Ahora que Venezuela naufraga en un caótico desgobierno; Ahora que la dictadura oprime sin piedad para salvaguardar la vida de sus pérfidos dirigentes y sus bienes mal habidos; Ahora que el único método de supervivencia de esta plaga es el ejercicio omnímodo y a ultranza del poder; Ahora que la obstinación en la ferocidad se convierte en desesperado recurso de continuidad; Ahora que el desastre social y económico ha sido evidenciado y ampliamente rechazado por el pueblo oprimido y por la comunidad internacional; Ahora que esta vileza está a punto de fenecer; Ahora que la cúpula dictatorial se empecina en atornillarse al trono mientras el pueblo muere de hambre, desnutrición e insalubridad; Ahora que la ayuda humanitaria indispensable es rechazada e incendiada; Ahora que la diplomacia parece haber fracasado; Ahora retomo nostálgicamente un texto escrito hace varios años porque lo descubro no sólo de monstruosa vigencia, sino agravado con la infamia madurista que en los últimos estertores se resiste a suspender su abominable proceder. Por eso he decidido republicar este texto, mientras sueño con el titular periodístico: “Cae Maduro”.
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Qué recuerdos los de aquellas épocas infantiles y adolescentes cuando mis padres nos llevaban al Táchira venezolano; para entonces San Antonio y San Cristóbal nos parecían paraísos en donde encontrábamos de todo, un placer era cada visita a ese edén: mi madre se focalizaba en los trastos de cocina, los adornos para el hogar que hacían su delicia y envidia de sus vecinas en el Santander del sur en donde vivíamos; mi padre encontraba toda suerte de herramientas y chucherías de las que en Colombia carecíamos; y nosotros los juguetes, los juegos de mesa, los precarios videos de diminutas diapositivas, y la ropa, que a pesar de la insistencia de mi madre, nos traía sin cuidado.
Mi conocimiento de los venezolanos en aquel entonces se resumía a ver a esos señores que llegaban a mi pueblo en carros muy modernos que contrastaban con la vetustez de los nuestros; en los almacenes encontraban nuestras mercancías de muy bajo costo y se les oía decir con desparpajo: “chamo, está barato, deme cinco de esos”; al tiempo que nos sonaba algo pretencioso, eran disculpados porque hacían las delicias de nuestros comerciantes. Ah, qué tiempos aquellos de alegría para nosotros y de opulencia para los venezolanos.
Hace poco tuve oportunidad de regresar al Táchira de mi niñez, un recorrido por ese oasis que tanto me engolosinó, por el país de los magnates que me infundían respeto, admiración y una cierta envidia aspiracional. Así es que armado de entusiasmo, de amigos y de deseos de un flashback nostálgico, por allí fui a sacudir y desentumir mi esqueleto ya más calcificado.
Me cambiaron al Táchira, qué hicieron de él en estos tantos años, me borraron la niñez y sus recuerdos, mataron mi ilusión (y la de los venezolanos). Una región empobrecida, que dizque en un afán de igualdad, hecha por lo bajo, logró la nivelación en la pobreza; todos iguales en la penuria, añadida a la palpable corrupción reinante. Lloro en mi interior sin que se entrevean mis lágrimas, por mis recuerdos destruidos, pero sobre todo por ese Táchira que en lugar de prosperidad respira pesares. Edificios vetustos, sin mantenimiento alguno, una ciudad transformada en parroquial como lo fueron antaño nuestros pueblos, llenas sus paredes y carteles de grafitis y pasquines zalameros alabando al caudillo cuya satrapía adulan en procura de merecimientos y cargos públicos. Más patético fue ver al sátrapa en la televisión –medio informativo totalmente controlado por el régimen para que no haya algo diferente a su pensamiento: el socialismo del siglo XXI– llorando y temiéndole a la muerte, esa que con insolencia y desafío anunciaba en su “Socialismo o muerte”, y que ahora para exorcizar su irremediable terror a desaparecer implora favores al dios tradicional que tanto ignoró –hasta que la Parca comenzara a mostrarle amenazante su filuda y lustrosa guadaña– para que le deje más días y continuar así su labor de desbarajuste que con tanto ahínco y efectividad ha venido logrando.
San Cristóbal, capital del Táchira, es hoy en día un villorrio grande, muy grande, anárquico, sucio, en donde la recolección de basuras parece inexistente, grafitado con los “héroes” de las revoluciones comunistas a cuya cabeza está el caudillo “benefactor”. El parque principal así como gran parte de la ciudad invadida por buhoneros con sus mercancías de pacotilla, que parece ser la actividad económica por excelencia de estas masas empobrecidas. La devaluación de la moneda, el Bolívar, hace que el peso colombiano luzca imponente y que ahora, como caso contrario a lo que ocurría en mi niñez, den ganas al colombiano de decir “chamo, está barato, deme dos”. Ojalá que lo no visto a primera revista en este corto y melancólico recorrido sea distinto: que la salud y la educación estén a la altura y al alcance de todos, así al respecto tenga yo mis dudas, pues en el primer tema, el dirigente enfermo prefiere a Cuba para sus tratamientos, y en el segundo tema el dirigismo y total intervención del Estado en la elaboración de textos, pensums y cátedras siembran más que escepticismos.
Ya de regreso, después de cuatro innecesarios controles aduaneros y de emigración, se atraviesa el puente internacional que une los dos países, ahora me parece puentecito, pero que permite llegar al nuevo paraíso, el que añoran los venezolanos fronterizos, el que tiene libre expresión de ideas, el que soportó gallardamente la desestima de los jactanciosos colindantes, el que tiene avenidas amplias y bien cuidadas, restaurantes y centros comerciales de libre comercio, esa ciudad que en medio de la canícula permanente trabaja, construye, se organiza, prospera: Cúcuta, y que aunque no tenga la gasolina a tarifas irrisorias que en afán populista reparten al otro lado del puente, a precio de nada como los mercados familiares que compran votos y aniquilan cualquier entusiasmo laboral, pero que aseguran la permanencia del inconsecuente sistema totalitario.
Cómo cambian las cosas, ¿cómo pudo ocurrir esto, quién y cómo parará el deterioro del hermano país en donde su máximo y absolutista dirigente en fase final se ha obstinado en remedar anacrónicas políticas que ampliamente demostraron su ineficacia, así como su porfiada búsqueda de hermandad con las más viles dictaduras del mundo?
Colofón: Aviso a nuestros gobernantes para que el esfuerzo de disminución de la brecha de desigualdad en la distribución de la riqueza sea grande y prioritario, de manera que no haya tentación de caer en estos facilismos dictatoriales e inoperantes en los que al cobijo de la distorsión de la figura de Bolívar se ha sumido nuestro vecino país.
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PD: Quiero pensar y desear fuertemente que la intransigencia y ambición trágicas de la funesta cúpula bolivariana, no se salde por una confrontación bélica de alta dimensión; sería un escenario indeseable.