Su nombre era Sofía Müller. Y hace setenta años, la laguna de Matracas era un paraíso natural. Las embarcaciones de motor no pasaban diariamente. Los pájaros de las islas que se atraviesan en el caudaloso río Inírida pintaban de colores los árboles. Todo era tan antiguo que incluso había otros dioses.
Desde este lugar del Amazonas colombiano, hasta Brasil, han existido antes de que el mundo fuera mundo dos etnias, los kurripakos y los puinaves. Incluso ahora, cuando las temporadas de sequía se extienden en el tiempo y el río baja, se pueden ver los petroglifos que cuentas las historias de viejos dioses. Los arqueólogos han detectado piedras donde se narra El nacimiento de Kuwai y en otros El rapto de Kuwai.
Algunos viejos aún cuentan cómo era este pueblo antes de que llegaran los blancos, su organización social, su independencia. En los años cuarenta, a comienzos, si veían algún blanco llegar en lancha salían corriendo. No querían tener ningún contacto con nadie que les hiciera perder sus costumbres.
Creían en lo extraordinario. Lugares como los cerros de Mavecure, es una invitación al sueño, a lo extraordinario. Cuando se visita el Guanía se tiene una gran autopista de agua, el río Guaviare. Una boga puede trasladar al viajero hasta Mavecure por unos 300 mil pesos. Son tres horas de viaje. En la ruta se encuentran cosas extraordinarias. Los pájaros, los árboles, las toninas, son vestigios de la magia.
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Sin embargo, lo que más puede sorprender es que al entrar a poblados como Cejal, la presencia de los chamanes sea cada vez más reducida. Inexistente. Los sabios de ese poblado muestran libros gruesos, la biblia, el nuevo testamento que alguna vez les tradujo una norteamericana, Sofía Müller, a su idioma.
Los kurripakos que aún viven en la selva y se alimentan como alguna vez lo hicieron sus ancestros, de la pesca, la agricultura, la caza. Conocen 50 variedades de yuca, siembran maíz y chontaduro. Viven del venado, las dantas y los capibaras.
En el territorio colombiano vive la gran mayoría de su pueblo, 11.946. En Venezuela lo hacen 7351 personas y en Brasil 1637. Pero ya no adoran a sus viejos dioses. La transformación no la dio una tropa de misioneros que desembarcaron de caravelas atraídos por la fiebre que enloqueció a Lope de Aguirre, sino una neoyorquina.
La vida en Estados Unidos que dejó atrás Sofía Müller
Era de padres alemanes emigrantes a Estados Unidos en 1910, el mismo año en el que ella nació. Se matriculó en la Escuela Nacional de Diseño. Dibujaba, quería ser artista, exponer en las mejores galerías del mundo. Pero conoció a Dios en la calle.
En esa época, comienzos de los años 30, existía una gran expansión del protestantismo en América, incluso en ciudades tan cosmopolitas como Nueva York. A ella le hablaron del Nuevo Testamento y quedó prendada. No solo creía, sino que esperaba que los demás lo hicieran.
Buscó un mapamundi. Encontró las zonas más despobladas de la tierra, lugares inhóspitos donde la palabra del señor no hubiera entrado jamás. Y lo encontró en las selvas colombianas, en los departamentos de Guanía, Vaupés y Guaviare.
En Bogotá tenía dos amigos que habían estudiado con ella arte. En abril de 1944 la recibieron en el aeropuerto El Dorado. Se quedó dos semanas y luego se embarcó a una aventura que solo creía posible en la imaginación afiebrada de escritores como Joseph Conrad.
En diciembre se embarcó en un viaje que la llevaría, a través de avionetas, furgonetas y lanchas, hasta la población cauchera de Cejal, en donde el furor por el caucho había dejado una estela de barbarie que aun en esos días se sentía.
Las mujeres no entraban solas a la selva. Al principio creían que era una especie de bruja, una hechicera que había llegado a hacerles algún mal. Las propias autoridades de los kurripakos la encerraron, la pusieron a prueba.
Ella ya sabía balbucear su idioma, conocía las palabras suficientes para hablarles del paraíso, de los misterios de su religión. No la escucharon. Fueron 15 días atroces, dos semanas expuesta a una lluvia intensa y a una humedad que estuvo a punto de causarle un daño irreparable a sus pulmones. Pensó en devolverse. Pero perseveró.
Tenía que enfrentarse a una prueba terrorífica. Le dieron uno de los líquidos de uno de los bejucos sagrados. Si ella se lo tomaba y moría, era una impostora. Si sabía sacarle provecho a la bebida, decía la verdad. Sin pensarlo abrió la única puerta que le quedaba. Vio toda la galaxia y sus confines, conoció de historias que estaban muertas. Bebió el jugo de la selva, agonizó durante 48 horas. En sus memorias, llamadas Su voz retumba en la selva, cuenta que duró dos días revolcándose, creyendo que iba a morir. Pero sobrevivió y entró al corazón de los kurripakos.
Se quedó con ellos y su recuerdo permanece de la mejor forma, les enseñó a hablar español, a leer, a no dejarse engañar por los negociantes que iban a la selva solo a timarlos, a quedarse con sus riquezas. Incluso les enseñó reglas de higiene que terminó mejorándoles la salud, como no compartir siempre la misma totuma porque podrían contagiarse de enfermedades.
La señorita Sofía, como aún la llaman allí, murió en 1995, a los 85 años. Su legado permanece. Creó numerosas iglesias a la orilla de ríos hasta ese momento inexpugnables para el hombre como el Atapabo y el Inírida. En esos poblados no se toma cerveza, ni se juega billar. El vicio fue erradicado. Los niños van con zapatos y vestidos.
Algunos antropólogos consideran que esto es una aberración, la temida aculturación; prohibió danzas ancestrales y acabó con mitos que estaban desde siempre, pero lo cierto es que en esos lugares del Guainía la miseria es ajena como no ocurre en otros lugares del Amazonas. Treinta años después, incluso el internet llegó a lejanas escuelitas en este lejano departamento.
Aún recuerdan que Sofía Müller tenía vida de santa. Un pancito le duraba tres días. Se levantaba a orar a las cuatro de la mañana. Nunca confió en otras misiones de blancos para llegar a terminar su misión. Se apoyó en indígenas que ella misma educaba en la palabra de Dios. Ellos eran sus misioneros y con ellos logró torcer el destino de un pueblo.
Cuando ella llegó eran muy pocas familias puinaves y kurripakos que sobrevivían en ese espacio perdido del mundo. Los caucheros lo arrasaron todo. Su cruzada sirvió para mantener con vida a un pueblo. Y eso no lo olvida nadie.