En la almohada de su padre aparecían dos hoyos cada mañana. Mamá había muerto durante un parto y las chicas sospecharon que podría tener una amante. También faltaba comida, por lo que estaba claro que bajo aquel techo dormía alguien más. Sin embargo, pronto descubrieron que no era una mujer, sino un guerrillero, a quien Nicolás Martínez Rubio daba cobijo en su hogar. Ellas, alumbradas en un criadero del Frente Popular, también quisieron colaborar. Él había guardado hasta entonces el secreto para no exponerlas a la represión, pero no pudo evitar que también ejerciesen de enlaces.
Esperanza era la del medio de las Martínez: dos hermanas mayores, Amancia y Prudencia, ya casadas; y dos menores, Amada y Angelina, quien todavía vive. Durante más de dos años, la única guerrillera antifranquista que sigue viva caminaba quince kilómetros hasta Cuenca para aprovisionarse de víveres para los maquis de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (AGLA). La acompañaba Reme, cuyo hermano había pasado algunas noches en el pajar del caserío Atalaya, en Villar del Saz de Arcas, arrendado a un terrateniente por las Martínez. No acudían a comprar a los pueblos vecinos para no levantar suspicacias. La burra callaba.
“Esperanza era una buena amiga mía. Nunca me había dicho nada de ayudar a los del monte, ni yo a ella tampoco. Mi sorpresa fue que un día, hablando, supimos que las dos hacíamos lo mismo: en su casa ellos también les ayudaban”, escribió Remedios Montero en su biografía Historia de Celia. Recuerdos de una guerrillera antifascista (Rialla-Octaedro). “Saberlo nos hizo mucho bien, porque nos pusimos de acuerdo y juntas podíamos hacer más cosas. Éramos menos sospechosas”.
La incorporación a la causa de Esperanza Martínez García coincidió con la ley de bandidaje y terrorismo, promulgada por el dictador Francisco Franco en 1947 para combatir con furia a los emboscados. Entonces, los guardias civiles comenzaron a golpear su puerta, vestidos con harapos, haciéndose pasar por presos huidos o guerrilleros en apuros. La familia no cayó en la trampa de las contrapartidas, pero fue consciente de que no le quedaba otra que echarse al monte.
El padre, Nicolás, se convirtió en Enrique. Su cuñado Hilario César García Lerín, marido de Amancia, fue rebautizado como Loreto. Amada, diminutivo de Amadora, pasó a llamarse Rosita. Y Angelina, Blanca.
Reme, o sea, Remedios Montero, sería conocida como Celia. Su hermano mayor, Herminio, voluntario del Ejército republicano y luego encarcelado, fue el primero de la familia que se había sumado a la resistencia como Argelio. Su padre, Eustaquio, lo secundó como enlace tras cinco años entre rejas, al igual que su hermano pequeño, Fernando. Aquella casa de Mohorte fue otro destacado punto de apoyo en la serranía de Cuenca, hasta que la dejaron para adentrarse entre los pinares. Eustaquio ya era Ricardo y su hijo Fernando, Luis.
Las Martínez y los Montero sabían que si no los habían arrestado era porque la Guardia Civil pretendía, a través de la vigilancia de sus puntos de apoyo en el llano, cazar a los guerrilleros. De ahí su decisión de enrolarse en la AGLA en 1949, justo cuando la lucha se diluía. “Me vi obligada a huir para que no me detuviesen y me fusilasen, pero cuando me incorporé a la guerrilla ya se iba a desarticular”, recuerda Esperanza a Público. ¿Su misión? “Salvar la vida y resistir hasta el último momento”.
Sole le resta importancia a su papel, si bien su figura —como la de todas las mujeres del maquis, abajo y arriba— fue trascendental. La historiadora Mercedes Yusta Rodrigo sostiene en el libro colectivo Heterodoxas, guerrilleras y ciudadanas (Fernando el Católico) que fueron ellas quienes se ocuparon de las tareas de información, abastecimiento y cuidado, es decir, de la supervivencia de los escapados.
Además de tejer redes en un entorno aislado, sometido y desmantelado políticamente: “Son a menudo las que anudan y dan vida a esos lazos interpersonales e intracomunitarios que estructuran las comunidades rurales”, subraya la profesora de la Université Paris-8 en el capítulo Con armas frente a Franco. Mujeres guerrilleras en la España de posguerra. Unos vínculos familiares y sentimentales que también fueron ataduras, pues las convirtieron en “objetivos de la represión”.
