudo alojar los restos de la bella Mumtaz Mahal. Lógicamente, a su lado quedó un espacio para que poco más tarde fuera enterrado su amado emperador, quien sumido en la melancolía y viendo realizado el sueño de aquel majestuoso mausoleo, perdió cualquier apego por la vida y deseó con todas sus fuerzas ir en busca del más allá para encontrarse con “su amada, su esposa, su alma hermana” tal como nos anuncian sus versos.
Desde el mismo pórtico de entrada al mausoleo, unos pasajes del Corán describen el paraíso que su inspirador buscaba. Un gran portón de bronce introduce al palacio de perlas rodeado de tal simetría y armonía en un entorno que evoca los jardines del propio paraíso. Jardines donde poder sentarse a dejar libres los sentidos mirando al azul intenso del cielo hindú y la transparencia de las aguas del estanque. La banda sonora de los cánticos y las oraciones son un buen hilo musical para intentar imaginarse el llanto de aquel desolado emperador, lágrimas que fueron el origen de esta soberbia construcción, y admirar el esplendor de la maravilla que engendró esa tristeza. Una pena que fue fruto de la pureza de un sentimiento noble que trascendió la noche de los tiempos.
l mejor momento para despedirnos es en el crepúsculo. Símbolo de hecho del ocaso de una vida marcada por un amor, los tonos anaranjados del atardecer forjan otra impresionantes fotografía del que es considerado un inigualable ejemplo de arquitectura mongola combinada con arquitectura islámica, persa, india y turca.