"Mi ruina fue haber tenido de profesores a curas españoles"

"Mi ruina fue haber tenido de profesores a curas españoles"

“Gracias a la educación que recibí en el Calasanz soy hipócrita, cizañero y vivo lleno de culpas y miedos que nadie puede sacarme”

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noviembre 28, 2017
Foto: rafaelnarbona.es / ilustración

Tengo culpas todo el tiempo. Los domingos, a eso de las cinco de la tarde, cuando se juntan todos los excesos del fin de semana, me dan ganas de matarme. La llaman la hora del suicida. La mayoría aprieta el gatillo, se deja caer o hala la cuerda justo en ese atardecer. El único consuelo de los suicidas es que nunca más verán un lunes.

Yo le tengo miedo a los lunes desde que estudié en un colegio que mis papás y los papás de mis amigos decían que era el mejor de Cúcuta. El Calasanz se llama. Desde pre-kinder estuve ahí hasta que afortunadamente me echaron en séptimo por cansón y por bruto. El Calasanz es de una secta de curas españoles que se hacen llamar Píos pero la verdad es que son más bien Pijos. Los curitas se derretían por los niños de apellidos tradicionales mientras que a los proles como yo, que solo teníamos para un Girbaud y un Soviet y que siempre nos atrasábamos con la mensualidad, nos miraban con desconfianza y nos sacaban de clase a la menor conversación que teníamos con el vecino de puesto.

El Calasanz me hizo la persona desagradable que soy ahora. Por todos los putos miedos que me metieron duermo con la luz prendida y voy corriendo a la cocina con la cabeza agachada para no encontrarme, en el resquicio entre la lavadora y la nevera, con la viejita jorabada de ojos blancos que me apalea en los sueños. Aunque me juro progresista soy un machista prejuicioso que le pone problemas a su esposa si sale a beber con sus compañeros de trabajo y creo, por sobre todas las cosas, que todo placer se paga con sangre. No puedo sentirme bien un solo momento de mi vida sin pensar en que tendré que pagar con ello. Por cada pajazo debo pegarme en la espalda con un látigo de tres colas y así purgar el pecado.  Cada anfeta que me meto en la fiesta del viernes la pago con lágrimas los domingos en la mañana. Me juro ateo pero no soy más que un católico de mierda que nunca tuvo ni siquiera la fuerza de voluntad para convertirse en uno de esos tontos marxistas de redes que se masturban mirándose el perfil de Facebook y se saben bien pensantes, políticamente correctos, asquerosamente izquierdosos y así se la pasan levantando incautas que aún buscan a su Ho Chi Min en los recovecos de las redes sociales.

En el Calasanz pasaron cosas terroríficas. Cualquier cuarentón lo puede atestiguar. En los descansos empelotaban y dejaban amarrados del larguero a los más ñoños, los escupían, los torturaban. Los curas volteaban educados la mirada. Nunca dijeron nada.

En esa época, por ahí en 1989 o 90, hubo un escándalo tremendo. Un niño de cinco años fue obligado a hacerle una felación a un muchacho de 12. Aún en las reuniones con ex alumnos hablamos de eso y hasta nos reímos un poquito del pobre pelado que, confundido entre tantas revistas suecas, decidió empezar su sexualidad violando a un niño. En el colegio los curas nunca hablaron de eso. Simplemente procedieron a cumplir lo que su férrea moral cristiana les ordenaba:  echar al muchacho,  arruinarle la vida. Nadie se ocupó de él. No importaba. Tan solo había que preservar el buen nombre de la institución y tapar, tapar todo, tapar hasta el final. Tapar y juzgar que es lo que hace un buen cura.

Aunque creo que la única iglesia que ilumina es la que arde, me sé de memoria la misa. La puedo recitar. Llévenme un día y le cantaré hasta los salmos. Nos enseñaron la biblia completa menos el mejor libro de todos: El Cantar de los Cantares. Estos Píos, castradores como ellos solos, eran, como buenos educadores, unos enemigos confesos de cualquier tipo de belleza. Entonces, en clase de literatura, uno bravucón que los bobos de mis compañeros juzgaban sabio, de apellido Matute, arrojaba en una hoguera todos los libros que no había que leer. Y nunca supimos de Thomas Bernhard, y nunca escuchamos de Rimbaud o Baudelaire y  sí nos imponían al puto Tirso de Molina y Zorrilla y Lazarillo de Tormes y no sé que mas mierdas españolas que a un niño de 12 años, con ganas de conocer al Diablo, nunca le llegó a interesar. Salvo a un par de amigos a ninguno le quedó el vicio de la literatura. En el Calasanz imperaba la lógica, los métodos infalibles para que los muchachos sacaran el mejor Icfes posible y ubicarlos en las mejores universidades del país. Como ven, una mierda absoluta. Toda la educación se centraba solo en conseguir el 400 de puntaje. Nunca en lo que le gustaba al alumno.

Yo no voy a tener hijos. Me gusta el silencio y dormir seis horas ininterrumpidas. No quiero compartir con nadie mi sueldo. No quiero decepciones. Si alguna vez la vida me obliga a adoptar un niño lo pondría inmediatamente en un colegio laico. Igual todo lo que se aprende en el colegio a lo sumo sirve para llenar crucigramas. Le enseñaría a no tener piedad de nadie, a no ser hipócrita, a vivir con libertad sus placeres, a ser quien quiere ser, a no juzgar a nadie, a no ser yo, a no ser la persona desagradable que soy yo.

 

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