Hace 50 años París era un poema tan cierto que incluso sus paredes se llenaron de versos. Consignas y eslóganes en versión grafiti daban cuenta de la que sería la primavera más larga de todas y -sin duda- la más extendida. Aunque Mayo de 1968 se relaciona con frecuencia con la capital francesa, habrá que aclararse que la revolución del asombro se desplegó hasta las plazas de Ciudad de México e incluso llegó a desbaratar la falsa calma de lejanas universidades japonesas. Tampoco deben confundirse las tres semanas del reinado de la dicha permanente -donde las manifestaciones alcanzaron su mayor reconocimiento- con los años de la provocación sin pausa que duraron -al menos- una década más.
Las madres y padres del 68 fueron los hijos del fracaso de la razón. Ni siquiera habían pasado 25 años de esa derrota al progreso humano que fue la Segunda Guerra Mundial, cuando millones de mujeres y hombres, en su mayoría jóvenes estudiantes y trabajadores, se pronunciaron ante el malestar del mundo. Derechos a medias y democracias precarias, ideas políticas absolutas y libertades condicionadas, parecían poner en riesgo la esperanza de una juventud que se negó a contenerse. Sin duda, lo que estaba en discusión en el 68 eran los viejos valores y cínicos principios que regían al mundo y que se mantenían, como estatuas arrogantes, sin crítica y cuestión.
Posiblemente, una de las grandes lecciones de Mayo del 68 fue haber concentrado las fuerzas de la confrontación en la insistencia y explicación de una filosofía de vida y de ciudadanía basada en la resistencia pacífica aunque vehemente ante la arbitrariedad. André (padre) y Raphael (hijo) Glucksman, en sp cálido y cercano texto Mayo del 68, por la subversión permanente, explican que el éxito de la esa insubordinación poética consistió -entre otras- en haber descartado la sangre ajena y propia como requisito irreversible de la idea de revolución y de revolucionario.
Mockus se equivocaba: en Colombia es la muerte la que es sagrada, no la vida
Mientras escribo estas palabras, un estudio de la Defensora del Pueblo, el Centro Nacional de Consultoría y el Codhes (ONG especializada en derechos humanos y desplazamiento) da cuenta de una cifra decepcionante y atroz: 311 líderes sociales han sido asesinados en diversos territorios del país desde enero de 2016 hasta el 30 de junio de 2018. El 86 % de las víctimas son hombres y el 24% mujeres, entre quienes se cuentan líderes campesinos, sindicalistas, representantes étnicos, miembros de la comunidad LGBTI, promotores de la restitución de tierras y ambientalistas, entre otros. Lo más lamentable es que todos los días esta cifra aumenta.
Y así temo que Antanas Mockus se equivocaba: en Colombia es la muerte la que es sagrada, no la vida. Es la muerte la que se levanta afanosa e intocada, vistiendo costosos y llamativos trajes, mientras habla con soberbia a un público al que jamás se atreve a mirar a los ojos. La muerte es rey y reina en el país, y como decía Raphael Glucksman “…el rey es solo la suma de nuestras renuncias…(y) allí donde hay un rey nada es inocente (…)”. Acertaban en Mayo del 68 cuando señalaban como culpable de la decadencia a lo sagrado. En Colombia hay que desnudar a la muerte y procurarle un destierro avergonzado y duradero.
Aunque estamos lejos caminamos el camino correcto, el pasado viernes 6 de julio fuimos testigos de la esperanza y el hastío de una sociedad que se aferra a su idea propia e infinita de paz. Miles de personas en Colombia y el mundo, marcharon sosteniendo entre sus manos velas fúnebres que trataron de iluminar la cara indigesta y arrugada de la violencia que se ha llevado por delante a la inconmensurable cifra de 311 personas. Cada uno de los manifestantes, sin saberlo -o más bien sabiéndolo lo suficiente- hizo alusión al famoso grafiti parisino del 68: Cuando algo es insoportable no se soporta.
Repetir y repetir que aquí la muerte con su voraz aliento ya no es bienvenida
En todo caso, si algo debemos aprender de esa época de ser imposible y de luchar por lo improbable, es que la ciudadanía colombiana debe permanecer en las calles, no solo en primavera sino mientras sea necesario. La vida debe ser defendida sin excusa y la paz hacerse el mandato vital de los millones que ya no creen las mentiras de la guerra. Mucho se habla de una sociedad polarizada y dividida, pero no me cabe duda que, más allá de las creencias políticas o ideológicas, nos enfrentamos ante una obligación común e inquebrantable: caminar por los que que ya no pueden levantarse de sus tumbas; gritar y honrar con cantos a los que fueron silenciados para siempre; memorizar sus nombres para no permitir la llegada fatal del olvido, y repetir, repetir y repetir que aquí la muerte con su voraz aliento ya no es bienvenida.
@CamiloFidel