Hace pocos días cruzaba algunos barrios de Suba intentando esquivar el agobiante ruido de la Av. Ciudad de Cali. Buses repletos de gente, claxon a todos dar y el sonar de las latas de los vehículos que truenan al golpear con los mil huecos que descubren el pavimento de esta avenida desde Bosa hasta el Hospital de Suba.
Entré al barrio La Campiña y mientras lo caminaba, vi inmensos edificios residenciales divididos y cercados en conjuntos distinguibles por sus creativos nombres. Como el recorrido me tomó casi treinta minutos para salir casi a Centro Suba tuve tiempo de reflexionar durante el recorrido.
Por estos días andaba con un libro de Cortázar bajo el brazo y no dejaba de pensar cómo el arte no era sólo un producto sino un estado de la vida. Para mí, el libro que llevaba quizá fuera un producto, pero en el momento de escribirlo, seguro Cortázar experimentaba un estado especial en su vida, incluso, hoy puedo decir que ese producto alentaba un estado en mí, más que un estado del ánimo, un lugar opcional desde donde ver el mundo.
En este andar, sentí algo de asfixia al ver los escasos metros cuadrados en donde vive cada familia, eso edificios que albergan a cientos e incluso miles de personas. Las estructuras, aunque recientes, y relucientes asombraban por sus líneas rectas y sus cuadrados, como si acaso esas figuras representaran el mundo real. Pensé en los profesores de primaria y secundaria que enseñan la supuesta perfección de las formas en una geometría artificial y no fractal más semejante a las formas de la tierra. No se enseña geometría sino ‘platonmetría’ y ahora, los arquitectos y algunos técnicos sociales recluían a familias enteras en las ‘eficientes’ y ‘modernas’ estructuras del siglo XXI.
Por una cuadra, vi asomarse un muro del gran portal de Transmilenio de Suba y cavilé cómo esas miles de personas bajaban a diario apuradamente casi siempre a la misma hora a colmar esos buses para llegar pronto a sus trabajos haciendo lo inverso al anochecer. Estas casas sólo eran sitios para dormir, la cárcel tenía buses para ir del camarote a las líneas de producción.
Los sábados, se puede ir al parque, ¿a cuál?, sólo zonas verdes escasas, degradadas con un remedo de hierba (con el respeto por el pasto). No hay juegos, balancines, ruedas o caballitos; falta el bigotón de los helados con pinta de feria.
Los domingos se llena en centro comercial Plaza imperial, los habitantes no tienen que pasar las molestias de un viaje largo cuando se trata de gastar la quincena.
Mi lamento, aunque seguramente injusto fue inevitable. No denuncio el calor de hogar que seguramente alberga más de un hogar, la fraternidad que en ellos existe y el esfuerzo por conseguirlo a pesar de las excéntricas cuotas del grupo Aval. Lo que lamento, es que el transeúnte y el vecino de La Campiña no tengan a la vista el arte. De seguro hay un jazzista en esos cajones, de seguro hay poetas, seguro que existe allá una bailarina y un artesano de la madera. ¡Pero no se ven! ¿Dónde están los cafés de bohemia? ¿Dónde los centro de arte y cultura para desahogar esas pasiones? ¿Hay que ir hasta la Candelaria? ¿Es acaso el monopolio cultural de la ciudad? Seguro en esos rincones un arquitecto intenta romper las reglas y hacer ventanales y estructuras imperfectas aunque estimulantes.
Andar por Suba es ser consciente que existe el arte, la belleza, la poesía y la corchea, pero no se ve. Cortázar se ve ajeno en este lugar y seguro cientos de anónimos talentosos también. ¿Dónde están? Parecen invisibles, pero estoy seguro que existen. La ciudad a veces oculta el arte, pero los poetas no están muertos, sólo ocultos.
