La especie humana, obsesionada por trascender sobre todas las demás especies que habitan el planeta Tierra, está logrando todo lo contrario. Aunque aparentemente no exista otra especie sobre la faz del planeta que sea capaz de concientizar, aparte de nosotros mismos, la trascendencia que anhelamos, buscamos y perseguimos desesperadamente, las huellas que estamos dejando encima y bajo la superficie del planeta serán evidencias suficientes para que en el futuro una nueva especie, cualquiera que surja de la evolución continua y permanente que mantiene el universo —como en su preciso momento lo hicimos nosotros los humanos—, pueda llegar y analizar el sinsentido que venimos demostrando una y otra vez, a través del tiempo y del espacio que ocupamos. Todo ignorantes e inconscientes de la condición inespaciotemporal que poseemos, como igual le ocurre a todas las demás especie, lo cual viene sucediendo sin descanso sobre la Tierra, sin importar el tamaño, el número, ni tampoco la importancia que en un momento dado hayan demostrado tener cualquiera de las especies que hasta hoy han hecho presencia en su atmosfera y superficie, bajo el agua, dentro o sobre el suelo.
Bajo estos parámetros de ambición desmedida y de supremo egoísmo, como los principales pilares de la civilización, los seres humanos venimos desarrollando sistemas de máxima explotación sobre todos los recursos naturales en general, desde una simple roca hasta el ser más microscópico existente, dejando a nuestro paso las más profundas heridas sobre y entre los cuerpos y las pieles de todos los demás seres vivos, sean estos orgánicos o inorgánicos, materiales o inmateriales, conscientes o inconscientes, incluyendo a nuestros semejantes. Lo anterior convencidos de que es el mejor y el único camino que tenemos, aplicando y acomodando conceptos filosóficos, económicos, políticos, religiosos, culturales y de todo tipo para lograr justificar que es la única manera de hacerlo para triunfar, para tener éxito, para razonar y existir.
Hasta ahora da la impresión que solo cuando estemos al borde del precipicio desde donde nos lancemos hacia la extinción en masa junto a todos los demás seres vivos, y de las sociedades humanas, vamos a poder entender que hemos estado, y estábamos errados; que el no querer ver las señales que demuestran nuestra delirante fantasía, ante una falsa importancia y una estúpida superioridad, desconociendo de paso nuestra intrincada relación con los demás organismos, posiblemente tendremos, en ese instante, un momento de lucidez, de conciencia y de capacidad de vislumbrar que poseíamos otras alternativas, hasta hoy desechadas y despreciadas, incluso habiendo tenido en nuestra inane historia muchas personas que levantaron su voz de advertencia, y de protesta, siendo tristemente señaladas de locas e insensatas, cómo no mencionar a un tal Jesús, a Giordano Bruno, Baruch Spinoza, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Carlos Darwin, Ignacio Semmelweis y tantísimos otros, incluyendo también a contestatarios de las teorías económicas como Carlos Marx, que hasta el día de hoy sigue siendo catalogado por muchos alguien igual o peor que el diablo, por haber señalado, en las diferencias de clase, el fundamento de las desigualdades sociales, punto de partida de muchos de los orígenes de la mayoría de los males que acosan al planeta, y en general a la supervivencia de las especies,
Con una población ya cercana a los 8.000 millones de seres humanos, sin tomar en consideración a ninguna de las demás especies, cada uno reclamando un lugar y una oportunidad, es de dementes no intentar dar el giro que se requiere para propiciar el cambio de paradigmas que produzcan y le den vuelo a las esperanzas perdidas con las que demos inicio a unas nuevas formas existenciales, en donde sepamos que todos los organismos tenemos derechos y somos parte de un único árbol de la vida.