Curiosamente, la presencia femenina en el monte también fue cegada por los propios fugados. Yusta destaca una entre varias razones. “Mantener la férrea imagen de moralidad que la guerrilla comunista quería dar de sí misma: en otras zonas de España en las que el peso comunista en los grupos armados era menor, como en León-Galicia, no parece existir esa preocupación por la imagen de rectitud moral y la presencia de mujeres en los grupos armados no fue ocultada sistemáticamente”.
Sole habla de una convivencia con sus compañeros basada en el respeto y la igualdad. Ellas no cocinaban, aunque tampoco vigilaban ni se encargaban de los suministros para no ser localizadas por la Guardia Civil. “Aquel tiempo resultó durísimo”, recuerda. “Por mucho que se diga, el monte no se puede fotografiar. Ibas de un sitio para otro y, cuando menos te lo esperabas, asaltaban el campamento y tenías que salvarte de aquella persecución escondiéndote entre los pinos. Fue terrible”.
Martínez ejercita su lucidez y hace gala de una memoria prodigiosa. “Nací el 27 de abril de 1927 y aquí me tienes, pasando el tiempo con los libros y el ordenador”, responde al teléfono desde su casa de Zaragoza. Tiene noventa y dos años, si bien ella dice que va para noventa y tres, porque alguien que ha vivido en la clandestinidad y perdido tres lustros entre rejas puede presumir de soplar velas. La Esperanza es lo último que se muere.
En el monte, ella se concienció políticamente y en 1950 ingresó en el PCE. Amada y Angelita aprendieron allí a leer y a escribir. Sin embargo, los puntos de apoyo fueron cayendo y los maquis sufrieron un hostigamiento sin tregua. A su padre y a su cuñado los mataron en asaltos, la misma suerte que corrieron los hombres de Remedios: primero, su hermano Herminio; luego, el pequeño Fernando —quien, a sus dieciséis años, llevaba pocos meses en la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón—; y finalmente, el cabeza de familia, Eustaquio.
El padre de los Montero falleció en 1951, cuando Esperanza y Reme se exiliaron en París, donde vivieron con dos familias comunistas francesas hasta que recibieron órdenes del PCE, para el que ejercían de enlaces. Su misión: evacuar a los guerrilleros que aún permanecían en España.
Pero la cosa se torció: la Guardia Civil le pisaba los talones a Celia y el partido le pidió a Sole que la encontrase para que no la detuviesen. Durante el viaje en tren, con destino Salamanca, la acompañó un guía que no le inspiraba confianza —en realidad, era un infiltrado— y fue detenida a la altura de Miranda de Ebro. Reme también cayó.
¿Por qué cruzar la frontera cuando ya era libre? “Yo no estaba a salvo, sino en Francia bajo las órdenes del PCE, que fue la defensa principal durante la República, la contienda y la posguerra”. ¿Pero no era consciente del riesgo? “El partido me mandó a recoger guerrilleros y me vine a hacerlo”. ¿Se arrepiente de haber regresado, sabiendo que le esperaría la cárcel? “Claro que no me arrepiento. No fui engañada, sino que lo hice por voluntad propia. Me sume a una causa, la defendí y la sigo defendiendo”.
La causa es la República: “Esta democracia tiene mucho que mejorar. Ahora tenemos tres derechas en vez de una. Hay que respetar la opinión de cada uno. Sin embargo, yo critico a la derecha por su comportamiento, no por ser derecha. O sea, por todo lo que hizo, empezando por la sublevación del 36”.
Esperanza fue sometida a dos consejos de guerra en Valencia y en Burgos. En el primero fue condenada a veinte años y un día de cárcel por un delito de “bandidaje y terrorismo”. En el segundo, a veintitrés años, cuatro meses y un día por “espionaje y comunismo”. Cumplió quince en los penales de Burgos, Madrid, Valencia y Alcalá de Henares, donde coincidió con Amada y Reme.
En su taller, confeccionó capotes para la Guardia Civil y uniformes para la Policía con el objetivo de rebajar la condena, aunque no se daba mucha prisa cosiendo para no alimentar la maquinaria de explotación laboral del franquismo, ni para contribuir a aquella economía sumergida y esclavista del régimen.
¿Qué la mantenía viva en la cárcel?
“Era consciente de mi obligación. Mi dignidad estaba por encima de todo”.
“Me encerraron por defender la República y su legalidad vigente, atacada por la sublevación de la derecha”.
