Lo grave es que no solo somos adictos a las drogas, como lo demuestran las cifras oficiales y la percepción que tenemos a partir de nuestra experiencia en las calles, los parques y los sitios de rumba. Somos adictos a muchas cosas: a las redes sociales, a la ropa de marca, a los celulares, al juego, a colarnos en el transporte público, a hablar mal de los demás, a quejarnos por todo, a pedir subsidios, a la guerra, a la locha, a la desidia, al sexo, a la televisión y sus más macabros programas, y quién sabe a cuántas cosas más.
El joven es adicto si no tiene oportunidades, pero también lo es si las tiene; no en vano un segmento muy importante del consumo está en las universidades. Lo malo es que siempre se estigmatiza al pobre, al del barrio marginal, pero no al niño “bien” o al famoso que pide que le lleven su dosis al domicilio o que consume con frescura en las zonas de rumba del norte. La llamada “cuadra picha” está mal vista, pero no los rumbiaderos del norte. Muchos de los consumidores jóvenes tienen papás adictos, no solo a las drogas sino al alcohol. Así que esto se convierte en un círculo vicioso de nunca acabar. Es la manifestación de la descomposición social, la falta de valores y la nula responsabilidad social que nos embarga.
Muchos docentes se quejan de la apertura de los muros de las instituciones educativas que se decretó durante la alcaldía de Lucho Garzón, pues consideran que los niños quedaron expuestos al microtraficante, quien los puede espiar desde cualquier punto cuando están en los recreos o incluso dentro del aula. Sin embargo, en aras de la supuesta integración con la comunidad los menores siguen en peligro.
La nefasta cultura del narcotráfico que nos legó Pablo Escobar nos sigue pesando. La gente quiere dinero fácil y qué mejor forma de conseguirlo que traficando. Por eso no es raro tener conocimiento de jóvenes que asisten a colegios y universidades solo a “trabajar” como distribuidores de drogas, para ellos la perspectiva de terminar una carrera no es lucrativa, pues no es dinero rápido, así que prefieren ir a la fija.
Pasamos de ser un país productor de drogas a un país consumidor en menos de 20 años. Las razones son tan difusas como variadas. Lo único cierto es que, aunque apenas vislumbramos sus efectos, sabemos que tenemos un problema de gran envergadura que dentro de muy poco nos va a estallar en la cara si nos seguimos dejando tomar ventaja. Aunque saber qué hacer es muy complicado, pues todavía no hemos podido precisar qué nos ha llevado a que en cada ciudad del país todos los días se forme un nuevo Bronx; a que a los niños desde los ocho años les apetezca más estar en un antro de vicio que en su casa con sus padres o con sus amiguitos en el cine o en el circo, no digamos en el parque, porque esto es como estar casi en un permanente espacio de consumo de estupefacientes.
Seguramente, mucho del problema nace en los hogares, de esa rara concepción que se instauró en los padres de que los responsables exclusivos de la formación de sus hijos son los docentes y que el Estado es quien tiene que hacerse cargo de ellos cuando rebasan su autoridad como progenitores. También es posible que la causa sea esa eclosión de madres y padres adolescentes que en el mejor de los casos dejan a sus hijos a cargo de los abuelos o los tíos, o que cuando ellos afrontan esa temprana paternidad, a los pocos años “tiran la toalla”, justo cuando el chico más los necesita, y entonces deciden que por fin van vivir y disfrutar de su vida, como si eso fuera posible cuando se quiere formar bien a un hijo. También la sociedad de consumo influye, con sus exigencias y su distorsión de valores. En fin, este sin duda es un problema complejo que requiere múltiples formas y escenarios para afrontarlo, algunos muy ortodoxos y conservadores y otros más liberales y conciliadores. En este caso, todas las formas de lucha deben ser válidas.