Nunca conoció a su papá pero igual nunca le hizo falta. Rubiela Parrado, su mamá, llenaba el hueco que le había dejado esa ausencia, esa tristeza empozada. Rubiela nunca lo dejó morir de hambre. Fue lavandera, empleada de tienda, vendedora ambulante. De madrugada salía de su rancho cerca al río Tunjuelito y siempre conseguía un mendrugo de pan, un caldo Knorr que siempre le daba fuerzas para seguir. A Rubiela el frío de la mañana la fue taladrando por dentro. Le dio pulmonía y se murió justo cuando Jayder Iván tenía siete años. Entonces empezó para él un infierno que terminaría éste fin de semana con su suicidio.
Durante tres periodos el Instituto de Bienestar Familiar lo acogió en sus instalaciones. Cada vez que cumplía seis meses allí se lo daban a los Rojas*, los únicos familiares que le quedaban vivos. Se lo llevaban a su casa de la Calle 56 Sur en el barrio Tejar de Antares pero él siempre regresaba al ICBF. Se cansaba de que lo amarraran, lo dejaran sin comer durante días, lo obligaran a vender dulces en la calle. Se cansaba de que le recordaran que él no era más que un arrimado. Cuando llegaba al ICBF le contaba a todo el mundo pero nadie le hizo caso. Igual siempre terminaba dándoselo a los Rojas.
La única que se preocupó por él fue la activista Vannesa Hernández quien elevó su voz de protesta la última vez que a familia recogió al niño del ICBF. Nadie le hizo caso. A Jayder lo pusieron a estudiar en uno de los megacolegios de la zona. Tenía que caminar cuadras interminables con sus zapatos rotos por donde se le metía el frío bogotano. Se la pasaba resfriado porque ni siquiera sus tíos le daban plata para comprarse un uniforme. El alma se le fue ensombreciendo y, entre sus amigos de la cuadra y los del colegio, les fue diciendo que pensaba hacer un viaje muy largo en donde volvería a ver a su mamá.
En el Megacolegio nadie se tomó en serio esa tristeza que se reflejaba en múltiples alergias, en la piel cobriza, en los ojos hundidos del que se la pasa llorando toda la noche. Se hicieron algunas denuncias en el ICBF por maltrato pero ninguna prosperó. El viernes cuatro de mayo Jayder, con la decisión tomada, se despertó tranquilo. Se despidió de sus amigos del colegio y en la noche, en la cuadra del barrio Tejar de Antares buscó a la amguita en la que más confiaba. La subió a su apartamento y le mostró unos lazos, unas sábanas guindadas a una viga. “Con esto me voy a ir para siempre” le dijo. Al otro día el niño amaneció ahorcado.
Todos lo sabían y nadie hizo nada, le dijo Vanessa Hernández a todo un país a través del micrófono de Caracol. Al niño lo enterraron a las volandas. Lo lloraron sus amigos y nada más. Ahora se espera que todo el peso de la ley caiga sobre los Rojas quienes tienen las manos untadas de sangre por el maltrato y el desprecio que le hicieron durante años. El ICBF tiene la última palabra
*Se cambió el apellido de la familia