“Pero nunca me arrepentí de nada, ni tengo que hacerlo, porque luché por mantener mi dignidad. O sea, por seguir siendo la misma persona”.
“A ver, en prisión no se piensa ni se sabe nada de lo que pasa en la calle, porque la comunicación es escasa”.
Mejor no hablar de su paso por la Dirección General de Seguridad, cuyos sótanos de su sede en Madrid eran un centro de torturas. “Mucha gente no ha salido. O ha salido mal. O ha muerto nada más salir. Hay muchas cosas que no se soportan fácilmente”.
¿Su experiencia? “Estuve bastante tiempo metida allí, pero no tengo nada bonito que contar de aquello, ni de la comisaría de Valencia, ni de la Policía en general. Salvo raras excepciones, no guardo ningún buen recuerdo”. La memoria es selectiva y Esperanza conserva intactas sus razones para recuperar unas causas que se resiste a olvidar.
Primera: darle voz a los ausentes, con la palabra oral e impresa. “Yo no soy escritora, ni tengo una gran cultura, porque no tuve tiempo para estudiar”. Caminaba cinco kilómetros para ir a la escuela, que tuvo que abandonar. “Escribí Guerrilleras, la ilusión de la esperanza (Latorre Literaria) porque quería reflejar la política social en los calabozos de Madrid y Valencia, así como homenajear el legado de los que se quedaron por el camino”.
Segunda: los antifranquistas que no estaban en la vanguardia de la lucha, desarmados en el llano o víctimas de la sinrazón, cuya factura fue demasiado cara. “Reivindicamos a los puntos de apoyo, que sufrieron más que nosotros, así como a otra gente, presa y represaliada, que no pudo contarlo”.
Tercera: el asesinato de su padre y de su cuñado. “Los mató el franco-falangismo. La culpa no sólo la tuvo el dictador, sino también los falangistas, quienes encabezaban la represión. ¿Perdón pero no olvido? “Yo perdono a todo el mundo. A pesar de los pesares, no tengo odio, rencor ni castigo para nadie. Al contrario, sólo exijo justicia”.
Cuarta: la mujer, olvidada como protagonista de la resistencia. “Seguimos sin recuperar una historia que quieren dar por perdida y que sigue sin reconocerse jurídicamente. Nosotras estamos, en esta democracia tan demócrata, peor que en un segundo plano. Los hombres siguen llevando el control de todo, cuando debería ser compartido, porque hay muchas mujeres capaces”.
Quinta: aquella España que no pudo ser. Una República, pese a los peajes, que a su juicio estaba transformando el país. Cuando salió a la calle, irreconocible, lo que la obligó a volver a aprender. Como había hecho cuando se echó al monte, tiempos de lecturas y aprendizaje político, y cuando la metieron en prisión, donde hizo un curso por correspondencia de cultura general y estudió francés. “La España que yo dejé no es la España que me encontré al salir. Era un mundo nuevo. Diferente. Desconocido”. No sabía lo que era un teléfono, ni tampoco aquel dinero acuñado con la efigie del Generalísimo. “En la cárcel no teníamos nada. Por eso son cárceles”.
Esperanza es una histórica del PCE aragonés, con el que ha colaborado hasta que la salud limó su presencia en los actos del partido. Fue del ¡OTAN no!También del ¡O todos o ninguno!, que llevó a prisión a tantos insumisos, entre ellos su hijo: “Él peleó por su causa y yo lo apoyé. Su problema fue posicionarse contra el franquismo y contra el Ejército, que son para matar, y él no quería matar a nadie”.
Vladimiro, como Lenin, aunque su nombre no casa con sus ideales. “No piensa lo mismo que yo, pero también es revolucionario [se declaró objetor de conciencia con sólo dieciséis años]. Está en la izquierda y ambos nos respetamos y nos queremos”. Atrás ha quedado la lucha a pie de calle, si bien Esperanza sigue ejerciendo como presidenta de Archivo, Guerra y Exilio (AGE): memoria, derechos y resarcimiento para las víctimas de la larga noche de piedra.
“Si viviésemos en otro país, sería un guion de película”, cree Esther López Barceló. “La historia de una mujer sencilla y una activista indómita debería ser una referencia para la sociedad actual. Es una pérdida enorme en términos colectivos, porque había más ejemplos como Esperanza, aunque no las conocemos”, añade la autora del libro Testimonio de la memoria, editado por la AGE del País Valencià. “Sole y ellas escapan a lo que se esperaba de las mujeres, tan valientes y comprometidas con la realidad”.
