Susto de infarto… y al parto
Opinión

Susto de infarto… y al parto

A estos 64, siento que el susto fue un laboratorio para volver a entender lo obvio: que la muerte es inevitable para todos. Que vida y muerte conviven

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diciembre 30, 2016
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Por allá en 1968 salió el larga duración de los Beatles, Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band.  En el lado dos, que culmina con A Day in the Life, había una canción, Cuando tenga 64, de McCartney. Es un canto de amor a una novia con la que se sueña envejecer. Comienza con “cuando me vuelva viejo y pierda el cabello, dentro de muchos años… ¿me necesitarás aún, me alimentarás aún, cuando tenga 64?” Al final, la letra habla del anciano de 64, junto a su mujer tejiendo y consintiendo nietos.

En los 64 que ahora tengo, coinciden una gran experiencia en contravía a la canción y otra muy alineada. Noticia de parto, una, y susto de infarto, la otra.

La primera, que mi esposa está embarazada o, mejor, que ambos lo estamos. Después de un primer trimestre duro, lo que han indicado la ginecóloga y las ecografías es que el proceso va bien. Faltan pocas semanas y nada anhelo más que el chiquito nazca bien y sea amado. Estoy feliz por mi, pero más aún, por la dicha de Rocío, mi esposa.

Tuve dos hijos que han sido mi adoración. Natalia, mi monita divina, de 32, y Antonio, que murió en un accidente a los 19. No hay día que no lo extrañe. Algunos me dicen que la llegada del bebé es una compensación por la ausencia de Antonio. Yo sé que no es así,  nadie llena su vacío. Sin embargo, la noticia me genera una enorme alegría que convive al lado del dolor. Muerte y vida, así es el cuento.

 

Medí la tensión arterial con un aparato casero. El resultado, 175.
Llamamos un Uber y salimos a urgencias a eso de las 5:30 p. m.

 

La segunda ocurrió hace poco. Suelo jugar squash con mi amigo Gabriel. Nuestro nivel es bastante bajo, pero nos divertimos, hablamos mal del prójimo y sudamos como caballos. En nuestro último encuentro me ganó 9 a 5 y todo transcurrió normalmente: después de jugar y estirar, comimos fruta, nos metimos en el baño turco. Por la tarde, en casa, sentí un fuerte dolor en el pecho que iba y venía; me sentía agitado. Se lo comenté a mi esposa; medí la tensión arterial con un aparato casero. El resultado, 175. Llamamos un Uber y salimos a urgencias a eso de las 5:30 p. m.

La consulta comenzó con sesión de preguntas sobre síntomas y antecedentes, y electrocardiograma. Resultado: normal. El médico solicitó una prueba nueva: la de troponina. Entendí que medía el aumento de unas enzimas que, por encima de un cierto nivel, indica infarto del miocardio. Me sacaron la muestra de sangre y dijeron que esperara. Me pregunté qué agobios sufrirían las personas con las que compartía la sala

Hice planes para el día siguiente. Me sentía mejor. Por ahí a las 9:30 p. m. escuché mi nombre por los parlantes. Me recibió una doctora amable que hizo un recuento del proceso y soltó de una la bomba: usted ha sufrido un infarto de miocardio. La prueba dio positivo. Vamos a suministrarle medicamentos de emergencia y lo remitiremos a una clínica cardiovascular.

Rocío, con su barriguita, impecable, serena.

Comenzó un nuevo ciclo en el que la maquinaria hospitalaria asume el manejo de mi cuerpo. En minutos me vi reducido a una camilla en una habitación que tenía el título de Reanimación, con tubos de plástico que por los que corrían oxígeno y suero, conectado a un monitor  y, por supuesto, yo que soy un adicto del celular, incomunicado. Pataleé como niño para que me dejaran hacer dos llamadas y, además, que me permitieran hablar con Rocío. Imposible, me dijeron. Contraataqué diciendo que si no me lo permitían me iba a angustiar más y que eso no convenía. El chantaje funcionó y al cabo me tocó entregar el celular.

