Históricamente los cínicos, una escuela filosófica griega del siglo IV antes de cristo, que se formaba en el ascetismo, en hacerse indiferente ante las cosas del mundo, surgió promoviendo un distanciamiento con los poderes establecidos y asumiendo una existencia austera en momentos de crisis que tenía como propósito afrontar los desgarramientos humanos, relajando al extremo el contacto con las cosas más obvias, usuales y banales del entorno. El planteamiento central de este paradigma es que una vida sin virtudes es infeliz e invivible, y que por lo tanto llevar una buena existencia requiere adelgazar el gusto por las comodidades, los placeres y las ostentaciones, para centrarse en un estar en el mundo que implica la apreciación y valoración de aquellos asuntos que sustentan la supervivencia en su devenir común.
Por ejemplo, cuentan los relatos que se han mantenido hasta nuestros días que Diógenes, fundador y referente de esa perspectiva de vida, se encontraba en un día de sol viendo el horizonte, cuando se le apareció Alejandro Magno, gran conquistador que conocedor de sus capacidades intelectuales le ofreció lo que quisiera a su bien tener, a lo cual respondió el célebre pensador que por favor se corriera del espacio que ocupaba porque le estaba interrumpiendo su baño de sol que era todo lo que quería y podía tener y disfrutar en ese momento. Despreciar las convenciones y abrazar una vida simple son los ecos lejanos de ese pensamiento que, sin embargo, en su advenimiento posterior en el largo camino de la civilización de occidente, se volvió más una técnica retórica de exordio y camaleonismo intelectual distante de las posiciones éticas y de sus efectos en la subsistencia en común de este tiempo, deviniendo en una especie de manual de lagartearía en nuestros días que se obsesiona con las formas políticamente correctas y con la colección de egos que no permiten discernir los intereses colectivos.
Si se busca la “felicidad” y el “progreso” en los reconocimientos banales, en la materialidad de las cosas, en las dignidades más superfluas, se termina afirmando valores encarnados en el camino del dinero fácil, de las celebridades postizas, de los falsos títulos y los reconocimientos convencionales que se engendran y medran como nunca en las plataformas políticas y gremiales que a su vez obnubilan la vida pública, alejándonos de las virtudes y de su práctica social cotidiana. El cinismo en su versión contemporánea ha sido abrasado por castas insensibles diversas, expertas en el camuflaje y la contorsión, que han desplegado un gran espectáculo de alquimia discursiva y gestual, en medio de grandes confrontaciones por la apropiación de riquezas que tienen como contracara el despojo de las mayorías poblacionales y la destrucción de los entornos humanos y vivos en general del planeta, profundizando la crisis de las instituciones básicas, vaciando de sentido las prácticas políticas, generando un entorno de interminables activismos que destruyen el mundo más que crearlo o recrearlo.
El cinismo ha quedado reinterpretado como la referencia a vidas desorientadas por la desfachatez y el descaro, ocupadas solo en los designios individuales
El cinismo ha quedado reinterpretado como la referencia a vidas desorientadas por la desfachatez y el descaro, ocupadas solo en los designios individuales, a lo sumo ampliado al beneficio de pequeñas camarillas y grupos de interés egoísta. Triste muerte de la política como gestación de poder de lo común, para abrazar la hoguera de los intereses particulares y las camorras que hoy siendo mediáticas invaden lo más profundo de la domesticidad, de la energía de las personas y de sus ambientes cada vez más invivibles. Situados en ese panorama, si algo urge en este tiempo para abordar una nueva ruta de vida compartida, es recuperar la conexión siempre díscola entre las prácticas personales, las relaciones sociales y los procesos de poder colectivo, a partir de miradas más reposadas y de mayor compromiso con los destinos vitales y con la necesidad de encontrar alternativas a las grandes conflagraciones que hemos formado en el vecindario tierra. Todo eso más cercano a la antigua filosofía del cinismo traída a estos tiempos que a la palabra ahuecada “cinismo” que sirve más bien para denominar la crisis civilizatoria que nos llegó a cada comarca desde las trazas “globales”. Pensémoslo.