Republicana. Guerrillera. Comunista.
“Es un caso paradigmático. Pasó de ser enlace a maquis. Y, tras ser detenida, la llamaban Puta Pasionaria, porque para la derecha era el arquetipo de lo que no podía ser una fémina. Es quien mejor representa a la mujer resistente para el franquismo. De hecho, luego fue una militante activa del PCE, manteniendo viva la llama de la memoria y de su militancia”, explica a Público López Barceló, exdiputada de Esquerra Unida en el Parlament valenciano.
Sin embargo, Sole fue silenciada por la dictadura y la transición. El partido tampoco ayudó a la recuperación de la figura del guerrillero como la mohicanía del antifranquismo. No obstante, algunos partisanos tricolores fueron aflorando lejos de las cunetas a lo largo de los años: Camilo de Dios, Luis Trigo O Gardarríos y, claro, Quico, el último maquis del Bierzo. “Sin embargo, ellas no se presentaban como referentes, sino que el protagonismo correspondía a sus camaradas, que comenzaban a salir a la luz”, explica la historiadora alicantina, quien reconoce que glosó la figura de Esperanza por recomendación del propio Francisco Martínez.
“Escribí Testimonio de la memoria porque él me pidió que hiciese un trabajo sobre las voces de las mujeres en la guerrilla, porque estaba absolutamente concienciado de que sus compañeras habían sufrido un doble olvido. De hecho, Quico no sale en el libro porque quería que las protagonistas fuesen ellas. Así, le doy la palabra a mujeres de diferentes generaciones, porque quería representar como se había transmitido la memoria de unas a otras”, comenta Esther López.
Mujeres que no se atribuyen ningún mérito, como Pilar, la hermana de Quico, quien se extraña cuando la historiadora se interesa por sus acciones heroicas, pues entendía que había hecho lo que correspondía. “O sea, lo normal”, añade la exparlamentaria de Esquerra Unida. “Todo el tiempo le quitaban importancia a una experiencia desgarradora y a su propia trayectoria”. Algo que puede responder a la humildad o al silencio, que es el miedo cuando calla, aunque atrás haya quedado todo.
No deja de sorprender, sin embargo, que aquellas luchadoras hayan ido falleciendo sin ningún foco que las alumbrara, apenas la clarificadora mortaja de los suyos, incombustibles activistas y familiares de las víctimas. Como Moncho Hermida, encargado de difundir en julio el pasamiento de Consuelo Rodríguez Chelo en la Bretaña, adonde se había exiliado.
“El patriarcado, pese a su evolución positiva, también ha estado presente en la política de la izquierda. El activismo de la memoria ha tardado en reconocer a estas mujeres, quienes fueron doblemente represaliadas: por militantes comunistas o antifranquistas y porque no se adaptaron al canon de mujer sumisa establecido por el régimen”, razona López Barceló.
Republicana, guerrillera, comunista, torturada y presa.
“No tengo nada bonito que contar de aquello”, insiste Esperanza.
De nuevo, una violencia multiplicada: sus cuerpos y las palizas; sus entrañas y las violaciones.
“La represión que golpeó a los republicanos revistió un doble (o triple) significado en el caso de las mujeres. Las que habían tomado parte en actividades de carácter político fueron castigadas como rojas, pero también en tanto que mujeres que habían transgredido su papel de género y que habían traicionado, por tanto, su naturaleza femenina. Fueron castigadas en ese cuerpo de mujer que habían desnaturalizado: rapadas, purgadas, violadas”, escribe Mercedes Yusta en Heterodoxas, guerrilleras y ciudadanas.
No obstante, algo que llamó la atención a Esther López durante sus encuentros con Sole fue la necesidad de matizar que fue apaleada, mas no forzada, lo que según ella evidencia la violencia sexual como arma de posguerra.
“Enseguida se lanzó a dejarme bien claro que no la habían violado, porque en el franquismo era algo que estaba muy presente. Escaparse de eso resultó liberador, pues no era lo habitual”, subraya la autora de Testimonio de la memoria.
Esperanza reconoce que se habría suicidado en los sótanos de la Puerta del Sol para evitar las torturas, pero no pudo. En cambio, cuando estaba en la clandestinidad, iba armada. No tanto para atacar, sino para evitar lo inevitable en el caso de que fuese acorralada en el monte. “Era una pistola pequeña, de 9 corto, para defensa propia o para pegarme un tiro antes de que me detuviesen”.
“No la utilicé, ni falta que hizo”.
