Somos dos pero encarnamos un ideal universal, somos mujeres del siglo XXI y tenemos derecho a utilizar el transporte público seguras y confiadas.
Como habitantes de Parque Heredia el medio de transporte público idóneo para dirigirnos a cualquier lugar es TransCaribe. No obstante, teníamos que montarnos en un bus (cero TransCaribe) como unas cartageneras apropiadas de su cartageneidad para desarrollar la crónica que están leyendo y contarles todo lo vivido.
El sol está prendido
Cruzamos el barrio Villa del Sol, bajo un sol ardiente, con el ceño fruncido y el acoso de las motos que no dejaban de pasar una detrás de la otra: “¡Moto, moto!”, “¿Mami qué? ¡Moto!”, “¡Linda, moto!”, “¡Vengan, que es pa’ eso!”, “¡Moto, moto, moto!”…
Llegamos al supuesto paradero y arrimamos al palito que más sombra da. Allí esperamos la famosa buseta de Ternera/San José.
La vimos a lo lejos, se acercaba rápido, parecía que Toledo se vino huyendo del gobierno estadounidense y ahora se encuentra manejando una de las busetas más concurridas de Cartagena.
Estiramos el brazo, la buseta paró en frente de nosotras, nos montamos. El sparring nos mira, que digo mira, nos observa de arriba abajo, mientras el conductor pisa el acelerador hasta el fondo y tambaleando buscamos puesto.
Una silla desocupada al lado de un hombre. Tiene la mirando pérdida en la ventana, se percata de la presencia de la joven y da permiso para que se siente.
La otra joven se sienta al lado de una señora, tiene los ojos cerrados y la cabeza inclinada al ventanal. Las chicas cruzan mirada y se dan cuenta que en el bus el género femenino es quien tiene mayor posesión del espacio y eso les da confianza que todo estará bien.
La mujer siente que alguien está a su lado, abre los ojos en dirección a la chica y le dice: “¡Qué suerte que eres una mujer y no un viejo verde! Puedo seguir durmiendo”. La chica le responde, “Debe haberse sentido acosada muchas veces”.
El silencio invade el diminuto espacio que las separa y la señora mirándola a los ojos le asegura: “Ni te imaginas”. Cierra sus ojos y se inclina a la ventana.
El cantante del bus
Se monta un señor mayor de edad, alto, moreno, con pantaloneta café y suéter naranja, una gorra del mismo color de la pieza superior de su vestir. Sobre su hombro un parlante y en su mano un micrófono: “Buenos días mi gente, que mi Dios los bendiga, espero que disfruten este tema de mi autoría”. El bullicio del bus no nos deja escuchar el nombre de la canción, pero él continúa: “La pueden encontrar en mis redes sociales y en YouTube. Para que vuelvan a disfrutar de mi música compuesta con amor para todos ustedes”.
Al son de trompetas, tambores, clave, congas, el señor con melodiosa voz de abuelo entona la letra que nació de su corazón. Quiere bailar pero la buseta lo hace por él. Las mujeres se montan al bus y el señor con un ademán les indica que se rueden para atrás.
El señor termina y va de puesto en puesto recogiendo la colaboración de los pasajeros, algunos aplauden, otros se quedan serios, reflejan en su rostro que lo único que desean es llegar a su destino final.
Suben las personas. Se montan las personas. Las personas ingresan al bus, ¡el bus está lleno!
—Dele compa, que no caben más— se escucha una voz masculina.
—Yo no sé dónde nos quiere arruma— protesta una señora desde su asiento.
“¡Súbase mi tía, que hay puesto!”, “Por favor, mi gente rueden pa´ atrás”, “Rueden, rueden”, “formen dos filas”, “Siéntese mi tía”, “Ahorita paso por el pasaje”, “¡pasaje completo!”… El sparring grita cada segundo.
Todos los cartageneros saben que el “pasaje completo” en el bus son dos mil pesos, no los dos mil cuatrocientos que establece la ley, pero el sparring está pechicoso y exige los cuatrocientos.
¡Óigame, caballero! ¡el bus está lleno!
No puede ingresar otra alma al bus, los cartageneros están más pegao’ que cucayo de arroz de coco frito. Un silencio impropio del Caribe abruma a los pasajeros, es el mismo silencio que se escucha cuando algo va a pasar. Las jóvenes cruzan la mirada, están empapadas de sudor, pero saben qué hacer, ¡se van a bajar!… cuando de la nada se escucha un grito ahogado.
—¡Nojoda, me vas a arrancar el pie!
—Man, disculpa, no fue mi intención— dice un azarado hombre joven.
El dolido, suelta una carcajada y manifiesta.
—Man, tienes que cule de pie tabluo.
—Erda man, que embarrada. Ahora te vas a burlar.
Los dos hombres se ríen y se dan la mano, pero no son los únicos que sueltan una risa. Los pasajeros cambian de semblante, sus rostros se relajan, todos son amigos y el sparring suelta entre risas con un acento golpeado propio de los cartageneros.
—Y ustedes quieren montar TransCaribe.
El secreto
Las busetas tienen magia, para nosotras es la solidaridad. Si te montas en el bus todos los días, todos los días tienes un amigo diferente, un amigo que se sofoca contigo, que está mamado del día laboral, que critica contigo al Toledo que maneja y nos quiere dejar pegados al asiento, que te da valor para manifestar públicamente las inconformidades o simplemente un amigo para charlas y distraerte, un amigo del recorrido. Tú no lo conoces pero te deja marcado de por vida.