Sí, de muchísimas cosas estoy inseguro, es verdad, y no me molestan; pero de ninguna estoy tan seguro como de la decisión de nunca más convivir con un maniquí vivo y arrebatado por el orgullo que le regalan sus labios hinchados de bottox, su nueva nariz de pequinés, sus robustas tetas de silicona, su estrecha cintura sin faja y sus insensibles nalgas de plástico. Qué pereza. Qué cosa más perturbadora y desestabilizante. Molesta.
Nada más agradable, doméstico y valioso que la soledad. Y nada más irrespetuoso y castrante con ésta que ponerla a compartir cama, comedor y, sobre todo, baño y billetera con semejante animal tan bello pero tan insoportable y maliciosamente incomprensible como es una mujer desnuda con sus ilusiones moldeadas a punta de hidrocarburos y bisturí.
Cada uno solo en su lugar. Qué cada uno se las arregle como pueda: compartiendo o soñando, engendrando o pariendo, odiando o amando, dominado o sometido… eso sí, cada uno solito en su pesebrera, aseando y surtiendo a su gusto su propia canoa.
La fiesta ya no está como para bailarla con reinas de uñas teñidas de rojo agarrando lo que no es, ni mucho menos para premiar ésta pesadilla con cama compartida. Prefiero extender la vigilia disfrutando la lectura soberbia del inagotable libro de la enloquecedora soledad. La soledad es el salvavidas.