Portar un arma tenía sentido: el del sinsentido. En una entrevista de 1995, citada por Yusta en su libro, recordaba aquellas palabras que salieron de la boca de su padre: “Si os veis mal, si alguna vez os hieren, si os dejan malheridas o lo que sea, mataos, que no os cojan vivas. Por lo menos, que no os cojan vivas”.
No hace falta que Esperanza explique los motivos, recogidos en Con armas frente a Franco. Mujeres guerrilleras en la España de posguerra: “Él tenía terror a que nos cogieran vivas, porque sabía lo que eran capaces de hacer. Y le horrorizaba pensar lo que pudieran hacer con nosotras. Entonces prefería vernos muertas a que nos cogieran vivas y pudieran hacer barbaridades con nosotras, que es lo que han hecho con mucha gente”.
El guion al que alude Esther Barceló daría para más metraje: en 1967 salió en libertad condicional y se fue a vivir con su hermana Amancia a Manresa, donde aún reside Angelina, quien no goza de tan buena salud como Esperanza pese a tener seis años menos. “Está mayor que yo física y políticamente”. Aquella Blanca de la resistencia podría considerarse la última maquis, pero Sole matiza que estuvo muy poco tiempo en el monte, hasta que encontró refugio en el punto de apoyo de Adelina Delgado, la Madre. “Ahora está un poco pocha”.
Quien le había dado a luz, Matilde, tenía 38 años cuando murió durante un parto. Ella fue madre pasados los cuarenta: “Es un hijo excelente”. Fruto de su relación con Manuel Gil, obrero del metal zaragozano, cuatro veces encarcelado, padre en 1970, aunque conoció al crío cuando éste ya había cumplido tres años. Esperanza lo conoció por una carambola epistolar, que la llevó a visitar tiempo después de la cárcel al Movimiento Democrático de Mujeres de la capital aragonesa, con las que se había carteado. Allí se encontró con el histórico del PCE local y fundador de Comisiones Obreras, fallecido en 2014.
“Fue una historia bonita. Nos casamos en la cárcel de Torrero. ¡La primera boda civil de Zaragoza! Todavía con Franco, cuando el clero no las permitía. Una ceremonia rápida, ligera y estupenda: duró minutos”, sonríe Esperanza, Sole en el monte, Conchita en la clandestinidad, Consuelo Pallarés cuando fue detenida en aquel tren cerca de Miranda de Ebro.
Lo volverá a contar en la reedición de su biografía, que tiene previsto presentar en breve en Zaragoza, de la que es hija adoptiva. Cambiará el título original por Guerrilleras: recuérdalo tú y recuérdalo a otros, que hace referencia a un verso de 1936, el poema que Luis Cernuda dedicó a un brigadista internacional.
Que aquella causa aparezca perdida
nada importa;
que tantos otros, pretendiendo fe en ella,
sólo atendieran a ellos mismos
importa menos.
Lo que importa y nos basta es la fe de uno.
“Cuando era prácticamente una niña y se sube al monte, sorprende su conciencia política con tan poca edad, sin ni siquiera leer ni escribir bien”, subraya López Barceló. “Y luego, ya en Francia, decide que no puede quedarse allí con su vida tranquila sabiendo que sus compañeros se están jugando el pellejo. Por eso, decide hacer una vez más de enlace y sacarlos de España, aunque termine siendo detenida”.
En su libro, donde rinde homenaje a otras luchadoras antifranquistas, la historiadora alicantina refleja a lo que se exponían si caían en manos del régimen. “Los castigos fueron horrorosos y las mujeres han sido las más perdedoras”, rememoraba Esperanza. Durante la entrevista, insistía en que otras habían corrido peor suerte: “Me devolvían ya negra, con la camiseta pegada al cuerpo de lo que se me reventaba de los coágulos de sangre. No me han violado”. Mercedes Yusta, citando a otros autores, habla de la “específica marginación y opresión” a la que el franquismo las sometió.
Sin embargo, al contrario de la pretendida cosificación por parte de la propaganda franquista, las mujeres tomaron conciencia en el monte, tanto política como de género. En Con armas frente a Franco, la profesora de la Université Paris-8 califica su militancia como una liberación a través de una causa que “les permitió acceder (aunque fuese dolorosamente) a formas de emancipación política y personal que no estaban permitidas, en general, a las mujeres vencidas en la España rural de posguerra”.