Lo que me hizo comprender que, desde el punto de vista médico, me encontraba en otro umbral, fue la pregunta metafísica del médico en Reanimación: ¿Cree usted en Dios? ¿A qué Iglesia pertenece? Se me disparó el miedo. La respuesta fue un no rotundo, seguida de espasmos de angustia que puedo resumir en la paradoja entre la alegría de Rocío con bebé a bordo y mi propia dicha, por un lado,  y la posibilidad de su marido o vaciado o muerto, por otro. ¡No puede ser! Aunque sí podía ser: yo no conocí a mi padre, que murió cuando yo tenía año y medio, y mi hermana tres meses. Y algo simple: la gente se muere y yo soy parte de la gente.

La ambulancia que me llevó a la otra clínica salió casi a media noche. Una enfermera de Barranquilla y un auxiliar casanareño, de Maní, con quien hablamos de joropos, iban a bordo.

 

Por doquier, pacientes en camas, sillas de ruedas,
entubados, callados,
quizás en las mismas que yo o más graves

 

Por doquier, pacientes en camas, sillas de ruedas, entubados, callados, quizás en las mismas que yo o más graves. Ya en cuidados intensivos, conectado al aparataje, el prospecto era que a las 7 a. m. se me haría el cateterismo para determinar qué tipo de procedimiento, también invasivo, se me aplicaría.

El médico residente me hizo tomar otra muestra de troponina para examinar la variación entre una y otra toma y me suministró nitroglicerina, entiendo que para reducir la presión arterial.

Seguía con el miedo y me acordé de la conciencia de la respiración para los momentos difíciles. Los monitores emitían diversos sonidos, a diferentes ritmos. Elegí uno, regular, bip-bip-bip, y decidí inspirar contando tres y exhalar igual y retener dos al ritmo del monitor. ¡Funcionó! Los hechos estaban ahí, pero mi actitud fue diferente al vaivén de mi respiración. Pude dormir casi dos horas. La enfermera entró a las 4 a. m.  para rasurarme en las zonas donde iban a introducir los catéteres.

Oh, sorpresa, la platica de la afeitada se perdió, porque a las 6 a. m. entró el médico residente, excelente tipo: la prueba de la troponina había dado negativo, no tenía ningún infarto. Debían corroborar con otras. Así que pasé las siguientes ocho horas en una sucesión de electrocardiograma, ecocardiograma, radiografías, prueba de esfuerzo y, finalmente, pruebas en aparatos de medicina nuclear.  Para todas las pruebas había que hacer una suerte de fila india, ordenada, de pacientes en sillas de ruedas con los correspondientes plásticos adheridos a nariz y brazos.

Rocío, siempre al lado.

El médico jefe, queridísimo, dio la salida hacia las 7 de la noche. El corazón estaba bien, sin lesiones, había factores de riesgo en el colesterol malo, que estaba elevado, y la probabilidad de tensión alta, quizás asociada con estrés, que habría que reducir con disciplina alimentaria y, quizás, medicamentos, dependiendo de concepto médico.

A estos 64, siento que el susto fue un laboratorio para volver a entender lo obvio: que la muerte es inevitable para todos, aunque no sepamos cuándo ni cómo. Que vida y muerte conviven. También, que la conciencia aquí y ahora sirve. Que debe regir lo que un amigo me envió por wasap, ahora que dispongo del celular: “Si un problema tiene solución, no se preocupe; si el problema no tiene solución, pues tampoco se preocupe”.

Lo clave: que tengo personas extraordinarias a mi lado, comenzando por mi esposa, que amo, y mi hija Natalia, que adoro, y otras muy cercanas como mis tíos y mis primos, y mis hermanos.  La memoria de Antonio siempre está ahí. Que trabajo con gente excelente y que, ahora, después del susto, toca prepararse para el parto, y querer mucho a quien se aproxima, si la configuración del universo lo permite.

Publicada originalmente el 6 de junio de 2016

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