Un día cualquiera y en un instante, su vida dio un giro copernicano: perdió cualquier contacto con sus semejantes, igual a Crusoe, que en un instante infernal perdió su barco y se despertó en una isla solitaria, sin voces humanas.
Ayer era uno de los hombres más poderosos de la industria automotriz mundial. Nadie le discutía su liderazgo en Renault y Nissan, empresas que presidía con voz indiscutible e irrebatible. Así fue en el 10 de Downing Street, con la primera ministra Theresa May a la que dijo: Necesito que me mantenga las condiciones antes del Brexit, si no me llevo Nissan a otro país. Al día siguiente se firmó el acuerdo como él quería. O en Mallorca con el rey Juan Carlos que, mientras comían pulpo a la gallega, él le desplegaba en un bloc los planes de expansión y fábricas de coches en España, que el monarca aprobaba con ojos complacidos.
Crusoe descubrió lo inhóspito de la soledad en aquella isla. Igual él en esa cárcel con olor mortuorio, donde ya no pasaba por su mente ni May ni Juan Carlos ni siquiera Macron, el francés que lo ponía de modelo a los empresarios de su país. Sólo lo poseía una espesa nebulosa, y sus neuronas que no acertaban a entender el macabro acertijo: Nissan, su empresa de 20 años, ahora lo acusaba de fraude fiscal y abuso de confianza.
Soy inocente, es lo único que ha podido decir, en estos tres meses, de encierro hermético, desde el pasado 19 de noviembre, día que los fiscales de Tokio, nada más bajar del avión, lo pusieron en esa celda a donde no llegan las voces del gorrión y el mirlo. Que por lo menos Crusoe sí escuchaba. No, solo se escucha un silencio mortífero, que destruye el espíritu, acorrala la perspectiva y borra todo distingo social.
De nada sirve que la reina de Inglaterra le otorgara el título de caballero de la orden del imperio británico. Ni que el emperador Akihito reconociera su talento empresarial. Ese día, con impecable frac, recibió de Su Majestad Imperial, la medalla de listón azul. Para qué sirve la gloria humana, cuando se está en una celda de cinco por tres metros cuadrados, con un inodoro en la esquina y una luz que no cesa día y noche que hace perder las nociones de tiempo y espacio. Peor que en la isla crusoniana.
Quizás ahora es incapaz de reconocer el olor humano. Los que sí llegan, cada día, son los fiscales de Tokio, que lo cercan con su capciosidad. Son perros de presa con el instinto inalterable de aplastar lo que tienen enfrente. Los diarios del mundo, la comunidad empresarial, los principales bufetes de abogados, no salen de su asombro por la saña mostrada contra él. El periódico Wall Street Journal tituló: Ghosn en la prisión: sin reloj, sin computadora, y 30 minutos al día fuera de la celda bajo el techo de la prisión. Enorme sacrilegio contra el derecho internacional y la tecnología.
A Robinson Crusoe no lo venció la adversidad. Está por verse a la adversidad que lo rodea –o creada por él o fabricada por Nissan- qué rumbo toma. Para revertir su situación, cambia a su abogado para buscar una defensa más agresiva. Ha contratado a Junichiro Hironaka, apodado en Japón ‘el contratista de la inocencia’, mordaz, tanqueta de argumentos jurídicos, sin temor a enfrentar a los fiscales japoneses, convencido de las fragilidades del sistema penal nipón. Ha defendido con éxito a prestantes japoneses acusados de abusos graves y a las víctimas del accidente nuclear Fukushima.
Repite y repite: es una distorsión de la realidad para destruir mi reputación. Y lo que más le duele: ¿Por qué me castigan antes de ser condenado? Mientras tanto el mundo sigue expectante este juicio. Él arrastra sus pesadillas en su celda de Kosuge, adonde no llegan las voces adoradas de sus hijas, a las que no ve hace tres meses, que para él es el infierno en la tierra. Es la muerte sin morir.