“Si su experiencia en las guerrillas fue revolucionaria, no fue tanto por el hecho de que portaran armas [...], cuanto por el hecho de vivir una experiencia de aprendizaje político que les permitió dar nuevas orientaciones y significados a sus vidas, transformando el afecto, el temor y el duelo en compromiso político”, añade la también autora de La resistencia armada contra el régimen de Franco en Aragón (Universidad de Zaragoza).
La propia Remedios Montero lo refrendaba en su autobiografía, donde describe su cometido en el llano: suministrarles comida, medicinas, ropa e información de las fuerzas de seguridad a los maquis. Arriba, participó en la toma de decisiones y no sintió diferenciación alguna: “Nuestra vida en el monte era igual que la de ellos, el macuto siempre a la espalda y el arma dispuesta por si se necesitaba. Afortunadamente nosotras nunca tuvimos que utilizarla. No había ninguna discriminación ni tratamiento especial por ser mujeres. Teníamos buenos maestros y dábamos clases de capacitación cultural, política y todo cuanto nos pudiera cultivar más y mejor”.
Historia de Celia. Recuerdos de una guerrillera antifascista es el testamento que desmonta las acusaciones de algunos autores afectos al régimen, que las tacharon de “amantes” o “prostitutas” de los emboscados. “El franquismo ha querido desprestigiarnos haciendo ver que sólo estábamos allí para entretenimiento y satisfacción de los hombres de la guerrilla, pero pese a tantos y tantos palos que hemos recibido al detenernos porque querían que así lo dijéramos y quedase constancia en los expedientes, nunca lo consiguieron”, escribe Reme.
“Y hemos dejado bien claro ante todos esos torturadores que nunca hemos sido más respetadas en la vida por nadie como nos respetaron ellos. Allí aprendimos con su gran ayuda que la mujer puede ser igual al hombre y tener los mismos derechos en todo”, concluye Montero, quien inspiraría a la escritora Dulce Chacón para concebir La voz dormida, llevada al cine por Benito Zambrano.
El relato de Esperanza también alimentó esa novela, así como el filme de Montxo Armendáriz Silencio roto y los documentales La guerrilla de la memoria, de Javier Corcuera, y Esperanza Martínez, una luchadora por la libertad, de Amparo Bella, Régine Illion y Concha Gaudó, integrantes del Grupo de Historia del Seminario Interdisciplinar de Estudios de la Mujer (SIEM), de la Universidad de Zaragoza.
Hay escenas de ese guion todavía no escrito al que alude Esther López que se han quedado fuera de la cinta. Algunas podrían ser recreadas por la historiadora Dolores Cabra, quien ya dejó su huella en la autobiografía de Sole.
“Fue resistente contra la dictadura franquista en la lucha guerrillera, fue presa durante quince años, fue militante organizada en la lucha clandestina, fue una de las muchas mujeres que supo salir a la luz del día y a la calle a cara descubierta cuando la dictadura iba llegando a su fin, pero aún seguía reprimiendo a sangre y fuego”, señala la secretaria general de AGE. También critica, en tiempo presente, que los gobernantes no hayan honrado “la memoria de los últimos soldados de la República”, quienes “lucharon con sus escasas armas y los más pobres medios, en montes y ciudades, hasta bien entrados los sesenta”.
El historiador Francisco Moreno Gómez también ensalza su figura en Guerrilleras, la ilusión de la esperanza, cuya próxima reedición rellenará el vacío de las estanterías, pues hoy apenas se encuentra en contadas librerías, como la madrileña y libertaria LaMalatesta. “Las mujeres republicanas fueron el alma de la retaguardia y de las labores de enlace y colaboración. Fueron las auténticas guerrilleras del llano, sin cuya labor la guerrilla propiamente dicha no hubiera sido posible”.
Pusieron su vida al servicio de un ideal, a la espera de que los acontecimientos de aquella Europa en guerra pudiese devolver a su país un Gobierno republicano y progresista, que nunca llegó. “El alma de la intendencia de la guerrilla y de los puntos de apoyo”, en palabras de Moreno, quien recuerda que muchas murieron por la causa. “Esperanza Martínez tuvo, al menos, la suerte de salvar la vida, y con ello nos ha salvado la memoria, nos ha salvado la historia y nos ha salvado el honor y la dignidad de una lucha democrática”.
Por ello, Esther, Quico, Dolores, Francisco y Mercedes exigen un reconocimiento de las voces de las sin voz.
“Ni odio ni rencor”.
“A pesar de los pesares”, suspira Esperanza.
“Sólo reivindico justicia”.
Artículo publicado originalmente en publico.es