La imagen es potente: en una visita a sus colegas de Fuyao en la China, un grupo de estadounidenses asiste al encuentro con ropa informal, uno con la camiseta de la película Tiburón de Spielberg, mientras los chinos están todos impecablemente vestidos, casi uniformados. El contraste también hace evidente que en Estados Unidos hay una epidemia de la que se habla relativamente poco: la obesidad. Casi todos los gringos son gordos, casi todos los chinos son flacos. El director fuerza un poco ese contraste: cuando el más gordo de los estadounidenses trata de ponerse un chaleco reflector para entrar a la fábrica en la China, no logra cerrarlo. No hay chalecos de su talla.
American Factory es un excelente documental de Netflix que describe cómo la fábrica china de vidrio Fuyao entra al mercado estadounidense. Es un documental importante porque en el eje está la relación entre China y Estados Unidos, las que deberían ser las dos grandes potencias mundiales del futuro cercano. La relación ha sido especialmente difícil, con amenazas de lado y lado, sobre todo por temas comerciales. Recientemente, la tensión social ha aumentado en Estados Unidos con varios crímenes de odio en contra de asiáticos americanos. La retórica de Trump sobre el “virus chino” inevitablemente iba a traer más odio.
El asunto central del documental es el encuentro de la empresa china y la sociedad gringa. En el centro de esa tensión hay lo que podría parecer una paradoja: la globalización promovida en buena parte por los Estados Unidos, resultó no solo en la desindustrialización de amplios sectores de ese país sino en la relocalización de millones de trabajos usualmente estadounidenses a otros países del mundo. Esa es una historia bastante conocida: la de los trabajos gringos perdidos en las industrias que ya no podían competir con aquellas ubicadas en países con salarios más bajos. Los trabajadores gringos desempleados, muy pobremente calificados, han tenido problemas para encontrar otras ocupaciones. Son una fuente importante de la epidemia de la obesidad y, de otras epidemias, la de los opioides, la de la depresión.
Viví un tiempo en Connecticut en la costa este de Estados Unidos y siempre recuerdo en el camino en el tren ver las industrias de armas y de carros cerradas, dejando miles de trabajadores pobres sin nada que hacer, en pueblos en dónde la principal actividad parecía ser ahora las peluquerías. A pocos minutos estaba Manhattan con aparentes infinitas oportunidades, pero solo para quien tenga la formación para pasar por esas puertas.
El documental trata entonces de una historia menos conocida porque es más reciente. Los chinos, que abrieron su economía hacia el final del siglo pasado, no solo se beneficiaron por la llegada de capitales que buscaban producir más barato, sino que, ya con los ahorros de las últimas décadas, están listos para conquistar ellos el mundo, ubicando físicamente sus empresas en todos los espacios. Esa tendencia empezó, naturalmente, en los países más pobres: en varios países africanos hay hace años inmensas inversiones chinas conducidas por chinos. También en América Latina, en Ecuador y Venezuela principalmente. Su ocupación ha estado enfocada en la construcción, son grandes expertos que construyeron ciudades modernas en un par de décadas, pero cada vez ocupan más sectores.
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El paroxismo de esta nueva conquista: ya no están llegando los chinos a algún rincón pobre de África o América Latina sino a Ohio, en el centro de lo que fuera la producción industrial estadounidense
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El documental muestra el paroxismo de esta nueva conquista: ya no están llegando los chinos a algún rincón pobre de África o América Latina sino a Ohio, en el centro de lo que fuera la producción industrial estadounidense. Más interesante aún: Fuyao llega comprando la que fuera la fábrica de General Motors, un símbolo de la industria automotriz gringa. Impensable hace 30 años. Creo que es razonable decir que la cultura china, de miles de años, jamás había llegado tan lejos en su expansión mundial. Para Occidente, y especialmente sus potencias, el encuentro con China es inevitable: su peso demográfico y económico hacen imposible pensar en un futuro en el que no jueguen un papel fundamental. La pandemia, para no ir muy lejos, demuestra que la única opción es tener una relación fluida y transparente con los chinos.
