¿Soy acaso católico? Lo cierto es que me bautizaron en la iglesia del Carmen, hice la primera comunión en la iglesia de San Francisco y me casé en la catedral de Riohacha. Además, tras graduarme de Filósofo en la Universidad Nacional me recibí de Doctor en Filosofía en la Pontificia Universidad Javeriana, y no quise privarme de la opción de ostentar dicho título en su versión en latín, donde sunt decreta, «Nomine et Auctoritate BENEDICTI PP. XVI Svmmi Pontificis Feliciter Regnantis, Apostolica potestate Nobis a Sancta Sede concessa utentes, Nos eumdem Ruben Dario Maldonado Ortega DOCTOREM IN PHILOSOPHIA».
Con todo, la imagen que he hecho mía de la esfera que encierra el mundo católico, en lo doctrinal, lo ceremonial y lo efectivamente practicado, es la lograda por García Márquez en su contribución desde la poesía a la caracterización de este entramado de complejidades: «¡Pollerones de mierda!». Bajo este marco general fue que presencié la llegada del obispo de Roma a nuestro país. Pero había un marco más específico que me hizo tomar atenta nota de los pasos, los gestos y los discursos dados por Francisco durante su larga estancia, a saber: su probada idoneidad para disputarle a los políticos el liderazgo en la consideración del horizonte que mejor conviene al trasegar del mundo. Allí Francisco se ha hecho imbatible, constituyendo esto un auténtico logro, pues el hecho ha acontecido en el propio terreno de los políticos.
De los papas he tenido siempre una mala impresión. Juan Pablo II me parecía un monstruo, con su aberración de que una manera eficaz del control natal era la abstención sexual; Benedicto XVI, quien nunca se excusó de su pasado nazi, se descaró protegiendo con esmero a los obispos y sacerdotes que abusaron de niños que la estupidez les confió, más otros que ellos secuestraron. Es por todo esto que Francisco cobra vigencia, pues nunca antes la Iglesia se había comprometido con el saneamiento del mundo.
El recibimiento que en Colombia se le dio a Francisco es altamente significativo, sobre todo si se tiene en cuenta que quienes se volcaron a las calles para vitorearlo no eran católicos, sino gente llana y rasa que ansiaba conocer a un papa raro. El primer acto público de Francisco fue meticulosamente calculado para vigorizar desde el mismísimo inicio la gira política del papa, comprometido con el proceso de paz que en Colombia se gesta en medio de un clima inhóspito alentado por mezquindades de todo tipo, reacias a abandonar privilegios de corte colonial, y donde la jerarquía eclesiástica juega un papel protagónico.
Recordemos no más que bajo el parapeto de una falsa neutralidad, inclinaron la balanza del plebiscito en favor del no. Todo esto lo sabía Francisco, y por eso su elección de dirigirse primero a los jóvenes. Claro que fue una lástima que, salvo los católicos, los jóvenes no llegaron a la plaza, porque el mensaje para ellos fue nítido y contundente: no se dejen envenenar de odios arcaicos y de venganzas inútiles; no se dejen quitar la alegría y utilicen su jovial sabia de pretextos fáciles para encontrarse, a fin de que puedan descubrir la Colombia profunda. Qué cerca vi en esto a Francisco de Harry Watton, y si no fuera porque este hizo emerger su pensamiento de que «no hay absolutamente nada en el mundo excepto la juventud» desde las entrañas de su vocación de pecador irredento para pervertir a Dorian Grey, diría que también Francisco milita en la vigorosa filosofía del sensualismo.
De todos los actos políticos, mezclados, como era de esperarse, con ceremoniales pastorales, el más sobresaliente de todos fue el que Francisco le dirigió a esa «casta de funcionarios plegados a la dictadura del presente», entregada complacientemente a «a las manos de unos pocos», anquilosada bajo el influjo del «miedo de tocar, con corazón indiviso, la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente» y del fluir variopinto de la vida, que es la jerarquía eclesiástica colombiana. De allí la alusión de Francisco, bien directa, a que se renueven, «libres de servilismos y sin protagonismos mezquinos, para que ya no sean los halagos de los poderosos de turno quienes aseguren el resultado de la misión que les ha confiado Dios, sino la Colombia original, dueña de un indomable coraje de resistir a la muerte, no solo anunciada sino muchas veces sembrada, que no ha sido nunca un tesoro totalmente poseído y que se esconde a los forasteros hambrientos de adueñársela y en cambio se ofrece generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del peregrino».
Como peregrino se dirigió, pues, a la iglesia colombiana el papa ese 7 de septiembre «para cumplir en nombre de Cristo un itinerario de paz y reconciliación». ¿Queda entonces alguna duda de lo que Francisco vino a hacer a Colombia? Ninguna; vino a oxigenar el proceso de paz y a poner en su lugar a la dirigencia católica, destacando su doblez y su falta de compromiso con esta urgencia. También a desempolvar su amplio repertorio de conocedor de la filosofía y la literatura griegas, específicamente las de Hesíodo y Parménides, cuyo pensamientos el papa entreveró con el de Cristo para enseñar la valía de apostar por «un amor que todo lo precede, y por una libertad divina que no teme empobrecerse mientras se entrega, ya que es sabia vital que pasa por la vid y sin la cual el sarmiento que somos se marchita». Tras tomar atenta nota de los pasos, los gestos y los discursos dados por Francisco durante sus cinco días de peregrinaje por este país que tan bien conoce, no temo asegurar que quienes ya alguna vez anduvimos por los bordes de la religión stalinista y "kimilsungniana" nos podríamos sentir mucho más cómodos militando en el renovado catolicismo del papa Francisco.