En circunstancias normales no iría a ver a la Cenicienta. Nunca he estado de acuerdo con ningún tipo de sumisión y eso de ver cómo la principal virtud de una rubiecita tonta es su bondad, me da grima. Por mí que invite a comer a la madrastra y a sus dos hijas una sopa con cianuro y purgue así sus penas. Pero qué podemos hacer, de todos los cuentos europeos que adaptó Walt Disney, el de Charles Perrault era el que más le interesaba al machista antisemita.
Así que es por eso que para el 2014, Disney Pictures puso 95 millones de dólares para hacer una película que pudiera recrear la atmósfera de ensueño que caracteriza a los cuentos de hadas. La nueva adaptación de Cenicienta debería tener toda la fastuosidad de la época dorada de Hollywood. Para suplir el presupuesto mediano que tenían, decidieron llamar a un director experimentado y competente como Kenneth Branagh, capaz de crear un universo colorido y deslumbrante a pesar de las limitaciones. El resultado ha sorprendido a propios y extraños.
Con una narración correcta y convencional, el realizador inglés nos va mostrando sin sobresaltos el cuento que ya todos sabemos pero que no nos cansamos de escuchar. El padre, la madre y Cenicienta, son tan dulces y buenos como ya los conocíamos, las hermanastras son estrambóticas e irritantes como la hemos padecido. Lo que nunca habíamos visto era una madrastra tan glamurosa y sufrida. Es tanta la empatía que genera Cate Blanchet en nosotros que, en algunos momentos, al menos en lo que respecta a este pervertido servidor, terminamos haciéndole fuerza a la malvada madrastra quien solo quiere un poco de atención de su esposo, sospechosamente obsesionado de su joven y hermosa hija.
Si, Blanchet brilla y deslumbra como lo hacía sesenta años atrás Rita Hayworth, su rostro guarda los secretos del cine y no queda otra que rendirnos a sus pies. Cuando la vemos derrotada, bajando por esa escalera de caracol, nos es inevitable no pedir perdón por ella, al fin y al cabo a la mayoría se nos sale el monstruo en momentos difíciles.
Cenicienta tiene la extraña cualidad de gustarle a todo el mundo, desde la abuelita incontinente a la niña hiperkinética, verla en medio de la multitud es una experiencia fascinante: la gente llora, aplaude, grita y hace fuerza todo el tiempo por la protagonista. Branagh, como un viejo sabio, nos sube sobre sus rodillas y nos enternece leyéndonos en voz alta esta historia eterna e incombustible. Disney, a pesar de toda su cursilería, está de vuelta, demostrándonos que los cuentos de hadas nunca pasarán de moda.
Aunque bueno, esperaré pacientemente por ver en la pantalla como Cenicienta decide tomar justicia por sí misma: que castre al príncipe bobalicón, que encierre en una jaula a su madrasta y a sus hijas y les prenda fuego hasta que de ellas solo queden pedacitos de carbón. Solo entonces la venganza estará saldada.