Pero es difícil. American Factory muestra que, más allá de las retóricas políticas, la gente común y corriente de ambos países tiene formas de ver el mundo y la vida esencialmente distintas. Son representantes de culturas fuertes, con predisposiciones y creencias bien arraigadas. Al comienzo hay paciencia, quizás solo une a los chinos y los gringos que son pragmáticos. Entonces los gringos saben que tienen bastante que agradecer a Cao Dewang, el multimillonario chino que llevó su empresa a Ohio: sin su plata, no habría trabajo para ellos. Los trabajadores gringos, por más que les moleste la cultura china, saben que su única opción es Fuyao. No va a volver General Motors a las mismas formas de producción del siglo pasado, ellos no van a recibir la formación que necesitarían para trabajar en otros sectores. El futuro depende de alguien que tenga músculo financiero para invertir millones de dólares a pérdida en el corto plazo, con la única garantía que el encadenamiento global de su producción le favorecerá eventualmente: casi que, por definición, solamente una empresa china satisface esas condiciones. Y, los chinos saben que necesitan abrir sus mercados y sus relaciones, no pueden depender de que en China haya un boom infinito.
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American Factory muestra que, más allá de las retóricas políticas, la gente común y corriente de ambos países tiene formas de ver el mundo y la vida esencialmente distintas
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Para los gringos, sin los chinos no hay trabajo, para los chinos, sin los gringos no hay futuro. Se necesitan, pero se detestan: la paciencia del comienzo empieza a acabarse y el documental gira a poner en relieve el contraste mayor, el de los derechos de los trabajadores. Los gringos empiezan a quejarse por las exigencias de sus jefes chinos: muchas horas de trabajo, mucho calor, muchos riesgos físicos, muchos desperdicios contaminantes. Los chinos empiezan a quejarse de sus trabajadores gringos: mucha quejadera y poca producción de vidrio. Buscando una mejor relación, los chinos se llevan unos gringos a China, de ahí la escena del primer párrafo. El contraste, otro, es imponente: los chinos en China están siempre bien uniformados, todos son flacos, se organizan como en el ejército antes de trabajar y, sobre todo, hacen caso sin quejarse. Al menos en público, por supuesto. No podríamos saber de las penas de los chinos porque en ese sistema no se pueden quejar frente a una cámara. Un gringo vuelve extasiado a Estados Unidos con el modelo chino: sugiere que los gringos empiecen su jornada de trabajo alineados y respondiendo a sus órdenes como en la fábrica china. Queda en ridículo con el televidente y, más grave, con sus colegas gringos. No se van a formar y se van a seguir quejando.
Los gringos intentan resolver la quejadera con acción colectiva, deciden organizar un sindicato. Ese sería un camino sencillo en cualquier país europeo, pero acá vemos las particularidades del desarrollo gringo en el que los sindicatos no han jugado un papel fundamental en las relaciones entre el trabajador y el capitalista y han sido demonizados muchas veces porque interfieren en la libertad absoluta de organización, supuesto eje del sueño americano del siglo XX. Los trabajadores gringos más políticos hacen una campaña fuerte por el sindicato y el dueño chino de la empresa amenaza: “si me organizan un sindicato, cierro la empresa”.
La votación para organizar el sindicato se inclina abrumadoramente por no organizarlo. La libertad gringa, que permite justamente que se pueda organizar el sindicato siempre y cuando la mayoría quiera eso, produce su propia defunción: la mayoría no quiere. No es tan fácil, nos explica una trabajadora humilde y aguda, “yo lo que quiero es trabajar y no asumir el riesgo de estar en sindicatos”. ¿Y quién la va a condenar? ¿El televidente desde su sofá le va a decir, “¡No señora, no sea boba, únase al sindicato, sacrifique su presente por un futuro mejor!”? Fuyao sigue operando, sigue empleando miles de gringos (menos de los que prometieron inicialmente), empieza a generar ganancias. La búsqueda china tiene intereses culturales, pero sin sacrificar jamás la producción. Hay que producir vidrio, mucho vidrio. Echan entonces al directivo gringo que permitió que se llegara a votar la formación del sindicato y echan también al trabajador raso que trataba bien a los chinos. El único bueno de la historia, el señor que era el puente cultural entre las dos culturas y que abrió las puertas de su casa a los chinos, termina desempleado porque era muy lento.
Pensaba que el documental representa el choque del sueño americano y el sueño chino que más bien terminan siendo pesadillas. Se denigra muy fácil del capitalismo gringo, hay buenas razones: la obesidad, el desempleo, la depresión, el racismo, Trump, todos son síntomas de algo que está saliendo mal. Pero qué alternativa es la china: trabajadores que trabajan todos los días del mes, que no pueden exigir ningún derecho, que alaban a un dios, la producción de vidrio, bastante intrascendente. Alienados, diría Marx, la paradoja en el posmaoísmo del siglo XXI. En el encuentro de los sueños que se vuelven pesadillas, el documental termina con una imagen lúgubre: quizás no hay que preocuparse tanto, al fin y al cabo, los gringos que se quejan y los chinos que obedecen, van a terminar todos reemplazados por máquinas, más temprano que tarde.
@afajardoa